Nueva York: Hora Z (19 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Con la mente paralizada por la violencia y la adrenalina, al principio Petrova fue incapaz de articular palabra, estupefacta al ver que sus colegas estaban llevando a cabo tareas triviales como si no ocurriera nada.

—Escúchenme… —les dijo con voz temblorosa. Tuvo que hacer una pausa al haberse quedado sin aliento de repente.

El doctor Fred Sims, que con sesenta y ocho años era el científico de mayor edad del equipo, se dio la vuelta y la miró enfurecido por haberlos interrumpido. La repasó con la mirada y entonces advirtió la cara sudorosa, el cabello despeinado, la sangre que le manchaba la bata y el reluciente palo de golf que asía en las manos.

—Doctora Petrova, no tiene buen aspecto —le dijo, mirándola por encima de las gafas—. ¿No le parece que aún es un poco pronto para… lo que quiera que esté haciendo?

—Corremos un serio peligro.

—Ahora, si le parece, salga de mi condenado laboratorio.

Petrova cerró los ojos y golpeó el suelo con fuerza con el pie derecho.

—Le he dicho que se marche.

—¡Pero doctor Sims…!

—Usted está contaminando mi trabajo —dijo él, haciendo una pausa entre palabra y palabra.

—Frederick, escúcheme… —insistió ella.

Sims enarcó las cejas, sorprendido.

—Conque Frederick, ¿no? De acuerdo, vale. ¿Qué sucede pues, hija mía? —Desvió la mirada por encima del hombro de Petrova—. Por el amor de Dios, ¿y qué le ha ocurrido a usted, mi buen señor?

Petrova se dio la vuelta y vio a Baird entrar renqueante en el laboratorio, con un espasmo violento en el cuello y relamiéndose mientras la sangre y la saliva le caían por la barbilla y le ensuciaban la camiseta.

Cohen se tambaleó dando varios pasos hacia atrás. A Petrova, la mujer le dio la impresión de torpeza y pesadez.

—No lo entiendo —dijo Sims, abriendo los ojos alarmado—. Esto es muy extraño. ¿De qué va todo esto?

Los ojos inyectados en sangre de Baird se centraron en el palo de golf que Petrova llevaba en las manos. De repente, Baird se quedo quieto y ceñudo, y emitió un gruñido desde lo más profundo de la garganta al tiempo que un chorro de saliva salía de su boca contraída.

Cohen tropezó con una silla que tenía detrás y la derribó.

Como si hubiera estado esperando una indicación, Baird se abalanzó con un gruñido animal.

Cohen huyó a todo correr por otra puerta que había en el laboratorio seguida por Petrova.

A su espalda, Sims emitió un único grito ahogado.

No había nadie en el pasillo cuando Petrova llegó a él. Cohen había desaparecido. Petrova echó a correr tan rápido como le fue posible, dobló en una esquina y chocó contra Stringer Jackson. La nariz le dolió y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se había olvidado por completo de que él estaba sentado en el centro de mando de seguridad, observándolos por las cámaras de vigilancia.

Petrova se dio la vuelta y señaló con la mano, farfullando y lloriqueando, incapaz de expresarse.

—Lo sé —la tranquilizó Jackson—. Yo me ocupo. ¿Sabe cómo llegar al centro de mando?

Petrova asintió.

—Entonces, vaya —le dijo—. La puerta está abierta. Entre y eche el pestillo. No tardaré en regresar.

Durante un breve instante se preguntó cómo Stringer Jackson —el entrecano policía retirado, de mediana edad y con sobrepeso— iba a ocuparse de Baird en un combate mano a mano y, además, ganar. Pero no le importaba. Ella había cumplido con su parte. A partir de aquí, los profesionales tenían que tomar el relevo.

No vio lo que ocurrió a continuación.

No tardó en llegar al centro de mando de seguridad y se cobijó debajo de la mesa del operador, temblando de miedo. El runrún y el calor de los aparatos electrónicos la arrullaron hasta sumirla en un profundo sueño casi de manera inmediata.

36. Gracias a Dios no es un perro rabioso

Más que humana, la voz suena como el chillido de un ratón.

—¿Quién es? —pregunta otra vez Petrova, que sujeta con fuerza el teléfono con la mano sudorosa.

—Estoy sola y necesito que alguien venga a rescatarme.

Por algún motivo, Petrova se imagina a su hijo Alexander hablando por teléfono en una habitación oscura y con pocos muebles en Londres. Completamente solo.

—Por favor, dígame quién es —vuelve a preguntar Petrova, dejándose llevar por el pánico.

—Soy Sandy. Sandy Cohen.

—Sé quién eres, Sandy.

Petrova no la conoce mucho. La mujer es una técnico de laboratorio, al igual que Marsha Fuentes, y trabaja en el instituto desde hace unos seis meses. Siempre lleva gafas de gruesa pasta negra, un rasgo por el cual Petrova la reconoce.

—Acabamos de vernos en el laboratorio.

—Así es. ¿Dónde estás?

—Tengo que hablar en voz baja o me encontrará. ¿Qué es lo que está pasando aquí?

—Hay perros rabiosos en el edificio, que están convirtiendo al resto del personal en perros rabiosos al morderlos —le explica Petrova.

—No la entiendo —responde Cohen con un hilo de voz.

—¿Dónde estás, Sandy?

—Estoy en el despacho del doctor Saunders. Éste es su teléfono.

—Bien. Espera un momento.

—¿He llamado a la sala de seguridad? Yo llamaba a Stringer.

—Por favor, no hables, Sandy.

Petrova observa las imágenes proyectadas sobre las enormes pantallas de la pared. Una de ellas muestra un pasillo vacío con una larga y oscura mancha en el suelo mientras que en la otra aparece el ahora desierto laboratorio del lado este. Mira la pantalla del ordenador que hay sobre la mesa y ve una serie de iconos que se utilizan para controlar las funciones de seguridad del centro. La interfaz es bastante intuitiva, por lo que, en breves instantes, es capaz de acceder a todas las cámaras de seguridad del edificio. Nunca se había dado cuenta de que el edificio estuviera tan vigilado y contara con cámaras en todos los lugares públicos.

Las cosas han cambiado mucho desde que se escondió debajo de la mesa del operador y se durmió.

Baird está tumbado boca abajo en uno de los pasillos, al final de una mancha de color rojo oscuro. Sufre violentas convulsiones. Es probable que esté a punto de morir a causa de las heridas. Quién sabe el daño que le causó al golpearlo con el palo de golf. O el que se infligió él mismo al atravesar la puerta. A saber qué le haría Jackson después.

En otra pantalla que muestra el pasillo en el exterior del laboratorio del lado oeste, Lucas y Fuentes cazan juntos y olisquean las puertas.

Petrova los observa con atención.

«No se atacan entre ellos. Sólo nos atacan a nosotros —piensa la doctora—. ¿Será ésa la razón de su hedor? ¿Una pista olfativa para saber que la otra persona ya está infectada y que, por lo tanto, no representa una amenaza? ¿De qué otra manera podrían reconocerse?»

Pasan junto a Saunders, que yace en el suelo. A pesar de sufrir convulsiones, se pone en pie con dificultad. Le han arrancado una oreja de un mordisco, pero no parece importarle.

Petrova pulsa un botón del teclado y otra imagen se proyecta en la pared.

La imagen muestra el majestuoso vestíbulo de entrada y la muchedumbre. Muchos agitan la mano hacia la cámara. Una guapa rubia en medio del grupo —a la que Petrova reconoce como la actriz de una serie de televisión que solía ver— sostiene un cartel. ¡Ahora! O nos cargamos al otro, se lee en él.

A pesar de fascinarla, lo que ocurre ahí abajo no representa su preocupación más inmediata. Se obliga a seguir explorando las instalaciones mediante las cámaras.

Pasillos vacíos.

Un vestíbulo de ascensores vacío.

Un auditorio vacío.

Una sala de archivos vacía.

Un pasillo en que el cuerpo roto de un hombre mantiene abierta la puerta del aseo de caballeros del ala este. Petrova reconoce el cadáver al momento. Es el del doctor Sims.

Su primer pensamiento es que Sims ha muerto.

No es capaz de evitar el segundo, lo que la avergüenza.

«Gracias a Dios no es un perro rabioso».

En la imagen proyectada sobre la otra pantalla, Joe Hardy está tumbado de espaldas sobre un gran charco de su propia sangre en el laboratorio del ala oeste. Tiene los ojos abiertos y una máscara de terror en el rostro. De manera sorprendente, sobrevivió el tiempo suficiente para coger el teléfono, que ahora sostiene en la mano. Petrova se pregunta si llegó a contestar.

No soporta seguir mirándolo y cambia a una imagen de otro pasillo. Un par de piernas enfundadas en pantalones de caballero sobresalen de uno de los despachos. Otra persona atacada.

—¿Hola? Soy Sandy. ¿Sigue ahí, doctora Petrova?

—Dame un minuto más, Sandy.

—Pensaba en el doctor Sims. Está muerto, ¿verdad?

—Espera, por favor.

—Lo hemos dejado ahí y ha muerto, ¿verdad?

—Sandy, por favor. Trato de encontrar la manera de sacarte de ahí sana y salva.

Petrova hace una pasada rápida por el resto de imágenes. Todas ellas muestran espacios vacíos, y realiza un rápido cálculo mental: como máximo quedan cinco personas no infectadas, incluidas Sandy Cohen y ella misma, escondiéndose en diferentes sitios; probablemente, en los despachos.

«Repásalas otra vez», le dice una voz en su cabeza.

Petrova revisa las imágenes de las cámaras de seguridad en orden inverso, sin buscar nada en particular. Lo que fuera que intentaba decirse, se le ha ido de la cabeza.

—¿Qué estoy buscando? —pregunta en voz alta, irritada.

—¿Doctora Petrova? ¿Hay alguien más con usted?

—No, Sandy. Estoy sola.

—¿Stringer no está ahí?

—Estoy hablando conm…

«¡Stringer!», grita la voz en su cabeza de repente.

Sin prestar atención a las preguntas de Cohen, pulsa en la imagen en que se ve a Sims tumbado en el umbral de la puerta del aseo de caballeros.

—¡Oh! —exclama Petrova en voz baja.

En segundo plano y gracias al espejo de la pared del aseo en el que se mira Jackson, lo localiza. Está algo lejos de la cámara como para que la resolución sea muy buena, aunque lo bastante cerca como para que Petrova vea lo que hace.

Se toca el ojo derecho con mucha cautela. Mejor dicho, el ojo izquierdo que parece el ojo derecho en el espejo. Sí, se toca el ojo.

O mejor dicho, lo que le queda del ojo.

Jackson, el policía retirado, con sobrepeso y sin forma física, acabó con Baird. Pero éste lo mordió en la cara y le destrozó el ojo izquierdo.

Sin duda alguna, Jackson se encuentra en estado de
shock
. Y casi con toda seguridad, infectado.

Aún no se ha convertido en uno de ellos, pero sólo es cuestión de tiempo.

37. Confía en mí

Ahora hay cuatro personas infectadas en su sección del edificio y dos, o quizá tres, supervivientes no infectados atrapados en el interior con ellos.

—Sandy, escúchame —dice Petrova por el teléfono—. Estoy comprobando las imágenes de las cámaras de seguridad y estoy viendo el pasillo fuera del despacho del doctor Saunders.

—¿Puede ver si el doctor Baird continúa por ahí?

—Ha dejado de ser el doctor Baird, Sandy —contesta Petrova—. De cualquier manera, está muerto.

—Oh, Dios mío.

Petrova sostiene el teléfono con fuerza. Tiene la mano y la oreja empapadas de sudor.

—Los doctores Lucas y Saunders han resultado infectados y se han convertido en perros rabiosos —explica Petrova—. Al igual que Marsha Fuentes.

—¿Ahora hay tres de esas cosas?

—Eso me temo. En verdad, son cuatro. También han mordido a Stringer Jackson. Aún no se ha convertido en un perro rabioso, pero creo que no tardará mucho. Por ello, es primordial que trates de llegar hasta mí ahora. Aquí estaremos seguras.

—Pero eso no puede ser. Uno no se convierte en perro rabioso a causa de un mordisco. Sólo te conviertes si el virus llega al cerebro. Y ningún virus tiene un período de incubación tan corto…

Petrova suspira enérgicamente.

—No voy a entrar en detalles ahora, pero lo que te digo es verdad.

—Bueno, yo no me puedo quedar aquí para siempre con esas cosas alrededor, doctora Petrova —responde Cohen, con un timbre histérico en la voz—. Tiene que ayudarme. Tiene que hacer que se vayan.

—No puedo, Sandy.

—Haga que se vayan. Por favor. Por favor.

—Escúchame. No está a mi alcance forzarlos a que se vayan, pero veo dónde están a través de las cámaras de seguridad. Con lo que puedo decirte cuándo tienes el camino despejado para venir aquí.

—¿Quiere que abandone el despacho para salir ahí? ¿Se ha vuelto loca?

—Ahora mismo, el doctor Lucas y Marsha Fuentes están en el auditorio y se dirigen hacia el vestíbulo del ascensor —dice Petrova, revisando las imágenes de las cámaras de seguridad. Se sorprende al comprobar lo rápido que se mueven los perros rabiosos—. Y el doctor Saunders se encuentra en el despacho del doctor Hardy.

—¡Saunders está demasiado cerca! —se desespera Cohen.

—Si sales ahora, puedes lograrlo.

—¿Y qué pasa si hay otro de esos perros rabiosos en uno de los despachos?

Petrova admite para sus adentros que tal posibilidad puede ser cierta, pero no hay ninguna manera de conducir a Cohen hasta la seguridad que ofrece el centro de mando sin que abandone en algún momento la relativa protección que le ofrece el lugar donde se esconde ahora. No hay nada seguro. Tiene que arriesgarse o quedarse donde está, aislada y sin comida, agua o ayuda.

—Sé de buena tinta que no hay más perros rabiosos —miente Petrova—. Confía en mí. ¿Sabes llegar al centro de mando?

—Pero si cuelgo no sabré dónde están.

—Ahora es un buen momento para que salgas del despacho del doctor Sims y vengas aquí.

Petrova oye que Cohen respira hondo varias veces, armándose de valor.

—¡No! —dice al fin Cohen—. ¡No puedo!

—¿Tienes un teléfono móvil? —pregunta Petrova, después de pensar durante unos instantes—. Si es así, estaremos conectadas y te puedo conducir hasta aquí con seguridad.

—Sí, tengo uno. Pero todas las líneas están ocupadas, ¿no?

—A veces coges línea. Inténtalo, por favor. —Petrova le lee a Cohen el número de teléfono directo del centro de mando de seguridad—. Llámame. Prueba varias veces. Si no funciona, llámame por el interfono. De momento sabemos que funciona.

Antes de que Cohen pueda contestar, Petrova cuelga.

El silencio es inquietante.

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