Authors: Eiji Yoshikawa
Encima del puente, Musashi asentía mientras Akemi le susurraba fervientemente. La muchacha había lanzado su orgullo al viento y le estaba contando todo lo ocurrido, con la esperanza de persuadirle para que fuese sólo suyo. No era fácil discernir si las palabras penetraban más allá de los oídos de Musashi. Por mucho que asintiera, su expresión no era la de un hombre que dice dulces naderías a su amada. Por el contrario, sus pupilas tenían un brillo incoloro y frío, y se centraban con fijeza en algún objeto determinado.
Akemi no se daba cuenta de esa actitud. Completamente absorta, parecía un tanto sofocada mientras trataba de analizar sus sentimientos.
Finalmente suspiró.
—Te he contado todo lo ocurrido, sin ocultarte nada. —Se arrimó más a él y le dijo tristemente—: Han pasado más de cuatro años desde la batalla de Sekigahara. He cambiado tanto física como espiritualmente. —Entonces se echó a llorar y exclamó—: ¡No! En realidad no he cambiado. Mi sentimiento por ti sigue siendo el mismo. ¡Estoy absolutamente segura de ello! ¿Lo comprendes, Musashi? ¿Comprendes lo que siento?
—Humm.
—¡Por favor, trata de comprenderlo! Te lo he dicho todo. No soy la inocente flor silvestre que era cuando nos encontramos al pie del monte Ibuki. Sólo soy una mujer ordinaria que ha sido violada... Pero ¿la castidad depende del cuerpo o del espíritu? ¿Es realmente casta una virgen que tiene pensamientos lascivos?... Perdí mi virginidad a manos de... No puedo decir su nombre, pero mi corazón sigue siendo puro.
—Humm, humm.
—¿Es que no sientes nada por mí? No puedo ocultar secretos al hombre a quien amo. Me preguntaba qué te diría cuando te viera. ¿Debería contártelo o no? Pero entonces lo vi claro. No podría engañarte aun cuando lo deseara. ¡Compréndeme, por favor! ¡Di algo! Dime que me perdonas. ¿O acaso me consideras despreciable?
—No, yo...
—¡Cuando pienso de nuevo en ello me pongo tan furiosa...! —Apoyó el rostro en el pretil—. Mira, me avergüenza pedirte que me quieras. No tengo derecho a hacerlo, pero..., pero... En mi corazón aún soy virgen, todavía atesoro mi primer amor como una perla. No he perdido ese tesoro y no lo perderé, ¡al margen de la clase de vida que lleve o los hombres con los que me ponga en contacto el azar!
Sus sollozos hacían que temblara cada hebra de su cabellera. Bajo el puente en el que caían sus lágrimas, el río, brillante bajo el sol del Año Nuevo, fluía como los sueños de Akemi hacia una eternidad de esperanza.
—Humm...
Mientras el patetismo del relato que le contaba la muchacha provocaba a menudo gestos de asentimiento y sonidos guturales por parte de Musashi, los ojos de éste permanecían fijos en aquel punto a lo lejos. Cierta vez su padre observó: «No eres como yo. Mis ojos son negros, pero los tuyos son marrón oscuro. Dicen que tu tío abuelo, Hirata Shōgen, tenía unos ojos marrones aterradores, de modo que quizá has salido a él». En aquel momento, bajo los rayos sesgados del sol, los ojos de Musashi tenían una pura e impecable tonalidad coralina.
«Tiene que ser él», pensó Sasaki Kojirō , el hombre apoyado en el sauce. Había oído hablar de Musashi muchas veces, pero aquélla era la primera vez que le veía en persona.
«¿Quién puede ser?», se preguntaba Musashi a su vez.
Desde el instante en que las miradas de ambos hombres coincidieron se habían escudriñado en silencio, cada uno de ellos sondeando las profundidades del espíritu del otro. En la práctica del Arte de la Guerra, se dice que uno debe discernir desde la punta de la espada de su enemigo el grado de su capacidad. Eso era exactamente lo que estaban haciendo ambos hombres. Eran como luchadores, cada uno evaluando al otro antes de luchar a brazo partido. Y cada uno de ellos tenía motivos para considerar al otro con suspicacia.
«Esto no me gusta», se dijo Kojirō , profundamente disgustado. Había cuidado de Akemi desde que la rescatara de la desierta Sala de Amida, y la conversación claramente íntima entre ella y Musashi le irritaba. «Tal vez es uno de esos hombres que viven a costa de mujeres inocentes. ¡Y ella! ¡No me dijo adonde iba, y ahora está ahí, llorando sobre el hombre de otro!» En cuanto a él, estaba allí porque la había seguido.
A Musashi no le pasó desapercibida la hostilidad de la mirada de Kojirō , y también era consciente de ese peculiar choque de voluntades instantáneo que se produce cuando un shugyōsha encuentra a otro. Era del todo evidente que Kojirō percibía el espíritu de desafío reflejado por la expresión de Musashi.
«¿Quién puede ser? —volvió a preguntarse Musashi—. Tiene todo el aspecto de un luchador, pero ¿a qué se debe esa malicia de su mirada? Será mejor que le vigile atentamente.»
El ardor de ambos hombres no procedía de sus ojos sino de lo más profundo de su ser. Parecía como si de sus pupilas pudieran salir en cualquier momento fuegos artificiales. Por su aspecto, Musashi podría ser uno o dos años más joven que Kojirō , aunque también podría darse perfectamente el caso contrario. Sea como fuere, compartían una similitud: ambos se hallaban en esa edad de máxima insolencia, cuando estaban seguros de saber todo cuanto hay que saber sobre política, la sociedad, el arte de la guerra y todos los demás temas. Del mismo modo que un perro bravo gruñe cuando ve a otro perro bravo, así Musashi y Kojirō sabían instintivamente que el otro era un luchador peligroso.
Kojirō fue el primero en desviar la mirada, cosa que hizo soltando un leve gruñido. A pesar del punto de desprecio que percibía en el perfil de Kojirō , estaba convencido en lo más profundo de que había ganado. El contrario había cedido ante su mirada y su fuerza de voluntad, lo cual satisfacía a Musashi.
—Akemi —dijo a la muchacha, poniéndole una mano sobre el hombro.
Ella, sollozando todavía con el rostro sobre el pretil, no respondió.
—¿Quién es ese hombre de ahí? Te conoce, ¿verdad? Mira, es ese joven que parece un guerrero estudiante. ¿Quién es?
Akemi no respondió en seguida. No había visto a Kojirō hasta entonces, y al reparar en él la confusión afloró a su rostro hinchado por el llanto.
—¿Qué?... ¿Te refieres a ese hombre alto?
—Sí, ¿quién es?
—Pues..., bueno, es... No le conozco muy bien.
—Pero le conoces, ¿no es cierto?
—Sí.
—Con esa larga espada y vestido para llamar la atención... ¡debe de considerarse todo un espadachín! ¿Cómo le has conocido?
—Fue hace unos días —se apresuró a decir Akemi—. Me mordió un perro y la hemorragia no cesaba. Entonces fui a un médico y resultó que él estaba en la misma casa. Me ha cuidado durante los últimos días.
—En otras palabras, ¿estás viviendo en la misma casa con él?
—Sí, bueno, estoy viviendo ahí, pero eso no significa nada.
No hay nada entre nosotros. —Akemi dijo esto último con más firmeza.
—En ese caso, supongo que no sabes gran cosa de él. ¿Conoces su nombre?
—Se llama Sasaki Kojirō . También le llaman Ganryū.
—¿Ganryū?
No era la primera vez que Musashi oía ese nombre. Aunque no era excepcionalmente famoso, lo conocían los guerreros de varias provincias. Era más joven de lo que Musashi había supuesto. Le miró de nuevo.
Entonces sucedió una cosa curiosa: un par de hoyuelos aparecieron en las mejillas de Kojirō .
Musashi le devolvió la sonrisa. Sin embargo, esta comunicación silenciosa no estaba llena de luz apacible y amistad, como la sonrisa intercambiada entre el Buda y su discípulo Ananda cuando restregaban flores entre sus dedos. En la sonrisa de Kojirō había un burlón visaje de desafío, así como un elemento de ironía.
La sonrisa de Musashi no sólo aceptaba el desafío de Kojirō , sino que transmitía una impetuosa voluntad de luchar.
En medio de los dos hombres obstinados, Akemi estaba a punto de expresar de nuevo sus sentimientos, pero antes de que pudiera hablar Musashi le dijo:
—Escucha, Akemi, creo que lo mejor para ti será que regreses con ese hombre a tu alojamiento. Iré a verte pronto, no te preocupes.
—¿Vendrás? ¿Lo dices de veras?
—Sí, mujer, claro que sí.
—La posada se llama Zuzuya y está delante del monasterio en la avenida Rokujō.
—Entendido.
La naturalidad de su respuesta no le bastó a Akemi. Le cogió la mano que descansaba sobre el pretil y la estrechó apasionadamente a la sombra de su manga.
—Cumplirás tu palabra, ¿verdad? ¿Me lo prometes?
Una súbita carcajada ahogó la respuesta de Musashi.
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Oh! ¡Ja, ja, ja! ¡Oh!... —Kojirō dio media vuelta y se alejó con tanta rapidez como le permitía su incontrolable hilaridad.
Jōtarō, que estaba observando la escena desde un extremo del puente, pensó: «¡No es posible que nada sea tan divertido!». Él mismo estaba disgustado con el mundo, y en especial con su voluble maestro y con Otsū.
«¿Adonde puede haber ido?», volvió a preguntarse mientras emprendía airado el regreso hacia el centro de la ciudad. Apenas había dado unos pasos cuando vio el blanco rostro de Otsū entre las ruedas de una carreta de bueyes que estaba en la esquina siguiente.
—¡Ahí está! —gritó, y tropezó con el morro del buey en su prisa por dar alcance a la mujer.
Aquel día, para cambiar, Otsū se había pintado los labios. Su maquillaje dejaba un tanto que desear, pero tenía un aroma agradable y su kimono era una encantadora prenda primaveral con un diseño blanco y verde bordado sobre un fondo rosa oscuro. Jōtarō la abrazó por detrás, sin que le preocupara la posibilidad de despeinarla o mancharle el cuello empolvado de blanco.
—¿Por qué te escondes aquí? Llevo horas esperándote. ¡Ven conmigo en seguida!
Ella no le contestó.
—¡Vamos, date prisa! —insistió él, sacudiéndola por los hombros—. Musashi también está aquí. Mira, puedes verle desde aquí. Estoy furioso con él, pero vayamos de todos modos. ¡Si no nos apresuramos se marchará! —Cuando la cogió de la muñeca e intentó tirar de ella, observó que su brazo estaba húmedo—: ¿Estás llorando?
—¡Jō, escóndete detrás de la carreta como yo, por favor!
—¿Por qué?
—¡Eso no importa!
—Que me aspen... —Jōtarō no trató de ocultar su ira—. Eso es lo que detesto de las mujeres. ¡Hacen cosas absurdas! No paras de decir que quieres ver a Musashi y vas por ahí llorando en su busca. Y ahora que está delante de ti prefieres esconderte. ¡Incluso quieres que me esconda contigo! ¿No te parece divertido? Ja..., uf, ni siquiera puedo reírme.
Estas palabras escocieron a la joven como un latigazo. Alzó los ojos enrojecidos e hinchados y dijo:
—Por favor, no hables así, te lo ruego. ¡No me trates mal tú también!
—¿Me acusas de que te trato mal? ¿Qué te he hecho?
—Estate callado, por favor, y agáchate aquí conmigo.
—No puedo. Hay estiércol de buey en el suelo. ¿Sabes? Dicen que si lloras el día de Año Nuevo hasta los cuervos se reirán de ti.
—No me importa. Sólo...
—Muy bien, entonces me reiré de ti. Voy a reírme como lo ha hecho ese samurai hace unos momentos. Mi primera risa de Año Nuevo. ¿Eso te gustaría?
—¡Sí, ríe, ríete cuanto te venga en gana!
—No puedo —replicó él, limpiándose la nariz—. Creo que ya sé lo que te pasa. Tienes celos porque Musashi estaba hablando con esa mujer.
—¡Qué dices! ¡No se trata de eso en absoluto!
—¡Claro que es eso! También a mí me ha enfurecido. Pero ¿no es ése tanto más motivo para que vayas y hables con él? No comprendes nada, ¿verdad?
Otsū no hizo el menor ademán de incorporarse, pero el chiquillo le tiró con tanta insistencia de la muñeca que se vio obligada a hacerlo.
—¡Basta! —le gritó—. ¡Me haces daño! No seas tan rencoroso. Dices que no comprendo nada, pero no tienes la menor idea de lo que siento.
—Sé exactamente lo que sientes. ¡Estás celosa!
—No es sólo eso.
—¡Calla y vámonos!
Otsū abandonó su escondite detrás de la carreta, pero no voluntariamente. Arrastraba los pies mientras el chico tiraba de ella. Jōtarō, sin soltarla, estiraba el cuello y miraba hacia el puente.
—¡Mira! —le dijo—. Akemi ya no está.
—¿Akemi? ¿Quién es?
—La chica con la que hablaba Musashi... ¡Oh, Musashi se marcha! Si no te apresuras ahora, le perderás de vista.
Jōtarō soltó a Otsū y se dirigió al puente.
—¡Aguarda! —gritó ella, recorriendo el puente con la mirada para asegurarse de que Akemi no acechaba en alguna parte.
Una vez convencida de que su rival se había ido, pareció muy aliviada y dejó de fruncir el ceño, pero dio media vuelta y regresó a su escondite detrás de la carreta para enjugarse los ojos hinchados con la manga, arreglarse el cabello y alisar el kimono.
—¡Rápido, Otsū! —le dijo Jōtarō con impaciencia—. Musashi parece haber bajado a la orilla del río. ¡No es momento para acicalarte!
—¿Adonde ha ido?
—Abajo, a la orilla. No sé por qué lo ha hecho, pero ahí se ha dirigido.
Los dos corrieron al extremo del puente, y Jōtarō, dando excusas superficiales, abrió camino para los dos entre la muchedumbre hasta llegar al pretil.
Musashi estaba al lado de la barca en cuyo interior Osugi seguía contorsionándose, tratando de quitarse las ataduras.
—Lo siento, abuela —le dijo—, pero parece ser que finalmente Matahachi no va a venir. Espero verle en el próximo futuro, e intentaré inculcarle un poco de valor. Entretanto, deberías tratar de encontrarle y llevarle de regreso a casa para que viva contigo como un buen hijo. Ésa sería una manera mucho mejor de expresar tu gratitud a tus antepasados que la de intentar cortarme la cabeza.
Metió la mano bajo las esteras de juncos y con un pequeño cuchillo cortó la cuerda.
—¡Hablas demasiado, Musashi! No necesito ninguno de tus consejos. Decide de una vez lo que harás: ¿vas a matarme o a morir?
Unas venas azules sobresalían en su cara mientras se esforzaba por librarse de las esteras de paja que la cubrían, pero cuando estuvo en pie Musashi ya cruzaba el río, saltando como un aguzanieves por encima de rocas y bancos de arena. En un abrir y cerrar de ojos llegó a la orilla contraria y trepó a lo alto del malecón.
Al verle, Jōtarō gritó:
—¡Mira, Otsū! ¡Allí está! —El muchacho bajó al malecón, seguido por la joven.
Para las ágiles piernas de Jōtarō, ríos y montañas no significaban nada, pero Otsū, reacia a estropear su hermoso kimono, se detuvo en la orilla del río. Ahora había perdido a Musashi de vista, pero aun así gritaba su nombre con toda la fuerza de sus pulmones.