Authors: Eiji Yoshikawa
Los espadachines de la escuela Yoshioka se reunieron en un campo yermo al lado del acceso Nagasaka a la carretera de Tamba. Más allá de los árboles que bordeaban el campo, el resplandor de la nieve en las montañas al noroeste de Kyoto daba una impresión de relámpagos.
Uno de los hombres sugirió que encendieran una fogata, señalando que sus espadas parecían actuar como conductores y transmitían el frío directamente a sus cuerpos. Era el noveno día del nuevo año y la primavera había llegado
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. Un viento frío soplaba desde el monte Kinugasa y hasta los pájaros parecían desamparados.
—Arde bien, ¿eh?
—Sí, pero será mejor tener cuidado, no vayamos a provocar un incendio en la broza.
El fuego crepitante les calentaba manos y pies, pero poco después Ueda Ryōhei, agitando la mano ante sus ojos para disipar el humo, refunfuñó:
—¡Hace demasiado calor! —Fulminando con la mirada a un hombre que se disponía a echar más leña al fuego, exclamó—: ¡Es suficiente! ¡No sigas!
Transcurrió una hora sin ningún acontecimiento.
—Ya deben de ser más de las seis.
Como un solo hombre, sin pensarlo siquiera, todos dirigieron los ojos hacia el sol.
—Cerca de las siete.
—El Joven Maestro ya debería estar aquí.
—Se presentará de un momento a otro.
Con los semblantes tensos, observaron inquietos la carretera que partía de la ciudad. Varios de ellos tragaban saliva nerviosamente.
—¿Qué puede haberle ocurrido?
El mugido de una vaca rompió el silencio. En otro tiempo el campo había sido usado como pasto de las vacas del emperador, y aún había en la vecindad vacas de las que no cuidaba nadie. El sol se levantó más, trayendo consigo el calor y el olor del estiércol y la hierba seca.
—¿No creéis que Musashi ya debe de estar en el campo junto al Rendaiji?
—Es posible.
—Que alguien vaya a ver. Sólo está a seiscientas varas.
Nadie estaba deseoso de alejarse. Volvieron a guardar silencio, sus rostros ardientes en las sombras arrojadas por el humo.
—¿No habrá algún error sobre las instrucciones?
—No, Ueda las recibió anoche directamente del Joven Maestro. No puede haber error alguno.
Ryōhei lo confirmó.
—Es cierto. No me sorprendería que Musashi ya esté allí, pero es posible que el Joven Maestro se retrase a propósito para ponerle nervioso. Esperemos. Si hacemos un falso movimiento y damos a la gente la impresión de que vamos a ayudar al Joven Maestro, será una deshonra para la escuela. No podemos hacer nada hasta que él llegue. ¿Quién es Musashi a fin de cuentas? Tan sólo un rōnin. No puede ser tan bueno.
Los estudiantes que habían visto a Musashi en acción en el dōjō de la escuela el año anterior tenían otra idea, pero incluso a ellos les resultaba impensable que Seijūrō perdiera. Eran de la opinión de que, aunque Seijūrō iba a ganar, no podían descartarse los accidentes. Además, puesto que el combate había sido anunciado públicamente, habría muchos espectadores, cuya presencia, a juicio de los estudiantes, no sólo aumentaría el prestigio de la escuela sino que realzaría la reputación personal de su maestro.
A pesar de que Seijūrō les había dado instrucciones concretas de que bajo ninguna circunstancia debían ayudarle, cuarenta de ellos ya se habían reunido allí para esperar su llegada, decirle unas palabras de estímulo y estar a mano..., por si acaso. Además de Ueda, estaban presentes cinco de los Diez Espadachines de la casa de Yoshioka.
Eran más de las siete, y a medida que el espíritu sereno impuesto por Ryōhei cedía el paso al aburrimiento, farfullaban descontentos.
Los espectadores que se encaminaban al lugar del encuentro les preguntaban si había algún error.
—¿Dónde está Musashi?
—¿Dónde está el otro..., Seijūrō?
—¿Quiénes son todos esos samurais?
—Probablemente están aquí para ayudar a uno u otro.
—¡Extraña manera de celebrar un duelo! Los ayudantes están aquí y los combatientes no.
Aunque la multitud era cada vez más densa e iba en aumento el vocerío, los espectadores eran demasiado prudentes para aproximarse a los estudiantes de la escuela Yoshioka, los cuales, por su parte, no reparaban en las cabezas asomadas entre los marchitos miscanthus o que les miraban desde las ramas de los árboles.
Jōtarō deambulaba en medio de la multitud, levantando nubéculas de polvo. Con su espada de madera más larga que él y calzado con unas sandalias que le iban demasiado grandes, iba de una mujer a otra, examinando sus caras. «No, ésta tampoco —murmuraba para sí—. ¿Qué puede haberle ocurrido a Otsū? Sabe que hoy es el día de la pelea.» Estaba seguro de que la joven se encontraba allí, pues Musashi podía correr peligro. ¿Qué podía retenerla?
Pero su búsqueda fue infructuosa, aunque caminó pesadamente hasta la extenuación. «Qué extraño es esto —se dijo—. No la he visto desde el día de Año Nuevo. ¿Estará enferma? Esa vieja bruja con la que se marchó decía unas cosas convincentes, pero tal vez era una trampa. Quizá le esté haciendo algo terrible a Otsū.»
Esa posibilidad le inquietaba de un modo atroz, mucho más que el resultado de la pelea, la cual no le causaba ningún recelo. Entre los centenares de personas que se habían congregado allí, apenas había una sola que no esperase la victoria de Seijūrō. Sólo Jōtarō tenía una fe inquebrantable en Musashi. Cruzaba por su mente la imagen de su maestro enfrentado a las lanzas de los sacerdotes del Hōzōin en la planicie de Hannya.
Finalmente, se detuvo en medio del campo. «Hay otra cosa extraña —musitó para sí—. ¿Qué hace toda esta gente aquí? Según el aviso, la pelea tendrá lugar en el campo junto al Rendaiji.» Parecía ser la única persona intrigada por ese motivo.
Alguien, entre la multitud pululante, le llamó con voz áspera.
—¡Eh, muchacho! ¡Ven aquí!
Jōtarō reconoció al hombre. Era el que había estado mirando a Musashi y Akemi mientras éstos susurraban en el puente la mañana de Año Nuevo.
—¿Qué quieres, señor? —le preguntó Jōtarō.
Sasaki Kojirō se le acercó, pero antes de hablar le miró lentamente de la cabeza a los pies.
—¿No te he visto recientemente en la avenida Gojō?
—Ah, lo recuerdas.
—Estabas con una mujer joven.
—Sí, era Otsū.
—¿Es ése su nombre? Dime, ¿tiene alguna relación con Musashi?
—Yo diría que sí.
—¿Es su prima?
—No.
—¿Hermana?
—No.
—¿Y bien?
—A ella le gusta.
—¿Son amantes?
—No lo sé. Yo sólo soy su alumno. —Jōtarō meneó la cabeza orgullosamente.
—De modo que por eso estás aquí. Mira, la gente se impacienta. Tú debes de saber dónde está Musashi. ¿Ha salido de su posada?
—¿Por qué me lo preguntas? No le he visto desde hace mucho tiempo.
Varios hombres se abrieron paso entre la multitud, acercándose a Kojirō .
Éste fijó en ellos una mirada de halcón.
—¡Ah, así que estás aquí, Sasaki!
—¡Vaya, si es Ryōhei!
—¿Dónde has estado durante todo este tiempo? —le preguntó Ryōhei, cogiendo la mano de Kojirō como si le hiciera prisionero—. No has ido al dōjō en los últimos diez días. El Joven Maestro quería practicar un poco contigo.
—¿Qué importa si he estado ausente? Ahora estoy aquí.
Colocándose discretamente alrededor de Kojirō , Ryōhei y sus camaradas le condujeron a la fogata.
Entre los espectadores que habían visto la larga espada y el llamativo atuendo de Kojirō se extendió un rumor:
—¡Ése es Musashi, sin duda!
—¿Es él?
—Lleva una ropa muy vistosa, pero no parece débil.
—¡Ése no es Musashi! —exclamó Jōtarō desdeñosamente—. ¡Musashi no es así en absoluto! ¡Jamás le veréis disfrazado como un actor de Kabuki!
Poco después, incluso aquellos que no habían oído la protesta del muchacho se dieron cuenta de su error y retrocedieron, preguntándose qué estaba ocurriendo allí.
Kojirō estaba en pie entre los estudiantes de Yoshioka, observándolos con evidente desprecio. Ellos le escuchaban en silencio, pero con hoscos semblantes.
—No hay mal que por bien no venga —decía Kojirō —, y es una suerte para la casa de Yoshioka que ni Seijūrō ni Musashi hayan llegado a tiempo. Lo mejor que podéis hacer es dividiros en grupos, distraer a Seijūrō y llevarle rápidamente a casa antes de que sufra algún daño.
Esta cobarde propuesta les enfureció, pero Kojirō siguió diciendo:
—Lo que os aconsejo sería más beneficioso para Seijūrō que cualquier ayuda que pueda recibir de vosotros. —Entonces, con bastante grandilocuencia, añadió—: El cielo me ha enviado como mensajero por el bien de la casa de Yoshioka. Os haré mi predicción: si luchan, Seijūrō perderá. Siento tener que decirlo, pero es indudable que Musashi le derrotará, tal vez incluso le mate.
Miike Jūrōzaemon se enfrentó al joven, sacando el pecho, y le gritó:
—Eso es un insulto. —Con el codo derecho entre su rostro y el de Kojirō , estaba preparado para desenvainar la espada y atacar.
Kojirō bajó la vista y sonrió.
—Entiendo que no te gusta lo que he dicho.
—¡Agh!
—En ese caso, lo siento —dijo Kojirō en tono despreocupado—. No intentaré seguir ayudándoos.
—En primer lugar, nadie te ha pedido tu ayuda.
—Eso no es del todo cierto. Si no teníais necesidad de mi ayuda, ¿por qué habéis insistido en que fuese desde Kema a vuestra casa? ¿Por qué os habéis esforzado tanto por tenerme contento? ¡Tú, Seijūrō, todos vosotros!
—Hemos sido corteses con un huésped, ni más ni menos. Te tienes en alta estima, ¿no es cierto?
—¡Ja, ja, ja, ja! No sigamos por ese camino, antes de que tenga que enfrentarme a todos vosotros. ¡Pero os advierto que si desoís mi profecía lo lamentaréis! He comparado a los dos hombres con mis propios ojos, y he visto que las posibilidades de que Seijūrō pierda son abrumadoras. La mañana de Año Nuevo Musashi estaba en el puente de la avenida Gojō. En cuanto le vi, supe que es peligroso. A mi modo de ver, ese letrero que pusisteis allí parece más bien un anuncio de luto por la casa Yoshioka. Es muy triste, pero parece ser una característica universal que los hombres nunca sean conscientes de que están acabados.
—¡Ya basta! ¿Por qué has venido aquí si tu único propósito era hablar de esa manera?
Kojirō replicó en tono sarcástico:
—También parece típico de la gente en declive que no acepten un acto de amabilidad con el espíritu en que se les ha ofrecido. ¡Adelante! ¡Pensad lo que gustéis! Ni siquiera tendréis que esperar a que finalice el día. Dentro de una hora, quizá menos, sabréis cuan equivocados estáis.
—¡Canalla! —le gritó Jūrōzaemon.
Cuarenta hombres dieron un paso adelante, su cólera irradiando oscuramente sobre el campo.
Kojirō reaccionó con seguridad en sí mismo. Saltando rápidamente a un lado, demostró con su postura que si buscaban pelea, él estaba preparado. La buena voluntad que antes les había mostrado ahora parecía un engaño. Un observador podría haberse preguntado si no estaba utilizando la psicología de las masas a fin de crear la oportunidad de acaparar toda la atención en detrimento de Musashi y Seijūrō.
Una oleada de agitación se extendió entre los que estaban lo bastante cerca para ver la escena. Aquélla no era la lucha que habían ido a ver, pero prometía ser interesante.
En medio de la atmósfera cargada de peligro corría una muchacha. Detrás de ella, avanzando veloz como una pelota que rodara, corría un pequeño mono. La joven se interpuso entre Kojirō y los espadachines de Yoshioka y gritó:
—¡Kojirō! ¿Dónde está Musashi? ¿No está aquí?
El aludido se volvió hacia ella, encolerizado.
—¿Qué significa esto?
—¡Akemi! —exclamó uno de los samurais—. ¿Qué está haciendo aquí?
—¿A qué has venido? —inquirió Kojirō bruscamente—. ¿No te dije que no lo hicieras?
—¡No soy tu propiedad privada! ¿Por qué no puedo estar aquí?
—¡Calla y vete ahora mismo! —le gritó Kojirō , empujándola suavemente—. Vuelve a la Zuzuya.
Akemi, jadeante, sacudió la cabeza con una expresión inflexible.
—¡No me des órdenes! Me quedé contigo, pero no te pertenezco. Yo... —La emoción le embargó la voz y se echó a llorar—. ¿Cómo puedes decirme lo que debo hacer después de lo que me has hecho? ¿Después de atarme y dejarme abandonada en el segundo piso de la posada? ¿Después de intimidarme y torturarme cuando dije que estaba preocupada por Musashi?
Kojirō abrió la boca, dispuesto a hablar, pero Akemi no le dio ocasión.
—Uno de los vecinos me oyó gritar, entró y me desató. ¡Estoy aquí para ver a Musashi!
—¿Has perdido el juicio? ¿Es que no ves a la gente a tu alrededor? ¡Calla!
—¡No quiero! No me importa quién me oiga. Dijiste que hoy morirá Musashi..., que si Seijūrō no podía con él, actuarías como su segundo y matarías tú mismo a Musashi. ¡Tal vez estoy loca, pero Musashi es el único hombre en mi corazón! ¡Tengo que verle! ¿Dónde está?
Kojirō chascó la lengua, pero se había quedado sin habla ante el virulento ataque de la muchacha.
A los hombres de Yoshioka, Akemi les parecía demasiado turbada para darle crédito. Pero tal vez había algo de cierto en lo que decía. Y en ese caso, Kojirō había utilizado la amabilidad como un señuelo y luego la había torturado para su propio placer.
Viéndose en un aprieto, Kojirō la miró ferozmente, sin ocultar su odio.
De súbito desvió su atención uno de los ayudantes de Seijūrō, un joven llamado Tamihachi. Corría como un loco, agitando los brazos y gritando.
—¡Ayuda! ¡Es el Joven Maestro! ¡Se ha batido con Musashi y está herido! ¡Oh, es terrible, espantoso!
—¿Qué estás farfullando?
—¿El Joven Maestro? ¿Musashi?
—¿Dónde? ¿Cuándo?
—¿Estás diciendo la verdad, Tamihachi?
Las preguntas se atropellaban, y los rostros de quienes las hacían presentaban de repente una palidez mortal.
Tamihachi siguió gritando de una manera inarticulada. Sin responder a las preguntas ni detenerse a recobrar el aliento, echó a correr dando traspiés, regresando a la carretera de Tamba. Entre incrédulos y dubitativos, sin saber realmente qué pensar, Ueda, Jūrōzaemon y los demás corrieron tras él como animales salvajes a través de una llanura en llamas.
A unas quinientas varas hacia el norte llegaron a un campo yermo que se extendía más allá de los árboles a la derecha, bañado por la luz del sol y en apariencia sereno e inalterado. Tordos y alcaudones, que trinaban como si nada hubiera ocurrido, se apresuraron a emprender el vuelo cuando Tamihachi se abrió paso bruscamente entre la hierba. Trepó a una elevación que parecía un antiguo túmulo funerario y se hincó de rodillas. Arañando la tierra, se puso a gemir y gritar: