Nueva York: Hora Z (28 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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—Eso ha sido fuego de protección final —murmura Knight.

Una táctica defensiva. Cuando se utiliza, la unidad dispara todo lo que tiene para detener el avance enemigo y evitar que la superen. Es el último recurso. Su significado es claro: la compañía Alfa está en problemas.

A Bowman le sorprende la cantidad de perros rabiosos. En las últimas cinco horas deben de haber doblado su número. La explicación más sencilla es que arrasaron los hospitales e infectaron a miles de personas en sus camas, a lo que se tiene que sumar toda una noche y un día de infectar a cualquiera que se atreviera a salir de su casa. Debe de haber decenas de miles de infectados —incluso podrían ser cientos de miles— que se dirigen hacia el traqueteo de las armas de fuego desde toda la ciudad. Un fusilero lleva más de doscientas balas encima. Si cada bala de cada una de las armas abatiera un objetivo, en teoría, una única compañía podría acabar con veinte mil enemigos.

¿Sería eso suficiente?

Recuerda que la primera escuadra sola, agotando casi todo su arsenal, acabó con cientos de perros rabiosos en menos de quince minutos. La Alfa puede ganar esta batalla.

Con los ojos brillantes, Kemper, Vaughan y Sherman se acercan a los oficiales para mirar por el antepecho.

Unidades aéreas del 11.o de Caballería zumban por encima de la batalla entre los rascacielos. De pronto, un helicóptero Apache hace un vuelo rasante y dispara un par de misiles Hellfire sobre la calle.

—¡Dios! Eso ha caído cerca —exclama Kemper, sobresaltado.

Un segundo helicóptero lanza un TOW —un misil guiado con seguimiento óptico— contra su objetivo y después vira y se aleja como un abejorro enfadado. Unas bolas de fuego se expanden y crecen por encima de los lejanos edificios. Calor y luz.

—A no ser que… —añade Kemper, pero no dice nada más.

Bowman asiente. A no ser que la marcha de las unidades amigas tenga un doble propósito. O logran llegar al punto de encuentro y se reagrupan para convertirse en un jugador eficiente en esta partida, o sirven como cebo para atraer al enemigo a un campo de exterminio para la caballería. El general Kirkland, el comandante de la 6ª División de Infantería, podría haber dado órdenes a sus unidades aéreas de destruir las concentraciones de perros rabiosos sin tener en cuenta el hecho de que pudiera haber unidades amigas cerca del objetivo.

Esto no cabrea a Bowman. Entiende la lógica. Kirkland está desesperado y haciendo equilibrios, lucha por la victoria de un país moribundo y se lo juega todo a una sola carta esta noche. Bowman se da cuenta de que él haría lo mismo de estar en el lugar del general. Utilitarismo básico: las necesidades de muchos pesan más que las necesidades de pocos. En la guerra, las decisiones militares suelen estar fundamentadas en esa lógica.

Confirmando las sospechas de Kemper, Sherman levanta la vista de la radio y dice:

—No han solicitado el apoyo aéreo. Tienen bajas.

—Señor, yo… —empieza a decir Vaughan, con problemas para encontrar las palabras.

—Tenemos que salir ahí fuera ahora —opina Lewis, terminando la frase de Vaughan.

—Seguiremos las órdenes y mantendremos la posición —contesta Bowman, que mira por los binoculares.

—Señor, déjeme salir con la segunda escuadra —ruega Lewis.

—Negativo, sargento. ¿Está claro? —contesta Bowman, que se queda mirando fijamente al sargento.

—Como el agua —responde Lewis lacónicamente.

Bowman parece estar seguro de sí mismo, pero en realidad no lo está. De hecho, está deseoso de que la compañía Charlie entre en juego.

«¿Podría ser ésta una batalla decisiva? —se pregunta—. ¿Tiene razón Lewis con lo de que tendríamos que separarnos y abatir a todos los perros rabiosos cuanto antes mejor? ¿Antes de que sea demasiado tarde? ¿Debería salir con mis hombres para apoyar a la Alfa y a la Delta y quizá poner fin a esto de una vez por todas?

»¿O ya es demasiado tarde para la Alfa y la Delta…? ¿Para todos nosotros?»

Todo depende del ritmo de infección, y Bowman lo sabe. En Manhattan viven más de un millón y medio de personas. Si un uno por ciento de esa población estuviera infectado, serían unas dieciséis mil personas. Si fuera un cinco por ciento, serían ochenta mil.

Y si fuera un diez por ciento, serían ciento sesenta mil personas.

—Buscaguerras informa de que un contingente numeroso de perros rabiosos se acerca desde el oeste —dice Sherman.

Incluso cuando se reciben unas órdenes claras, Bowman es de la opinión que un comandante de campo debe actuar siguiendo su propio criterio según los cambios que se produzcan sobre el terreno. Por una parte, un comandante debe reconocer que no posee un conocimiento perfecto de la situación y nunca debería tomar decisiones emocionales.

El hecho es que nadie sabe qué está sucediendo. Todo el mundo supone. Y pasar la orden de apoyar a la Alfa y a la Delta —las dos compañías más cercanas a la posición de la Charlie— supondría un gran riesgo para sus chicos.

Por otro lado, ahí fuera hay soldados americanos en problemas y necesitan ayuda.

El único modo de averiguarlo sería «conseguirlo o morir». Literalmente.

Como si le leyera la mente, Bishop comenta:

—No llegaríamos a tiempo, Todd. No hay nada que podamos hacer.

—Cerdo de guerra solicita fuego de artillería con amigos cerca —informa Sherman.

—¿Tenemos apoyo de artillería? —pregunta Knight, incrédulo.

Bowman niega con la cabeza. Cuarentena no dijo nada sobre apoyo de artillería. La artillería es un engorro, demasiado difícil de manejar en esta situación. Incluso después de todo lo que ha visto, sería casi demasiado irreal contemplar a la artillería americana, situada a kilómetros de distancia, bombardear el centro de Nueva York con proyectiles explosivos de gran calibre.

De cualquier manera, la petición en sí ya es mala señal. Al frente de la compañía Delta se encuentra el capitán Reese, un buen oficial que mantiene la cabeza fría en combate. «Fuego de artillería con amigos cerca» significa que hay unidades amigas en un radio menor de seiscientos metros de la posición de bombardeo. Prácticamente los proyectiles caen encima de tu cabeza. Otra señal de desesperación. Al igual que la compañía Alfa, la Delta está en problemas.

—Pero ¿qué demonios? —exclama Bishop.

De repente, las luces de los rascacielos se van apagando por grupos, como si se hubiesen accionado unos interruptores gigantes que controlasen el brillante contorno de la ciudad de Nueva York. Las farolas también se apagan. Todas las luces se apagan.

—Un apagón… —afirma Kemper.

El mundo se ve inmerso en la oscuridad.

El sonido de los disparos disminuye hasta resultar esporádico.

Los hombres se quedan con la boca abierta. Ahí fuera, los chicos se han visto sorprendidos por la oscuridad. ¿Habrán tenido tiempo para ponerse las gafas de visión nocturna o de crear iluminación de batalla? Si fueron capaces de ponerse las gafas, entonces tienen ventaja, e incluso podrían cambiar las tornas.

Ven destellos hacia el oeste y hacia el sur, allí donde las compañías resisten a los ataques. El sonido de los disparos en el oeste se ralentiza.

Y luego enmudece.

Los hombres reprimen exclamaciones ahogadas. O Reese ha logrado abrirse paso, o tanto él como sus chicos han muerto.

«Se habrá abierto paso y reanudado la marcha, seguro».

Para estos hombres es difícil concebir la idea de la destrucción de una compañía completa.

Al sur, una única bengala se eleva en el cielo y, tras abrir un paracaídas, desciende perezosa hacia el suelo, produciendo una extraña e intensa luz.

Al momento, el tiroteo se intensifica, pero luego también empieza a decaer hasta cesar, rebrotar y morir.

Los helicópteros se acercan a la posición, disparan misiles y abren surcos en las calles con el fuego de las ametralladoras, una pasada tras otra. Y entonces, uno a uno, abandonan el combate y se alejan volando.

La ciudad queda en silencio a excepción del pitido que permanece en los oídos.

—¿Ya está? —pregunta Lewis. Lágrimas de rabia le caen por la cara—. ¿Nos quedamos sin luz y el batallón se ve superado? Joder, ¿sólo por haber tenido un poco de mala suerte?

Nadie le responde. Todos saben que no ha sido tan simple. Saben que abrirse paso combatiendo habría resultado, a lo sumo, dudoso. Ahora se dan cuenta de que se enfrentan a un enemigo más fuerte que ellos.

Y de que están solos.

—Jake, quiero que contactes con Martillo de guerra —dice Bowman con voz tranquila.

—Todas las compañías han dejado de emitir —contesta el radiooperador—. La red está despejada.

—Inténtalo, Jake.

—Sí, señor.

En lo alto, el cielo se abre en un brillante despliegue de estrellas que no se veía en esta parte del mundo desde el apagón de 2003. La diminuta luz parpadeante de un satélite cruza el cielo perezosamente.

—No responden, señor —anuncia Sherman.

Asombrados, los hombres permanecen en silencio en la oscuridad.

—Jake, quiero que contactes con Buscaguerras y con Cerdo de guerra y pidas un informe de situación —le dice Bowman, midiendo las palabras.

—¿Señor? —pregunta Sherman, parpadeando en medio de la oscuridad.

—Ahora, Jake.

—Sí, señor.

La oscuridad se cierne sobre ellos y hace que se guarden sus pensamientos.

—No responden, señor —informa el operador de radio tras unos instantes.

Bowman asiente, sintiéndose mareado.

En una noche, el mundo se ha hecho mucho más pequeño. Mucho más pequeño e infinitamente más peligroso.

50. Mientras hay vida, hay esperanza

La primera escuadra camina por el pasillo, los haces de luz de las linternas juguetean sobre el suelo abrillantado, una vitrina llena de trofeos, las insulsas hileras de taquillas y el falso techo. Mooney, Carrillo, Rollins y Finnegan llevan al soldado Chen en una bolsa de plástico negra.

Tras el apagón y que el generador de emergencia restableciera las luces en el gimnasio, oyeron por Radio Macuto —la fábrica de chismes del ejército— que las otras compañías habían sido aniquiladas.

Mooney se lo creyó. Sus compañeros, no.

El uniforme de combate que viste Mooney está tieso, sucio y manchado. Lo más seguro es que se aguantara de pie sin ayuda si se lo quitaba. Probablemente correría detrás de un hueso si le gritara que fuera a buscarlo. Mooney está exhausto por el trabajo agotador, tiene un tic en el ojo izquierdo a causa del estrés y los nervios tan a flor de piel que cada vez que alguien se aclara la garganta da un salto. Pero las noticias de la masacre de Adalid mientras marchaban varios kilómetros a través de Manhattan lo han electrizado.

Todas sus preocupaciones han desaparecido de repente. Ya no le importa Laura ni cuánto desearía escuchar sus discos favoritos durante unas pocas horas. No le importa que Wyatt le haga la puñeta todo el rato. En el fondo, si esto es el fin del mundo, ¿qué más da?

En este preciso instante, lo único que le importa es saber si sobrevivirá. Y de ser así, durante cuánto tiempo.

Esta guerra —una guerra total según las palabras del teniente— se ha vuelto algo muy personal y Mooney no es capaz de pensar en las ramificaciones más allá de ese hecho. No quiere morir. Eso es lo único que le importa.

Después de que circularan las noticias sobre Adalid, los suboficiales habían subido al tejado para reunirse con el teniente mientras que los civiles se quedaban aturdidos en silencio o comenzaban a vociferar.

Era el momento ideal para escaparse a un funeral.

Les ordenaron que incinerasen el cuerpo de Chen junto a los cadáveres de los civiles muertos, pero los chicos tuvieron otra idea. Si las cosas estaban tan mal como decía el teniente, la mayoría de las aulas de la escuela permanecerían vacías durante mucho, mucho tiempo.

A partir de esta noche, el soldado de primera Chen descansará en su propio mausoleo.

Se oyen pisadas acercándose por detrás. El corazón de Mooney amenaza con escapársele por la boca, el ojo izquierdo le tiembla.

Ratli se da la vuelta y levanta la carabina.

—«Mets» —dice Ratli.

—Vete al infierno, Ratli —contesta una voz desde la oscuridad.

Unas siluetas fantasmagóricas emergen de la penumbra: son la tercera escuadra. Llevan unas varitas luminosas enganchadas en la parte delantera de los chalecos.

—Se supone que tienes que responder «Yankees» —protesta Ratli, que parece haberse quedado de repente sin resuello.

—¡Vaya, hombre! ¿Es que ahora pueden hablar los perros rabiosos? ¿Puedes apartar esa luz de mi cara?

—La próxima vez di «Yankees» y así evitarás que te disparen, soldado —dice el cabo Eckhardt, bajando el rifle—. ¿Qué traéis?

—Oímos lo que ibais a hacer por el soldado Chen —responde el cabo Hicks.

—Fuera lo que fuese lo que oísteis, lo oísteis mal —contesta Eckhardt, desafiante.

—No va por ahí la cosa. Querríamos hacer lo mismo por dos de los nuestros —indica Hicks, señalando con la mano hacia atrás—. Éste es Bicho. El otro, Ojo de Halcón. No queríamos quemarlos en la pira. Queremos que crucen al otro mundo de una pieza y con todos los honores.

Eckhardt intercambia miradas con los otros chicos de la primera escuadra. Mooney asiente. A donde se dirige Chen hay espacio de sobra.

—¿Dónde está el payaso de la clase? —pregunta Eckhardt, obviamente refiriéndose a McLeod.

—El sargento le dijo que se fuera a dormir —responde Hicks.

—Muy bien —contesta Eckhardt—. Revisamos a fondo la última aula a mano izquierda, al final del pasillo. Ya lo hemos preparado todo. Hemos encontrado una bandera americana. ¿Tenéis algo con lo que cubrir a vuestros chicos?

—Tendremos que arreglárnoslas con vuestra bandera. Ve delante. Nosotros os seguiremos.

Todos juntos llevan los cuerpos al aula. Se han colocado todas las mesas contra las paredes, adornadas con carteles de animales, un esqueleto humano con una etiqueta en cada hueso y un hombre sin piel, con los músculos también etiquetados.

Horas antes, uno de los chicos escribió en la pizarra:

AQUÍ REPOSA EL SOLDADO DE PRIMERA WILLIAM CHEN. FUE UN BUEN SOLDADO Y UN FIEL AMIGO. SE LO ECHARÁ DE MENOS. QUE SU MUERTE NOS SIRVA DE LECCIÓN: MIENTRAS HAY VIDA, HAY ESPERANZA.

RIP

Mooney y los otros chicos se detienen un instante a leer el epitafio y gruñen impresionados. Luego, dejan la bolsa en el suelo y la abren.

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