—¿Sabes toda esa gente que nos cargamos anoche? Creo que hay mucho más de lo que nos cuentan.
—Era de esperar que me crujiera a flexiones, que me diera una ración extra de castigo o me pateara el culo, como bien decías ayer. Pero lo único que ha hecho es mandarme callar. Eso no es normal. Dios mío, tío, creo que el sargento tiene miedo.
—No me estás escuchando, campeón —replica Williams—. Deja que te haga un mapa. Aquí pasa algo muy gordo y nos vamos a meter de cabeza en ello, y eso es una mierda. ¿Me pillas?
—Ahora lo único que puedo pillar es una cagalera de cojones —le responde McLeod, asintiendo rápidamente con la cabeza—. Y pensábamos que la jodienda estaba en Iraq, donde de lo único que debías preocuparte era de que no te volaran los huevos bajo un calor de más de cincuenta grados centígrados. Caballeros, bienvenidos a la jodienda de verdad.
El resto de miembros del equipo de McLeod y Williams —el cabo Hicks y Ojo de Halcón— se reúnen con ellos. Ojo de Halcón empieza a recoger los cascos y Hicks llama al cabo Wheeler, quien dirige el segundo equipo de la escuadra, y le pregunta si hay alguna novedad con referencia a Boyd. Wheeler niega con la cabeza tristemente.
El cabo ya perdió a un hombre por el virus Lyssa en Iraq, y ahora Boyd se ha esfumado mientras montaba guardia. Meneando aún la cabeza con pesar, Wheeler se va para continuar la inspección previa al combate del soldado Johnston, el único superviviente de su equipo, al que todo el mundo llama «Bicho», pues sólo hace dos meses que acabó la instrucción.
—¿Y con qué voy a tocar los tambores si no llevo el casco? —pregunta McLeod sin causar la más mínima reacción en nadie, lo que lo pone aún más nervioso.
Ruiz se acerca y les dice que se agrupen, que ha recibido las órdenes de la operación.
—Muy bien, esto va en serio. Marcharemos hacia el norte por la acera oeste de la Primera Avenida en fila cerrada de combate y con exploradores a nuestras tres en punto. —Se da la vuelta para mirar a Hicks—. Ray, tú nos conducirás allí. Quiero que ocupes la segunda posición. ¿A quién quieres en punta?
Los soldados pestañean y se miran los unos a los otros. Incluso con las agresivas reglas de enfrentamiento, esperaban avanzar en una formación de desplazamiento habitual con guardias para controlar y bloquear el tráfico. En cambio, Ruiz ha descrito una formación de ataque —que básicamente es una formación para la jungla— para recorrer los casi dos kilómetros de marcha a través de la ciudad de Nueva York.
—A Ojo de Halcón —responde Hicks tras recobrarse con rapidez—. Está guardando los cascos. Se lo diré cuando regrese, sargento.
—Bien. —Ahora Ruiz se da la vuelta hacia Wheeler—. Adam, el teniente estará justo detrás de ti, con la escuadra de armas de apoyo. No los pierdas de vista.
—Entendido, sargento.
—Detrás de la escuadra de armas de apoyo, McGraw y la primera escuadra formarán la retaguardia. Ése es el orden de marcha de nuestra columna. Los hombres de Lewis se moverán en paralelo a nuestras tres en punto para proporcionar seguridad y reconocimiento adicional. Irán por el centro de la avenida, entre los vehículos abandonados que hay ahí fuera, así que ellos marcarán el ritmo de avance del pelotón. ¿Alguna pregunta?
McLeod y los otros entienden de tácticas. El teniente ha optado por avanzar en fila india puesto que la calle está obstruida con vehículos, y al marchar de este modo se facilita la comunicación y la movilidad. Si se añade una segunda columna, la formación resulta ideal para moverse con rapidez a través de un denso follaje, de ahí que se la conozca como «fila de jungla». Es probable que el teniente crea que les resultará igual de eficaz para moverse entre la caravana de coches pegados los unos a los otros y la basura de la calle. La segunda columna dificulta la comunicación y el movimiento, pero mitiga las mayores desventajas de la fila india, que son la vulnerabilidad a un ataque por los flancos y la incapacidad de concentrar mucho fuego contra objetivos al frente de la columna.
La pregunta que les ronda por la cabeza a todos es sobre la visión general.
—Estamos tratando esta corta marcha por Manhattan como si fuera una patrulla de combate —dice Hicks—. Exactamente, ¿quién es el enemigo y cuál es su nivel de amenaza, sargento?
—Las autoridades civiles se desmoronan —contesta Ruiz—. Como comprobamos anoche, la policía no puede controlar el número creciente de perros rabiosos. No somos policías. No disponemos de armas no letales. Pero tenemos que defendernos. Hemos recibido autorización para disparar a cualquier persona que nos ataque, incluso si van desarmados. Si disponéis de tiempo, advertís al objetivo. En caso contrario, disparáis. No vamos a correr riesgos con los perros rabiosos. ¿Entendido?
—
Hooah
, sargento —responde Hicks.
Los otros chicos sólo asienten con la cabeza, huraños. No se lo tragan ni por asomo, pero saben que es mejor no preguntar cuando los suboficiales se andan con tapujos.
—Otra cosa más que os quiero decir antes de ponernos en marcha —continúa Ruiz—. El teniente envió una patrulla de reconocimiento que llegó hace poco. Por lo que dicen, quizá veamos cosas horribles en la calle. Comprendo que os puedan entristecer, enfurecer, lo que sea. —La cara se le ensombrece—. Pero si alguno de vosotros rompe la disciplina y pone al resto del pelotón en peligro, le voy a meter la bota por el culo tan adentro que me ataré los cordones en su boca. ¿Estamos?
—Sí, sargento —responden los chicos.
—Más os vale, chicas.
—¡Sí, sargento! —gritan.
—¿Alguna otra pregunta?
McLeod abre la boca, pero no dice nada.
—Muy bien, entonces —contesta Ruiz—. Calad bayonetas.
21. Equipo completo de batalla
El pelotón se pone en marcha. Dos columnas de hombres con las bayonetas caladas hechos un manojo de nervios y desplegados a lo largo de más de sesenta metros de terreno. Los soldados visten el equipo completo de batalla; cada uno lleva su arma y munición, chaleco antibalas, mochila y dos cantimploras llenas de agua potable de Nueva York. Es mucho peso, pero los chicos se sienten más ligeros sin los cascos de casi un kilo y medio. El ambiente es bochornoso y la temperatura ha subido en este último suspiro de verano tardío, lo que hace que suden debajo del uniforme de camuflaje universal en colores canela oscuro, gris claro y marrón combinados para su utilización tanto en el desierto como en zonas urbanas. Avanzan con las armas cargadas, los seguros quitados y con luz verde para disparar. Cada soldado de la columna principal deja un intervalo de dos metros de separación con el compañero. A pesar del pequeño escándalo que provoca el tintineo y golpeteo del equipo, el pelotón se mueve sin hacer mucho ruido, mudos por las escenas de devastación de las que los avisaron de antemano los jefes de escuadra.
A sus espaldas, los doctores y las enfermeras que salieron a despedirse de ellos comienzan a entrar en el hospital con cara de preocupación.
—Dios —exclama Williams después de recorrer varias manzanas—. Esto es una locura de campeonato, el colmo de lo jodido.
—¿Se está quejando, soldado?
Williams echa una mirada atrás y ve a McLeod, quien le dedica una sonrisa de oreja a oreja y lo saluda con un gesto alegre de la mano.
—Pensaba que todos estabais nerviosos ahí atrás. ¿No te molesta esta mierda?
McLeod se lo queda mirando con una expresión inocente en el rostro.
—¿De qué estás hablando?
Williams mueve la cabeza con asombro.
La verdad es que después de pasar casi un año en los barrios más peligrosos de Bagdad, ver cadáveres y casas destruidas se ha convertido en una rutina para el soldado de primera McLeod. El hecho de que los cuerpos sean ahora de americanos no lo molesta. En cambio, se siente enfadado. Aquellos cadáveres lo molestan. McLeod ha pasado la mayor parte de su joven vida amparándose en el desprecio y el sarcasmo para racionalizar sus fallos, evitar las reacciones de estrés traumático y, por lo general, sentirse superior a todos los demás. El desprecio lo ayudó a salir de Iraq, por ejemplo. Consideraba que los iraquís eran unos suicidas por no cesar de atacar al ejército más poderoso del mundo y, por lo tanto, no se podía culpar a nadie que los ayudara a conseguir su objetivo: morir.
Y estos neoyorquinos… Bueno, lo que tienen ahí es un puñado de gente rica y exitosa que se ha llevado su merecido con una buena lección de «cómo funciona el mundo». En resumen, que a todos nos ocurren cosas malas sin importar quiénes seamos o lo que hayamos hecho, así que tampoco importa mucho ni quién eres ni lo que haces.
—¿Cuándo fue la última vez que nos ordenaron calar las bayonetas? —pregunta Williams—. ¿En la instrucción?
—Lo que no pillo es que si la cosa está tan mal que no podemos ni andar dos kilómetros sin una bala en la recámara y las bayonetas caladas, ¿por qué no nos quedamos donde estábamos? —se pregunta McLeod en voz alta—. Es como si intentaran que nos matasen.
—Lo único que sé es que este sitio me pone la piel de gallina —se queja Williams—. Debe de haber cientos de personas muertas en la Primera Avenida hasta llegar al túnel de East River. Y nadie las recoge para enterrarlas. Por algún motivo, eso es lo peor de todo.
Desde el final de la fila se oye cantar a dos tíos del primer pelotón.
El armamento estúdiate
La M15, la M16
El tío Sam conoce al enemigo
Dale fuerte, un gran golpe
Informa al mayor de lo que ves
Vamos, vamos, vamos, pues
Los chicos empiezan a hacer el payaso para animarse. Al igual que McLeod, los otros muchachos del segundo pelotón han visto la peor parte y ya se están adaptando a ello; van a paso ligero y se crecen por momentos al tiempo que permiten que su ira aumente poco a poco. En ese preciso instante, las nuevas reglas de enfrentamiento no les parecen tan escandalosas. Si los perros rabiosos han hecho esto, entonces los soldados están ansiosos por devolvérsela.
—No me digas que Rollins intenta cantar
rap
ahí atrás —dice Williams, asqueado.
McLeod se ríe.
—No, tío, es mejor aún. En realidad, Carrillo y él cantan esa vieja canción de Blondie,
Military Rap
. Espectacular.
—¿Y quién es Blondie?
—Vamos, colega. Blondie. ¡Blondie!
—Lo dicho, ¿quién es?
—Oh, tío. Esto es la bomba —afirma McLeod de corazón—. Por fin esta misión ha encontrado su banda sonora de
rock and roll
.
De pronto se da cuenta de que han dejado de cantar hace unos instantes de manera brusca.
—¡Soldado McLeod, cierra el pico! —le grita el sargento Ruiz a escasos centímetros de la oreja, haciéndole dar un bote—. Estamos en una situación de combate potencial. Eso quiere decir que nada de cantar ni hablar con las otras chicas. ¡Williams! ¿Se te ha dormido el brazo? No le apuntes a Ojo de Halcón al culo. ¡Es de los nuestros! Johnston, guarda esa maldita cámara. Estate alerta y vigila tu sector, capullo. Y Ojo de Halcón, ¿qué demonios miras ahí arriba? Se supone que tienes que liderar este pelotón.
—Lo siento, sargento —se disculpa Ojo de Halcón.
—Ahora mismo eres los ojos de este pelotón, pero estás mirando a todo excepto a la calle. ¿Qué problema tienes, hijo?
—Bueno, nunca había estado en Nueva York, sargento —responde Ojo de Halcón con timidez.
—¿Cómo dices, soldado?
—Me dijeron que las Naciones Unidas estaban por aquí.
—¿Estabas haciendo turismo? —pregunta Ruiz con incredulidad.
—Sí, sargento. Lo siento.
—Míralo bien antes de que desaparezca, Ojo de Halcón —dice McLeod.
El jefe de escuadra niega con la cabeza, controlando a duras penas la cólera.
—¡Seguid concentrados y cerrad el pico, señoritas! —Se da la vuelta y ve que el cabo Hicks está detrás de él, muy pálido—. Cabo, no me iría mal tu ayuda para mantener este circo a raya.
—Sí, sargento.
—¿Estás bien, Ray? —le pregunta Ruiz en voz baja.
—Sí, sargento —responde Hicks—. Acabo de ver… Ella se parecía a… Es igual, sargento. No tiene importancia.
—Sea lo que sea, apártalo de tu mente —gruñe Ruiz—. Tenemos trabajo que hacer.
—Entendido, sargento.
Ojo de Halcón se da la vuelta de repente y levanta la palma de la mano extendida para que todos la vean.
La columna se detiene de inmediato.
22. Alto de seguridad
Los soldados se ponen a cubierto con lo que tienen más cerca y se agachan, sin dejar de vigilar sus sectores para así proporcionar un perímetro de seguridad de trescientos sesenta grados alrededor del pelotón. Al cabo de unos instantes, la columna de Lewis, que avanza por la derecha, también se desperdiga en busca de cobertura y se detiene.
Ojo de Halcón se pasa la mano repetidas veces por delante de la garganta para indicar que hay peligro delante, y entonces se golpea el pecho dos veces, pidiendo así que se acerque el jefe de escuadra.
El sargento Ruiz avanza con rapidez hacia Ojo de Halcón, manteniéndose agachado.
—¿Qué tienes?
—No estoy del todo seguro. Pero escuche, sargento.
Ruiz cierra los ojos. No puede oír nada. Se pregunta si tal vez el pelotón tendría que hacer un alto de seguridad, en los que todo el mundo se pone cómodo y se queda en completo silencio.
—No oigo nad… —empieza a decir.
Ojo de Halcón lo interrumpe levantando la mano. Ruiz se calla y alza el puño para que el pelotón lo vea; la señal es indicativa de que permanezcan quietos, que no se muevan ni un milímetro.
Empiezan a oírse chillidos que trae la brisa cambiante que sopla en una calle que discurre de este a oeste, más adelante. Apenas se distinguen del zumbido de fondo de la ciudad de Nueva York.
—Me parece que ahí pasa algo —dice Ojo de Halcón—. Suena como una chica que grita pidiendo socorro.
—Como mucha gente gritando —puntualiza Ruiz—. Como si estuvieran en un matadero.
Ruiz aprieta el botón del auricular e informa al teniente sin alzar la voz.
Bowman, que está a unos quince metros detrás de él, contesta por el aparato.
—¿El sonido procede de la calle Treinta y ocho o de la Treinta y nuve? Cambio.
—Creemos que es de la 39. Cambio —responde Ruiz mirando a Ojo de Halcón, que asiente.
—Aquí Perro de guerra Dos a todas las escuadras Perro de guerra Dos. Órdenes de fragmentación a continuación. —Silencio—. Tomaremos una ruta alternativa hasta el objetivo. —Silencio—. Giren a la izquierda en la calle Treinta y ocho y diríjanse hacia el oeste. Cambio.