Authors: Eiji Yoshikawa
El soba tardaba en llegar, y Musashi se estiró en el tatami para dormitar un poco. Pero las voces en la habitación contigua eran cada vez más ruidosas y parecían pendencieras.
Musashi abrió un ojo.
—Iori, ¿quieres decirles a los de al lado que no armen tanto escándalo?
Sólo una shoji de papel y listones separaba las dos estancias, pero en vez de deslizarla, Iori salió al pasillo. La puerta de la otra habitación estaba abierta.
—No hagáis tanto ruido —gritó—. Mi maestro está tratando de dormir.
—¡Cómo! —La disputa cesó bruscamente. Los hombres se volvieron y le miraron encolerizados.
—¿Decías algo, gorgojo?
Iori torció el gesto al oír ese epíteto, y dijo:
—Hemos subido aquí a causa de las moscas. Ahora gritáis tanto que no puede descansar.
—¿Has tenido tú la idea o te ha enviado tu maestro?
—Él me ha enviado.
—¿Ah, sí? Bueno, no voy a perder el tiempo hablando con una mierdecita como tú. Ve a decirle a tu maestro que Kumagorō de Chichibu le dará más tarde su respuesta. ¡Ahora lárgate!
Kumagorō era un hombre muy corpulento, y los dos o tres que le acompañaban en la habitación no le iban a la zaga. Asustado por sus miradas amenazantes, Iori se apresuró a retirarse. Musashi se había dormido. Como no quería molestarle, Iori se sentó al lado de la ventana.
Al cabo de un rato, uno de los tratantes de caballos abrió un poco la shoji y echó un vistazo a Musashi. Entonces se oyeron grandes risotadas, acompañadas por sonoras e insultantes observaciones.
—¿Quién se cree que es para irrumpir así en nuestra habitación? ¡Estúpido rōnin. Id a saber de dónde viene. Se mete donde no le llaman y actúa como si fuese el propietario del lugar.
—Tendremos que enseñarle modales.
—Sí, le haremos saber de qué pasta están hechos los tratantes de caballos de Edo.
—Hablando no le vamos a enseñar nada. Saquémosle a la parte trasera y arrojémosle un cubo de orines de caballo a la cara.
Entonces habló Kumagorō:
—No os precipitéis, amigos. Dejad que me ocupe de esto. O me da una disculpa por escrito o le lavaremos la cara con orines de caballo. Disfrutad del sake y dejadlo todo de mi cuenta.
—Eso está muy bien —dijo uno de los hombres, mientras Kumagorō, con una sonrisa de confianza, se ataba bien el obi.
Kumagorō deslizó la shoji y, sin levantarse, entró arrastrándose sobre las rodillas, en la habitación de Musashi.
—Disculpa —le dijo.
El soba, seis raciones en una caja lacada, había llegado por fin. Ahora Musashi estaba sentado y dirigía los palillos a la primera ración.
—Mira, están entrando —dijo Iori entre dientes, haciéndose ligeramente a un lado.
Kumagorō se sentó detrás y a la izquierda de Iori, con las piernas cruzadas y los codos apoyados en las rodillas. Tenía el ceño fruncido y una expresión de fiereza.
—Puedes comer más tarde. No trates de ocultar que tienes miedo siguiendo ahí sentado y jugando con la comida.
Aunque sonreía, Musashi no dio indicación alguna de que estuviera escuchando. Agitó los fideos con los palillos para separarlos, alzó un bocado y lo engulló sorbiendo ruidosamente.
Las venas en la frente de Kumagorō parecían a punto de reventar.
—Deja ese cuenco —le ordenó airadamente.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó Musashi con suavidad, sin hacer el menor ademán de obedecer.
—¿No sabes quién soy? Las únicas personas en Bakurōchō que no han oído mi nombre son los inútiles y los sordomudos.
—Soy un poco duro de oído. Habla más alto y dime quién eres y de dónde vienes.
—Soy Kumagorō de Chichibu, el mejor tratante de caballos de Edo. Cuando los niños me ven venir, se asustan tanto que ni siquiera lloran.
—Ya veo. Entonces ¿te dedicas al negocio de los caballos?
—Así es. Se los vendo a los samurais. Será mejor que recuerdes eso cuando trates conmigo.
—¿De qué manera estoy tratando contigo?
—Has enviado a ese enano para quejarte del ruido. ¿Dónde te crees que estás? Ésta no es una lujosa posada para los daimyōs, bonita, tranquila y todo eso. A los tratantes de caballos nos gusta el ruido.
—Sí, ya lo he comprobado.
—Entonces ¿por qué tratas de aguarnos la fiesta? Exijo una disculpa.
—¿Una disculpa?
—Sí, por escrito. Puedes dirigirla a Kumagorō y sus amigos. Si te niegas, vamos a llevarte afuera y te enseñaremos una o dos cosas.
—Lo que dices es interesante.
—¿Cómo?
—Quiero decir que tu manera de hablar es interesante.
—¡Basta de tonterías! ¿Vas a disculparte o no? Vamos, estoy esperando.
Kumagorō había ido alzando la voz, y el sudor de su frente carmesí brillaba bajo el sol del crepúsculo. Parecía a punto de explotar. Desnudó su pecho velludo y sacó una daga del envoltorio que llevaba enrollado en el vientre.
—¡Decídete! Si no me das tu respuesta en seguida, vas a verte en apuros.
Descruzó las piernas y sostuvo la daga verticalmente al lado de la caja lacada, con la punta tocando el suelo.
Conteniendo su regocijo, Musashi replicó:
—Bueno, ¿cómo debería responder a eso?
Bajó el cuenco, extendió los palillos, extrajo una mota oscura del soba en la caja y la arrojó por la ventana. Todavía en silencio, repitió el movimiento y sacó otra mota oscura, y otra más.
Los ojos de Kumagorō parecían a punto de salirse de sus órbitas. Su respiración se detuvo.
—Parece que son interminables, ¿verdad? —observó Musashi con aire de naturalidad—. Toma, Iori, lava bien estos palillos.
Cuando Iori salió, Kumagorō regresó silenciosamente a su habitación y, en voz baja, contó a sus compañeros la hazaña increíble que acababa de presenciar. Al principio confundió las motas negras en el soba con suciedad, pero entonces se dio cuenta de que eran moscas vivas, atrapadas con tal destreza con los palillos que no habían tenido tiempo de huir. Al cabo de unos minutos, el hombre y sus acompañantes se trasladaron a una habitación más alejada y reinó el silencio.
—Así está mejor, ¿no es cierto? —le dijo Musashi a Iori.
Los dos sonrieron.
Musashi se levantó y enderezó su kimono.
—Creo que voy a ir a ese taller para que me pulan la espada.
Cogió el arma, y estaba a punto de salir cuando la posadera subió la mitad de la renegrida escalera y le dijo:
—Ha llegado una carta para ti.
Asombrado de que alguien conociera su paradero tan pronto, Musashi bajó, aceptó la misiva y preguntó:
—¿Está todavía aquí el mensajero?
—No, se ha marchado de inmediato.
En el lugar del remitente sólo estaba escrita la palabra «Suke», y Musashi entendió que se refería a Kimura Sukekurō. La desdobló y leyó: «He informado al señor Munenori de que te he visto esta mañana. Parecía muy contento por recibir noticias de ti después de tanto tiempo. Me ha pedido que te escriba y te pregunte cuándo podrás visitarnos».
Musashi bajó los escalones restantes y fue a la recepción, donde pidió prestados tinta y pincel. Sentándose en un rincón, escribió en el dorso de la carta de Sukekurō: «Visitaré encantado al señor Munenori cuando desee llevar a cabo un encuentro de esgrima conmigo. Como guerrero, no es otro mi propósito al visitarle». Firmó la nota con «Masana», un nombre formal que rara vez utilizaba.
—Iori —llamó desde el pie de la escalera—. Quiero que me hagas un recado.
—Sí, señor.
—Quiero que entregues una carta al señor Yagyū Munenori. —Sí, señor.
Según la propietaria, todo el mundo sabía dónde vivía el señor Munenori, pero de todos modos le explicó cómo llegar a su casa.
—Ve por la calle principal hasta que llegues a la carretera. Entonces sigue en línea recta hasta Nihombashi. Cruza a la izquierda y ve por la orilla del río hasta llegar a Kobikichō. Es ahí, no tiene pérdida.
—Gracias —dijo Iori, el cual ya se había calzado las sandalias—. Estoy seguro de que lo encontraré.
Le encantaba la oportunidad de salir, sobre todo porque su destino era la casa de un importante daimyō. Sin pensar en la hora que era, se alejó rápidamente, agitando los brazos y manteniendo la cabeza orgullosamente erguida.
Cuando Musashi le vio doblar la esquina, pensó: «Tiene demasiada confianza en sí mismo para su propio bien».
—Buenas noches —dijo Musashi.
Nada en la casa de Zushino Kōsuke sugería que era un negocio. Carecía de la entrada con verja que presentaban la mayor parte de las tiendas, y no exhibía ninguna clase de mercancía. Musashi se quedó en el pasadizo con suelo de tierra a la izquierda de la casa. A su derecha había una sección elevada, con suelo de tatami y separada de la habitación contigua por medio de un biombo.
El hombre que dormía sobre el tatami con los brazos apoyados en una caja de caudales se parecía a un sabio taoísta al que Musashi había visto cierta vez en una pintura. El rostro largo y delgado tenía el color grisáceo de la arcilla. Musashi no detectó en él ni un ápice de la viveza que suele caracterizar a los artesanos de la espada.
—Buenas noches —repitió Musashi, alzando un poco más la voz.
Cuando su voz penetró en el letargo de Kōsuke, el artesano alzó la cabeza muy lentamente. Era como si se despertara de un sueño de siglos.
Limpiándose la saliva del mentón y enderezándose, le preguntó lánguidamente:
—¿Puedo servirte en algo?
Musashi tuvo la impresión de que un hombre como aquél podría embotar más tanto las espadas como las almas, pero de todos modos le tendió su arma y le explicó el motivo de su visita.
—Déjame que le eche un vistazo.
Kōsuke alzó los hombros con un gesto de distinción. Apoyando la mano izquierda en la rodilla, extendió la derecha para coger la espada, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia ella.
«Extraño personaje» —pensó Musashi—. «Apenas reconoce la presencia de un ser humano pero se inclina cortésmente ante una espada.»
Sujetando en la boca un trozo de papel, Kōsuke extrajo despacio la hoja de la vaina. La puso verticalmente delante de él y la examinó desde la empuñadura a la punta. Los ojos le brillaron, recordando a Musashi los ojos de cristal de una estatua budista de madera.
Tras envainar de nuevo el arma, Kōsuke dirigió una mirada inquisitiva a Musashi.
—Ven y toma asiento —le dijo, retrocediendo para hacer espacio, y le ofreció un cojín.
Musashi dejó las sandalias en el suelo de tierra y subió a la habitación con tatami.
—¿Ha pertenecido esta espada a tu familia durante varias generaciones?
—Oh, no. No es obra de un famoso artesano, nada de eso.
—¿La has usado en combate o la llevas con la finalidad habitual?
—No la he usado en el campo de batalla. No hay nada especial en ella. Mira, un arma así es mejor que nada.
—Humm. —Kōsuke miró directamente a los ojos de Musashi y le preguntó—: ¿Cómo quieres que la pula?
—¿Que cómo quiero...? No acabo de entenderte.
—¿Quieres que la afile para que corte bien?
—Bueno, es una espada. Cuanto más limpio sea el corte, tanto mejor.
—Supongo que sí —convino Kōsuke con un suspiro de derrota.
—¿Qué tiene eso de malo? ¿No consiste el trabajo de un artesano en afilar las espadas para que corten adecuadamente?
Mientras hablaba, Musashi examinaba con curiosidad el semblante de Kōsuke.
El autoproclamado pulidor de almas empujó el arma hacia Musashi y le dijo:
—No puedo hacer nada por ti. Llévasela a otro.
Musashi pensó que aquello era en verdad extraño. No podía disimular una cierta contrariedad, pero no dijo nada. Kōsuke apretó con firmeza los labios y no pareció dispuesto a darle ninguna explicación.
Mientras permanecían sentados en silencio, mirándose el uno al otro, un hombre de la vecindad asomó la cabeza a la puerta.
—Kōsuke, ¿tienes una caña de pescar? La marea está alta y los peces bullen en el agua. Si me prestas una caña dividiré la captura contigo.
Resultó evidente que Kōsuke consideraba al hombre como una carga más que no debería tener que soportar.
—Pídesela prestada a otro —le dijo en tono áspero—. No creo que sea correcto matar a ningún ser vivo, y no tengo en mi casa instrumentos para asesinar.
El hombre se apresuró a marcharse y Kōsuke pareció más malhumorado que antes.
Otro podría haberse desanimado y tomado el portante, pero la curiosidad que sentía Musashi le retuvo allí. Había algo atrayente en aquel hombre, algo que no era ingenio ni inteligencia, sino una tosca bondad natural como la de una jarra de sake de Karatsu o un cuenco de té confeccionado por Nonkō. De la misma manera que a menudo las piezas de alfarería presentan una mácula que evoca su proximidad a la tierra, en una zona semicalva a un lado de la cabeza Kōsuke tenía una lesión que se había embadurnado con ungüento.
Mientras procuraba ocultar su creciente fascinación, Musashi le dijo:
—¿Qué es lo que te impide pulimentar mi espada? ¿Acaso es de tan mala calidad que no puedes afilarla como es debido?
—Por supuesto que no. Tú eres el propietario, y sabes tan bien como yo que es una espada de Bizen perfecta. También sé que quieres que la afile con la intención de cortar los cuerpos de seres humanos.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Eso es lo que dicen todos. ¿Qué tiene de malo querer que arregle una espada para que corte mejor? Si la espada corta, se sienten felices.
—Pero un hombre que trae una espada para que la pulan naturalmente quiere...
—Espera un momento. —Kōsuke alzó una mano—. Tardaré cierto tiempo en explicártelo. Primero me gustaría que echaras otro vistazo al letrero sobre la puerta de mi taller.
—Dice que «se pulen almas», o eso creo por lo menos. ¿Es que hay otra manera de leer los caracteres?
—No. Como puedes ver, no dice una sola palabra sobre pulir espadas. Mi trabajo consiste en pulir las almas de los samurais que entran aquí, no sus armas. La gente no lo entiende, pero eso es lo que me enseñaron cuando estudié la pulimentación de espadas.
—Comprendo —dijo Musashi, aunque en realidad no lo comprendía.
—Puesto que procuro regirme por las enseñanzas de mi maestro, me niego a pulir las espadas de los samurais que se complacen en matar.
—Bueno, es una postura comprensible, pero dime, ¿quién fue ese maestro tuyo?
—Eso también está escrito en el letrero. Estudié en la casa de Hon'ami, y me enseñó el mismo Hon'ami Kōetsu en persona. —Kōsuke cuadró orgullosamente los hombros al pronunciar el nombre de su maestro.