Una nueva plaga parecida al virus de la rabia asola el mundo e infecta a millones de personas. Estados Unidos ordena el regreso a casa de sus tropas para custodiar los hospitales. La situación parece estar bajo control hasta que los infectados se vuelven violentos y atacan a la población.
El teniente Todd Bowman, un superviviente de la guerra de Iraq, debe dirigir a sus hombres para proteger un laboratorio que podría tener la cura para el virus.
Para sobrevivir a esta misión, para salvar lo que queda del mundo, los hombres del segundo pelotón se enfrentarán a las personas que juraron defender. Personas que se han convertido en una ingente horda infectada, armada sólo con uñas y dientes.
Craig DiLouie
Nueva York: Hora Z
ePUB v1.0
Dirdam03.04.12
Título original: «Tooth and Nail»
Publicación original: 2010
Traducción: Lluis Lorente
Editorial: Timun Mas
Publicación en España: 2012
ISBN: 978-84-480-4035-2
Para Christine y Mieka
«La fe de mi país jamás defraudaré.
Sin descanso lucharé,
a pesar del enemigo,
marcharé hacia el objetivo,
por un triunfo total.
Lucharé hasta morir si es preciso».
Fragmento de «
El credo del soldado de Infantería»
Quien con monstruos luche, cuide de no convertirse a su vez en uno.
Friedrich Nietzsche
1. No habrá fin del mundo sin una guerra
De pie en el puesto de control tras la alambrada de espino y los sacos terreros, sudando bajo el chaleco antibalas y con una carabina M4 en las manos, el soldado de primera Jon Mooney entorna los párpados, se queda dormido de golpe y el peso del casco de Kevlar le hace dar una cabezada. Entonces abre los ojos y parpadea repetidamente e imagina durante un breve instante que aún se encuentra en Iraq, apostado en una barricada en el distrito de Adamiyah de Bagdad con el zumbido de los Apache en lo alto, el vocerío de los críos iraquís vendiendo refrescos fríos y los secos estampidos de los rifles de francotirador desde las ventanas.
Sobresaltado, echa un vistazo para evaluar la posible amenaza y, por lo que le parece la centésima vez, los ojos se le quedan prendidos en un gigantesco cartel que hay al otro lado del cruce. El enorme anuncio, repleto de modelos que juguetean en una bañera llena de espuma rosa, se alza sobre un Burger King flanqueado por una tienda de electrónica sin nombre y un
outlet
de ropa. No entiende el anuncio y tampoco se imagina qué producto se supone que vende. No obstante, lo atrae, le promete un tipo de evasión que en este mismo instante desea con desesperación pero que es incapaz de identificar.
No está en Iraq. Está en Nueva York.
El Burger King y todos los demás establecimientos de este tramo de la Primera Avenida están cerrados debido a la epidemia y tienen los escaparates protegidos con negras rejas metálicas, como si la calle fuera una prisión enorme. La basura y los coches abandonados se amontonan en las calles y las aceras aledañas al puesto de control, extendiéndose hasta las barreras de hormigón colocadas a una manzana de distancia.
Se supone que está en casa.
Los rascacielos del Midtown de Manhattan se ciernen sobre la mugrienta escena urbana y sus ventanas reflejan el sol. Mooney entorna los ojos para protegerse del intenso brillo hasta que consigue ver la reluciente cúspide del edificio Chrysler. Ahí arriba todo parece estar tranquilo, casi sereno. Uno podría subir a lo alto del edificio y descansar un rato disfrutando de la brisa.
Cuarenta y seis horas antes se encontraba al otro lado del mundo, sentado en una pista de aterrizaje con el resto del segundo pelotón de la compañía Charlie, esperando a que los llevaran a casa. Por supuesto, nadie se refería a ello como una retirada. Los altos mandos lo llamaban «reasignación de emergencia», los oficiales subalternos «extracción» y la tropa «una mierda», «la madre de todas las cagadas» o «un modo cojonudo de que te maten». Se le diera el nombre que se le diera, el ejército empezó a retirar de golpe miles y miles de soldados mientras el gobierno iraquí se refugiaba en la Zona Verde y los insurgentes tribales se dedicaban a saldar las cuentas pendientes con el gobierno cuando tenían tiempo, entre un ataque y otro contra las tropas americanas que se replegaban.
Los soldados regresaban a casa en cualquier cosa que pudiera volar o flotar y eran reasignados a lo largo y ancho de Estados Unidos. La logística de la retirada y el regreso a casa de las tropas de las bases repartidas por el mundo atentaban contra todo razonamiento. Al pelotón de fusileros de infantería ligera de Mooney, aún con la piel quemada por el sol de Oriente Medio y con los bolsillos llenos de arena, lo destacaron a este tramo de la Primera Avenida en Manhattan.
Su misión: proporcionar protección al hospital Trinity.
No era exactamente el tipo de bienvenida que Mooney había anhelado durante el último año, pero, por lo menos, ya no le disparaba nadie.
El mismo viejo de antes ha regresado y hostiga de nuevo a la gente que intenta cruzar el puesto de control de los soldados para llegar al hospital.
—Yo, en vuestro lugar, no entraría ahí —les advierte.
El viejo, bien afeitado aunque con una larga y desaliñada melena canosa, viste una camiseta que reza: El tío más listo del lugar.
—Pero tengo hambre —le contesta un hombre—. Las tiendas están casi vacías y yo no tengo nada.
El cabo Eckhardt, el jefe del equipo de Mooney, hace pasar con un gesto de la mano a una mujer joven infectada, sin lugar a dudas, con el Hong Kong Lyssa. Un hombre que bien podría ser su marido o su novio la sujeta por el brazo. La mujer tiembla y tiene fiebre alta.
—Lo siento —se disculpa Eckhardt con la gente que hace cola—. No estamos distribuyendo comida en este puesto. Aquí tienen una lista proporcionada por la alcaldía de los sitios a los que pueden dirigirse.
—La gente entra en el hospital pero ninguno de ellos sale —informa el viejo a todos los presentes sin dejar de asentir con la cabeza.
Prácticamente, ese viejo bastardo se regodea dando la noticia.
Mooney suspira mientras observa el discurrir de la gente a través de los coches abandonados en busca de cuidados en las cada vez más escasas camas del Trinity. Parece que los infectados no paran de llegar. Jon Mooney está cansado del servicio militar, pero dentro de nada habrá terminado para él: veintisiete días y un alba para licenciarse y dejar el ejército. Un «Sierra Hotel Papá» (
sayonara
, hijoputa) a Iraq, Nueva York y todo lo demás.
Los días no pasan con suficiente rapidez. Tanto él como la mayoría de los otros chicos del pelotón son muchacho de diecinueve o veinte años, a pesar de lucir las insignias en ambos hombros que indican que han participado en combates y ya son veteranos. Son de infantería: totalmente preparados y dispuestos. Mooney está cansado y ya ha visto demasiadas cosas que preferiría olvidar. Sólo quiere regresar a casa, volver a coleccionar vinilos y mirar telebasura hasta las dos de la madrugada. Le gustaría intentar arreglar las cosas con Laura. Quizá independizarse, tener un refugio secreto en el que estar a solas durante un tiempo.
—¡Siguiente! —ladra Eckhardt—. Muévanse, señores. Vamos.
—Ninguna de las personas que han entrado en el hospital ha salido —sigue graznando el viejo.
—Señor, creo que ya es hora de que cierre el pico —lo reprende el especialista Martin, de la escuadra de arma de apoyo, inclinándose sobre su M240 del calibre treinta, con el trípode apoyado sobre un montón de sacos terreros y apuntando a la Primera Avenida. Sentado en el suelo junto a él, el ayudante de artillero, un tipo al que apodan Trueno, se ríe.
—¿Así es como tratáis a…? —empieza a decir el viejo, pero Martin hace girar la ametralladora, lo justo para resultar amenazador, y el viejo se aleja del puesto de control—. Vale, chicos. No os equivocasteis de profesión —grita por encima del hombro al tiempo que se aleja entre los coches abandonados—. ¡No habrá fin del mundo sin una guerra!
—¡Sierra Hotel Papá! —grita Martin mientras agita la mano para despedirse, con una sonrisa de oreja a oreja. El ayudante de artillero vuelve a reírse entre dientes.
—¡Una guerra fratricida! —se desgañita el viejo.
Y por alguna razón, a pesar de que la palabra le resulta casi desconocida, Mooney se estremece.
—Sólo pasa en Nueva York —dice Trueno, negando con la cabeza.
2. Este lugar empieza a parecerse a Bagdad
En el puesto de control sur, un pequeño grupo de gente discute con el oficial al mando del segundo pelotón sobre si el ejército almacena una vacuna secreta en el hospital.
El teniente Todd Bowman, de Fredericksburg, Texas, tiene los ojos azul pálido y el aspecto rubicundo tan americano de los chicos de un coro. Estudió Historia en la universidad antes de alistarse en el ejército para ver cómo ésta se escribía con sus propios ojos. Bowman, alto y desgarbado, ha resultado ser un buen líder a pesar de que aún no ha conseguido quitarse la costumbre de mirar al sargento Mike Kemper, un veterano de treinta años de Luisiana, en busca de confirmación de sus órdenes más osadas o sus peores temores. Kemper, pequeño pero de manos grandes y con una complexión enjuta y letal, suele guiñarle el ojo a modo de respuesta. Con el pelo cortado a cepillo y una intensa mirada, el sargento siempre resulta amenazador hasta que sonríe, lo que hace cambiar su apariencia de forma drástica. Para los muchachos, el sargento del pelotón es sólido como una roca. Lo llaman «Papi».
Al otro lado de la doble línea de alambrada de espino sujeta mediante sacos terreros, una mujer corpulenta le suplica al teniente que comparta la vacuna que están protegiendo, sea cual sea.
—Señora, si tuviéramos una vacuna, ¿por qué íbamos a llevar estas máscaras? —le contesta el teniente—. ¿Se imagina lo incómodo que es llevarlas día y noche?
La mujer lo mira dubitativa.
—Bueno, las podrían llevar para disimular.
—Eso no tendría ningún sentido, señora.
—¡No voy a irme hasta que consiga la vacuna para mis niños! ¿Me entiende?
—Oficial, ¡aquí! —le llama la atención otro hombre.
—¿Cuántos años tiene usted? ¿Doce? —le reprocha la mujer al teniente.
—Estoy aquí, oficial —reitera el hombre—. Gracias. El presidente de Estados Unidos anunció que tenían una vacuna. ¿Por qué iba a afirmar tal cosa el presidente si no fuera cierto?
—Señor, el comandante en jefe no ha comunicado dicha información a su cadena de mando. De haber sido así, esté seguro de que me lo habrían hecho saber —le contesta Bowman en un tono neutro.
—Oiga, le he preguntado si me ha entendido —insiste la mujer.
—Mi mujer está infectada —empieza a explicar otro hombre—, y le pedí a su hermana que viniera a casa y nos ayudase. Ahora ella también se ha contagiado y no puedo controlar a las dos. Están en mi piso haciendo Dios sabe qué, destrozándolo. Necesito ayuda. ¿Qué debo hacer?
—Lo mejor que puede hacer es traerlas aquí para que las traten o pruebe a ver si algún vecino quiere ayudarlo —responde Bowman—. O llame a la policía, quizá ellos tengan algunos medios. Pero yo no puedo enviar a ninguno de mis hombres con usted para que lo ayuden. Lo siento. De verdad que lo siento.