Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Qué es eso? —preguntó.
—¿A qué te refieres?
—A ese humo de ahí.
—¿Qué tiene de extraño el humo?
Dampachi se había mantenido muy cerca del lado izquierdo de Musashi y mientras le miraba al rostro, el suyo se endureció visiblemente.
Musashi señaló al altozano.
—Ese humo... Hay en él algo sospechoso, ¿no crees?
—¿Sospechoso? ¿Qué quieres decir?
—Sospechoso, ¿sabes?, como la expresión de tu cara ahora mismo —dijo Musashi bruscamente, apuntando con un dedo a Dampachi.
Un agudo silbido rompió el silencio de la planicie. Dampachi emitió un grito ahogado al tiempo que Musashi golpeaba. Como el dedo que le apuntaba distrajo su atención, no se dio cuenta de que el otro había desenvainado su espada. Su cuerpo se alzó, voló hacia adelante y cayó de bruces. Dampachi no volvería a levantarse.
Se oyó a lo lejos un grito de alarma y aparecieron dos hombres sobre el altozano. Uno de ellos chilló, y ambos dieron media vuelta y echaron a correr, agitando los brazos frenéticamente.
La espada con la que Musashi apuntaba al suelo destellaba bajo el sol, y desde su punta goteaba la sangre fresca. Avanzó directamente hacia el altozano, y aunque la brisa primaveral le rozaba con suavidad la piel, sentía que sus músculos se tensaban mientras ascendía. Desde lo alto, miró la fogata que ardía al pie.
—¡Ha venido! —gritó uno de los hombres que habían corrido a reunirse con los demás.
Eran unos treinta en total. Musashi distinguió a los compinches de Dampachi, Yasukawa Yasubei y Ōtomo Banryū.
—¡Ha venido! —repitió otro.
Habían estado haraganeando al sol, y ahora todos se apresuraron a levantarse. La mitad de ellos eran sacerdotes y la otra mitad rōnin inclasificables. Cuando Musashi apareció a la vista, una agitación silenciosa pero de todos modos, salvaje, se apoderó de los miembros del grupo. ¡En vez de desafiar a Musashi, se habían sentado alrededor del fuego y permitido que él los desafiara!
Yasukawa y Ōtomo hablaban tan rápido como podían, explicando con amplios y veloces movimientos cómo había sucumbido Yamazoe. Los rōnin fruncieron el ceño, enfurecidos, y los sacerdotes del Hōzōin dirigieron a Musashi miradas amenazantes mientras se agrupaban para el combate.
Todos los sacerdotes iban armados con lanzas. Con las negras mangas arremangadas, estaban preparados para la acción, al parecer dispuestos a vengar la muerte de Agón y restaurar el honor del templo. Tenían un aspecto grotesco, como otros tantos demonios salidos del infierno.
Los rōnin formaron un semicírculo, a fin de poder contemplar el espectáculo y, al mismo tiempo, impedir que Musashi escapara.
Sin embargo, esta precaución se reveló innecesaria, pues Musashi no daba señal de echar a correr ni retroceder, sino que caminaba directamente hacia ellos. Lo hacía lentamente, paso a paso, dando la impresión de que podría abalanzarse y atacar de improviso.
Por un momento se hizo un silencio siniestro, mientras ambos bandos contemplaban la proximidad de la muerte. Musashi estaba pálido y a través de sus ojos miraban los del dios de la venganza con un brillo maligno. Estaba seleccionando su presa.
Ni los rōnin ni los sacerdotes estaban tan tensos como Musashi. Su número les daba confianza y su optimismo era inamovible, pero ninguno quería ser el primer atacado.
Un sacerdote que estaba al final de la columna de lanceros dio una señal, y, sin romper la formación, corrieron a colocarse a la derecha de Musashi.
—¡Musashi! Soy Inshun —gritó el mismo sacerdote—. Me han dicho que viniste cuando yo estaba ausente y mataste a Agón, que luego insultaste públicamente el honor del Hōzōin, que te burlaste de nosotros haciendo fijar carteles en toda la ciudad. ¿Es eso cierto?
—¡No! —gritó Musashi—. Si eres sacerdote, debes ser lo bastante prudente para confiar en algo más que lo que ves y oyes. Tienes que considerar las cosas con la mente y el espíritu.
Estas palabras fueron como aceite arrojado a las llamas. Sin hacer caso de su jefe, los sacerdotes se pusieron a gritar, diciendo que sobraba la charla y era hora de luchar.
Les secundaron con entusiasmo los rōnin, que se habían agrupado en formación cerrada a la izquierda de Musashi. Gritando, maldiciendo y agitando sus espadas en el aire, azuzaban a los sacerdotes para que entraran en acción.
Musashi, convencido de que los rōnin eran unos bocazas pero nulos como luchadores, se volvió hacia ellos y les gritó:
—¡Muy bien! ¿Cuál de vosotros quiere adelantarse?
Todos, excepto dos o tres, retrocedieron un paso, cada uno convencido de que Musashi les echaba el mal de ojo. Los dos o tres valientes estaban a punto, con las espadas extendidas, en actitud desafiante.
En un abrir y cerrar de ojos, Musashi se lanzó contra uno de ellos como un gallo de pelea. Se oyó un sonido, como el de un tapón de corcho al salir del cuello de una botella, y el suelo se tiñó de rojo. Entonces se oyó un ruido escalofriante, no un grito de batalla ni una maldición, sino un aullido que realmente helaba la sangre.
La espada de Musashi silbaba al cortar el aire atrás y adelante, y una reverberación en su propio cuerpo le decía cuándo entraba en contacto con hueso humano. La hoja salpicaba sangre y seso. Dedos y brazos volaban por el aire.
Los rōnin habían acudido a contemplar la carnicería, no a participar en ella, pero su debilidad había hecho que Musashi los atacara primero. Al principio habían resistido bastante bien, porque creían que los sacerdotes acudirían pronto en su ayuda. Pero los sacerdotes permanecían silenciosos e inmóviles mientras Musashi liquidaba rápidamente a cinco o seis rōnin, llenando de confusión a los demás. Poco después daban tajos frenéticos en todas direcciones, lesionándose a menudo entre ellos mismos.
Durante casi todo el tiempo, Musashi no era realmente consciente de lo que estaba haciendo. Se encontraba en una especie de trance, un sueño sanguinario en el que cuerpo y alma se concentraban en la espada de tres pies de largo. De manera inconsciente, toda su experiencia vital, el conocimiento que le había inculcado su padre, lo que había aprendido en Sekigahara, las teorías que había escuchado en las diversas escuelas de esgrima, las lecciones que le habían enseñado las montañas y los árboles, todo se integraba en los rápidos movimientos de su cuerpo. Se convirtió en un torbellino descarnado que diezmaba el rebaño de rōnin, los cuales, por su mismo pasmo, se ponían al alcance de su espada.
Durante la breve duración del combate, uno de los sacerdotes contó el número de veces que Musashi inhalaba y exhalaba. Todo terminó antes de que hubiera exhalado por vigésima vez.
Musashi estaba empapado en la sangre de sus víctimas. Los pocos rōnin restantes también estaban ensangrentados. Había sangre en la tierra, la hierba, incluso el aire. Uno de ellos lanzó un grito, y los rōnin supervivientes se dispersaron en todas direcciones.
Mientras sucedía todo esto, Jōtarō estaba absorto en sus plegarias. Con las manos juntas y los ojos alzados al cielo, imploraba:
—¡Oh, dioses del cielo, acudid en su ayuda! Mi maestro está ahí, en la planicie, y le superan irremediablemente en número. Es débil, pero no es un mal hombre. ¡Por favor, ayudadle!
A pesar de las instrucciones que le había dado Musashi de que se marchara, no podía hacerlo. El lugar donde finalmente había decidido sentarse, con el sombrero y la máscara a su lado, era un otero desde donde podía ver la escena alrededor de la fogata, a lo lejos.
—¡Hachiman! ¡Kompira! ¡Dios del santuario de Kasuga! ¡Mirad! Mi maestro se encamina en línea recta al enemigo. ¡Oh, dioses del cielo protegedle! Está fuera de sí. Normalmente es suave y gentil, pero ha estado un poco raro desde esta mañana. ¡Debe de estar loco, pues de lo contrario no se habría enfrentado a todos al mismo tiempo! ¡Oh, por favor, por favor, ayudadle!
Tras invocar a las deidades un centenar de veces más, no observó ningún resultado patente de sus esfuerzos y empezó a enfadarse. Finalmente gritó:
—¿Es que no hay dioses en esta tierra? ¿Vais a permitir que ganen los malvados y muera el hombre bueno? ¡Si lo hacéis, entonces todo lo que siempre me han enseñado acerca del bien y el mal es mentira! ¡No podéis dejar que lo maten! ¡Si lo hacéis, os escupiré a la cara!
Cuando vio que Musashi estaba rodeado, sus invocaciones se convirtieron en maldiciones, dirigidas no sólo al enemigo, sino también a los mismos dioses; entonces, dándose cuenta de que la sangre derramada no era la de su maestro, cambió de canción.
—¡Mirad! ¡Después de todo mi maestro no es un hombre débil! ¡Los está derrotando!
Era la primera vez que Jōtarō veía a los hombres luchar a muerte como bestias, la primera vez que veía tanta sangre derramada. Empezó a sentirse como si estuviera en medio de la refriega y también cubierto de sangre. El corazón le latía con violencia, era presa de la exaltación y el vértigo.
—¡Miradle! ¡Os dije que podía hacerlo! ¡Qué ataque! ¡Y mirad a esos sacerdotes estúpidos, alineados como un grupo de cuervos graznadores, temerosos de dar un paso!
Pero esta última observación era prematura, pues mientras hablaba los sacerdotes del Hōzōin empezaron a avanzar sobre Musashi.
—¡Oh, no, esto pinta mal! Están atacándole otra vez. ¡Musashi está en apuros!
Olvidándolo todo, fuera de sí a causa de la inquietud, Jōtarō corrió como una bola de fuego hacia el escenario del desastre inminente.
El abad Inshun dio la orden de atacar, y en un instante, con un tremendo estruendo de voces, los lanceros entraron en acción. Sus armas destellantes silbaron en el aire mientras se diseminaban como abejas salidas de una colmena. Sus cabezas afeitadas les daban un aspecto todavía más bárbaro.
Las lanzas que empuñaban eran todas diferentes, con una amplia variedad de hojas, las habituales en punta y de forma cónica, otras planas, cruciformes o ganchudas... Cada sacerdote usaba el tipo que prefería. Aquel día tenían la oportunidad de ver cómo las técnicas que perfilaban con sus prácticas surtían efecto en el combate real.
Mientras se desplegaban, Musashi, que esperaba un ataque engañoso, saltó hacia atrás y se puso en guardia. Fatigado y un poco aturdido por el encuentro anterior, aferraba con fuerza la empuñadura de su espada. Estaba pegajosa de sangre, y una mezcla de ésta y sudor le empañaba la visión, pero Musashi había decidió morir magníficamente, si tenía que morir.
Para su sorpresa, el ataque no se produjo. En vez de lanzarse, como preveía, contra él, los sacerdotes cayeron como perros furiosos sobre sus antiguos aliados, persiguiendo a los rōnin que habían huido y golpeándolos sin misericordia mientras ellos protestaban a gritos. Los desprevenidos rōnin, que trataban inútilmente de dirigir a los lanceros contra Musashi, fueron ensartados, rajados, alanceados en la boca, cortados por la mitad y atacados de otras maneras, hasta que no quedó uno solo con vida. La matanza fue tan completa como sanguinaria.
Musashi no podía creer lo que estaba viendo. ¿Por qué los sacerdotes habían atacado a sus seguidores? ¿Y por qué lo habían hecho de una manera tan virulenta? Él mismo había luchado poco antes como un animal salvaje, y ahora apenas podía contemplar la ferocidad con que aquellos representantes del clero mataban a los rōnin. Habiéndose transformado por unos momentos en una bestia sin pensamiento, ahora volvía a su estado normal al ver a otros transformados de una manera similar. Era una experiencia calmante.
Entonces notó que le tiraban de brazos y piernas. Bajó la vista y encontró a Jōtarō, que vertía lágrimas de alivio. Por primera vez, se relajó.
Cuando finalizó el combate, el abad se le acercó y, con una actitud digna y cortés, le dijo:
—Supongo que eres Miyamoto. Es un honor conocerte. —Era un hombre alto y de tez clara. Musashi se sintió un tanto intimidado por su aspecto, así como la serenidad que irradiaba. Con cierta confusión, limpió su espada y la enfundó, pero de momento no sabía qué decir—. Permíteme que me presente —siguió diciendo el sacerdote—. Soy Inshun, abad del Hōzōin.
—Así pues, eres el maestro de la lanza —dijo Musashi.
—Lamento haber estado ausente cuando nos visitaste hace poco. También estoy algo desazonado porque mi discípulo Agón luchó tan mal.
¿Lamentaba la actuación de Agón? Musashi se preguntó si debería limpiarse las orejas. Permaneció en silencio un momento, pero antes de que encontrara una manera apropiada de responder al tono cortés de Inshun, tuvo que desenmarañar la confusión de su mente. Aún no podía imaginar por qué los sacerdotes se habían vuelto contra los rōnin, no se le ocurría ninguna explicación posible. Incluso estaba un tanto perplejo porque seguía con vida.
—Ven y lávate un poco para quitarte esa sangre —le dijo el abad—. Necesitas descansar.
Inshun le acompañó a la fogata. Jōtarō les siguió a corta distancia.
Los sacerdotes habían cortado en tiras un gran paño de algodón y estaban limpiando sus lanzas. Gradualmente se reunieron alrededor del fuego, sentándose con Inshun y Musashi como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo corriente. Empezaron a charlar entre ellos.
—Mirad, ahí arriba —dijo uno de ellos, señalando.
—Ah, los cuervos han notado el olor de la sangre. Están graznando sobre los cadáveres.
—¿Por qué no les hincan el pico?
—Ya lo harán, en cuanto nos vayamos. Se pelearán para participar en el festín.
Los macabros comentarios continuaron. Musashi tenía la impresión de que no iba a averiguar nada a menos que lo preguntara. Miró a Inshun y le dijo:
—¿Sabes? Creía que tú y tus hombres habíais venido aquí para atacarme y estaba decidido a enviar a tantos de vosotros como pudiera a la tierra de los muertos. No comprendo por qué me tratáis así.
Inshun se echó a reír.
—Verás, no te consideramos necesariamente como un aliado, pero hoy nuestro verdadero propósito era hacer un poco de limpieza doméstica.
—¿Llamas a lo que ha ocurrido limpieza doméstica?
—Eso es —dijo Inshun, señalando el horizonte—. Pero creo que podríamos esperar un poco y dejar que Nikkan te lo explique. Estoy seguro de que esa mota en el borde de la planicie es él.
En aquel mismo momento, en el otro lado de la planicie, un jinete le decía a Nikkan:
—Caminas rápido para tu edad, ¿eh?
—No soy rápido. Tú eres lento.
—Eres más ágil que los caballos.
—¿Por qué no habría de serlo? Soy un hombre.