Nueva York: Hora Z (36 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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«Sin los helicópteros Chinook, no hay científica», les dijo.

Bowman sabe que lo colgarán por los pulgares. Es probable que pierda el mando. Hasta podrían ponerlo contra la pared y fusilarlo. Pero sus hombres habrán sobrevivido, aunque sea para volver a luchar —y quizá morir— otro día.

—Le tengo que preguntar una cosa, doctora Petrova.

—Sí, dígame —lo escucha ella.

—En realidad son dos cosas. —Bowman medita un poco—. Sí, dos cosas.

Petrova lo mira con curiosidad.

—Adelante —lo invita ella.

—Mi primera pregunta es: ¿cómo ha ocurrido?

—He desarrollado una hipótesis. Pero una hipótesis científica, ya sabe, sólo es…

—Sí, doctora, lo entiendo. ¿Cuál es su teoría?

—Lo siento. Mi teoría se basa en varias observaciones. El virus es demasiado perfecto. Por algún motivo, el Lyssa se transforma en su ancestro, el Perro Rabioso, una vez que entra en el cerebro. El período de incubación desafía cualquier lógica. Tiene que ser producto de la bioingeniería.

Detrás de Bowman, a Doc Waters se le escapa una exclamación ahogada.

—¿Un arma terrorista? —pregunta Kemper.

—¿Y por qué crear un arma terrorista que mata a tanta gente en ambos lados? —inquiere Doc Waters a su vez.

—Quizá los terroristas piensan que ellos van a sobrevivir y quedarán al mando —sugiere Kemper—. Tal vez creen que igualan las fuerzas en el terreno de juego.

—Sin embargo, está demasiado bien hecha. Debe de haberla promovido algún gobierno —apunta Doc Waters.

—A decir verdad, los dos se equivocan. —Petrova vacila, al parecer temerosa de haberlos ofendido y añade—: En mi opinión.

—Siga, doctora —insiste Bowman—. Usted es la experta.

—Los virus son muy competentes a la hora de penetrar en las células humanas e insertar su ADN —explica la viróloga—. Eso es lo que hacen. Por ello, los virus que se solían considerar que eran mortales se han empezado a utilizar como caballos de Troya, como sistemas de liberación para material genético o medicamentos que pueden curar otras enfermedades. Antes de que sucediera esto, la terapia genética era un campo de la biomedicina emocionante y con un enorme potencial.

»Por ejemplo —añade la científica—, se ha utilizado una forma del VIH modificada y benigna, el mismo virus responsable del sida, como un mecanismo de liberación para enfermedades como la hemofilia y el Alzheimer. El herpes es muy eficaz cuando se trata de encontrar y destruir células cancerígenas. Incluso el ébola, una de las enfermedades más mortales del mundo, se ha utilizado como vehículo de liberación para un retrovirus benévolo que puede reparar células y ayudar a combatir enfermedades como la fibrosis quística.

»Creo que un grupo de investigadores asiáticos trabajaba en un virus de la rabia modificado como una nueva herramienta para la terapia genética. Algo fue mal, es obvio —concluye Petrova.

—Y que lo diga —responde Kemper.

—El virus experimental entró en la sociedad pero mutó con rapidez en lo que conocemos como el Hong Kong Lyssa: una enfermedad respiratoria parecida a la gripe aviar. Quizá se mezcló por accidente con la fórmula de una vacuna experimental. No sería la primera vez que ocurre un accidente de estas características en una instalación biomédica.

—¿Y cómo pueden jugar con la naturaleza de este modo? —inquiere Doc Waters con la cara encendida—. En pocas palabras: han destruido la civilización.

—Por favor —pide Petrova, arrugando la nariz con desagrado—. Usted tiene formación médica, señor Waters. Seguro que se da cuenta de que la liberación y propagación de una enfermedad es un caso aislado, una probabilidad de uno entre un millón, un riesgo muy pequeño a cambio de un beneficio increíble para la humanidad. El mundo corrió un riesgo mucho mayor cuando se empezó a trabajar con la energía atómica. Lo que ha ocurrido no ha sido parte de un plan siniestro. La intención era despojar al virus de esos atributos que lo hacían letal e insertar material genético benigno en la cápside vírica hueca. Es de suponer que el virus no tendría que reproducirse ni atacar a las células. Es un proceso en el que se trabaja con muchas precauciones. No se me ocurre qué fue lo que salió mal, pero algo salió mal, seguro.

—Y que lo diga —apunta Kemper de nuevo.

—Sin embargo, caballeros, puedo decirles una cosa a favor de las personas responsables de esto. Lo único que sé a ciencia cierta sobre ellos y lo que hicieron es que intentaban curar una enfermedad que acabó con millones de vidas. Querían hacer del mundo un lugar mejor.

—Al igual que Hitler —murmura Doc Waters.

—¡No! —exclama Petrova, visiblemente ofendida.

—Menudo fregado —dice Bowman, y se prepara para levantarse—. Con referencia a las teorías, no soy capaz de pensar ninguna mejor.

Bowman no le echa la culpa de lo sucedido a la doctora. En cambio, admira su tenacidad e inteligencia. El hecho de que haya sobrevivido a los últimos días indica que es una mujer fuerte y llena de recursos.

—Gracias, doctora. —Bowman se levanta para marcharse.

—Dijo que quería hacerme dos preguntas, capitán.

—Sí, de hecho, así es —responde Bowman sonriendo—. Lo más seguro es que encuentre un poco extraña la pregunta, quizá hasta inadecuada. Pero ¡qué demonios! Supongo que es mejor no andarse con rodeos. Si sobrevivimos, ¿puedo invitarla a cenar, doctora Petrova?

Petrova sonríe y le muestra la alianza de oro que lleva en el dedo anular de la mano izquierda.

—Capitán Bowman, me halaga su proposición, pero… como ve, soy una mujer felizmente casada.

Bowman sonríe y asiente.

—No podía ser de otra manera —responde con decepción.

63. ¿Hora de patearme el culo?

McLeod encuentra al sargento Ruiz en el vestíbulo de ascensores. El suboficial está solo, apoyado en la pared con las manos metidas en los bolsillos del uniforme de combate y sumido en sus pensamientos. El oficial al mando ha autorizado a la compañía a quitarse las máscaras N95 hasta que se pongan en marcha; es raro volverle a ver la cara a Ruiz. La mayoría de los soldados aprovecharon que tenían que llevar las máscaras las veinticuatro horas del día para dejarse crecer un poco la barba. Pero Ruiz, no; el sargento va bien afeitado. Como dice la tropa, es un hijo de puta fanático.

—¿Quería verme en privado, sargento Ruiz? —pregunta McLeod.

El suboficial, de ojos intensos y penetrantes, se aparta de la pared; los músculos de su pecho de bulldog amenazan con rasgarle el uniforme. A medida que se acerca, McLeod nota un escalofrío, pero no se mueve.

«Hasta aquí has llegado —se dice a sí mismo—. Te ha llegado la hora. Al final, Maguila va a patearte el culo».

Ruiz sigue andando hasta situarse justo delante de McLeod, y lo mira de arriba abajo mientras el soldado mantiene la posición de firmes.

—Soldado McLeod, eres un lastimoso saco de mierda.

—Sí, sargento —responde McLeod. Y en verdad, está de acuerdo con la afirmación del suboficial.

—Una enorme y grasienta mancha de mierda en mi inmaculado historial de adiestramiento de la mejor infantería de combate del mundo.

—Sí, sargento.

—Tengo que hacerte una pregunta.

«¿Quieres que te golpee en la cara o en el estómago?»

—La pregunta es… ¿Estás listo para ser un hombre, hijo?

—¿Sargento?

—McLeod, esta unidad ha vivido en peligro constante desde hace cuatro días. Nuestro batallón ha perdido dos terceras partes de sus efectivos en ese período. Un buen número de las bajas las hemos sufrido en choques contra hordas de personas que destrozaron a nuestros muchachos con las manos desnudas. Mientras sucedía todo esto, ¿has disparado el arma aunque haya sido una sola vez?

—Yo… —responde McLeod.

—Habla, hijo.

—No, sargento —contesta McLeod sin tapujos.

—Esto no es ningún examen —dice Ruiz—. Descansa.

«Sólo dime cuándo vas a golpearme. No me pegues a traición. Es lo único que pido».

—Te he dicho que descanses, soldado. Relájate y escucha con atención. Intento enseñarte una cosa.

—Sí, sargento —responde McLeod tragando saliva.

—¿Sabes qué hora es, hijo?

«¿Hora de patearme el culo?»

—Son casi… las cero-cinco-cuatro-cinco horas, sargento.

—Afirmativo. Espectacular, soldado. ¿Sabes a qué hora sale el sol? Te lo diré yo. Hoy, el sol sale sobre las cero-seis-dos-cero horas. ¿Sabes qué significa?

McLeod se muerde el labio entre sudores.

—No pienses demasiado, soldado —dice el sargento—. No es una pregunta con truco. Yo te diré qué significa. Quiere decir que aunque Inmunidad pusiera a volar los pájaros ahora mismo y nosotros abandonáramos estas instalaciones en este preciso instante para reunirnos con ellos en Central Park, seguiríamos sin tener el tiempo suficiente de oscuridad como para ocultar nuestros movimientos. Y eso quiere decir que haremos un trozo del camino, por no decir gran parte, o puede que todo, de día, expuestos a los rabis. ¿Qué harías si estuvieras al mando?

—¿Yo? Supongo que le diría al general que esperásemos a mañana por la noche.

—¡Sobresaliente, soldado! Pero el general te acaba de decir que es ahora o nunca, o lo tomas o lo dejas. La división leva anclas y se larga al sur. En veinticuatro horas, todos los pájaros ya se habrán ido y serán asignados a otras misiones. El cielo estará vacío hasta donde alcance la vista. Así que parece que no tenemos otra opción. Nos toca salir y andar bajo la sombra de los rabis. —La cara de Ruiz adopta una expresión apenada—. ¿Cómo te hace sentir eso, soldado?

—¿Sentirme, sargento? —McLeod se aclara la garganta—. Bueno, si le soy sincero, hace que…

—No respondas a esa pregunta, soldado.

—Sí, sargento.

—Aclárate las ideas, hijo.

—Sí, sargento.

—¿Qué te impide patearles el culo a los rabis? ¿Tienes miedo?

«Yo sólo quiero…»

—Sí, sargento, tengo miedo.

Ruiz niega con la cabeza y da vueltas alrededor de McLeod, como un tiburón que estudia a su presa.

—Tienes que ser un hombre, hijo. El miedo es lo que te bloquea. ¿Lo entiendes?

«… ir a la universidad…»

—Sí, sargento.

—Cuando los rabis te golpean, tú se la tienes que devolver multiplicada por diez. ¿
Hooah
?

«… y leer libros…»


Hooah
, sargento.

—Si sobrevives a las próximas dos horas puedes sobrevivir a cualquier cosa. Entonces serás realmente, verdaderamente, el hijo de puta más malo del mundo. Real y verdaderamente el mejor. ¿Tengo razón?

«… y que me dejen en paz».

—Sí, sargento.

—Ten presente esto, hijo. El dolor es temporal, pero el honor es para siempre. Esto tiene que ver con cómo te verás cuando llegues a viejo, con lo que les contarás a tus nietos que hiciste durante la plaga. Así que, ¿eres un guerrero o eres un cagado de mierda?

McLeod relaja su posición y mira al jefe de escuadra a los ojos.

Es hora de ser sincero con este tipo, al menos por una vez en la vida.

—Sargento, nunca he sido un guerrero y dudo que llegue a serlo. Usted lo sabe y yo también. Pero me portaré bien con usted. Usted siempre se ha portado bien conmigo. Puede que no crea que yo lo pienso, pero es así. De modo que me portaré bien con usted. Hoy patearé culos por la escuadra.

Ruiz pestañea.

—Muy bien, entonces —dice el sargento finalmente—. Sólo sé agresivo con tu ametralladora.


Hooah
, sargento —responde McLeod, poniéndose firme y saludando.

El suboficial niega con la cabeza sin apartar su intensa mirada de McLeod.

—En realidad eres una buena pieza, soldado. ¿Alguien te lo ha dicho alguna vez?

McLeod sonríe satisfecho y le responde:

—A diario, sargento.

—Sé agresivo mientras marchemos, McLeod —concluye Ruiz con aire misterioso—. Te estaré vigilando. Ahora, saca esa sonrisa de comemierda de mi vista antes de que te patee el culo por todo el edificio.

64. Valiente o estúpido, elegid

Equipados con la impedimenta de batalla al completo, los chicos de la primera escuadra están tirados en el suelo devorando las raciones y fumándose los cigarrillos de última hora. Por lo demás, están listos para ponerse en marcha.

Mooney y Wyatt comparten la última bolsa de magdalenas que sacaron de las taquillas de los niños ricos. Ratli está encorvado sobre una bota, terminando de arreglar un cordón roto. Carrillo se saca las placas de blindaje del chaleco siguiendo las órdenes que han recibido: despojarse de cualquier peso innecesario para moverse tan rápido como les sea posible. Finnegan llena un cargador con las últimas balas que acaba de limpiar, lo que reduce la probabilidad de que la carabina se le encasquille. Al igual que el sargento McGraw, al que antes pillaron toqueteando el amuleto de la suerte que lleva en el bolsillo, los chicos también tienen sus supersticiones. Finnegan besa el cargador antes de introducirlo en la carabina. Rollins sale corriendo para ir a ver al capellán después de enterarse de que el hombre está dirigiendo la plegaria de un grupo de soldados en otra habitación.

Mooney está sentado apoyado en la pared, con la carabina entre las rodillas y la boca llena de magdalena pasada mientras escucha las historias que comparten los chicos y cómo tratan de crear lazos de camaradería. Es sumamente consciente de todo cuanto lo rodea y del lugar que ocupa dentro de la unidad. Al igual que el resto de soldados, posee un conocimiento innato que le indica que cada minuto que pasa lo acerca a una confrontación con los rabis a plena luz del día. En tan sólo media hora puede estar muerto, con el cuerpo destrozado por una turba homicida. La vida es particularmente preciosa para los condenados. Cada momento que pasa lo experimenta como una instantánea. Y también lo embarga un intenso sentimiento de amor fraternal hacia todos los otros soldados que puede que mueran.

La cosa es que, si han de morir, al menos no van a morir solos. Al final, después de todo, eso es lo único que le queda en verdad a un soldado: el escaso consuelo de morir entre amigos. Ésa es la razón por la que los soldados consideran a sus compañeros como su familia. Miran a los ojos del peligro juntos, al borde del olvido eterno.

«Es triste pensar que lo único que habrán experimentado de verdad aquellos que mueran hoy será la guerra».

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