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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (79 page)

BOOK: Musashi
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—¡Joven Maestro!

Los demás llegaron a su lado, y entonces se quedaron como clavados en el suelo, mirando boquiabiertos la escena ante sus ojos. Seijūrō, enfundado en un kimono con un diseño floral azul, una correa de cuero que sujetaba las mangas recogidas y un paño blanco atado alrededor de la cabeza, yacía con el rostro sepultado en la hierba.

—¡Joven Maestro!

—¡Aquí estamos! ¿Qué ha ocurrido?

No había una sola gota de sangre en la blanca tela anudada en la cabeza, como tampoco en la manga ni en la hierba a su alrededor, pero la expresión de su rostro era de dolor atroz.

Sus labios tenían el color de las uvas silvestres.

—¿Respira?

—Apenas.

—¡Rápido, levantadle!

Un hombre se arrodilló y cogió el brazo derecho de Seijūrō, disponiéndose a levantarle. El herido lanzó un grito desgarrador.

—¡Buscad algo para transportarle! ¡Cualquier cosa!

Tres o cuatro hombres, gritando en su confusión, corrieron carretera abajo hasta una granja y regresaron con una contraventana. Hicieron rodar con cuidado a Seijūrō hasta depositarlo encima, pero aunque pareció revivir un poco, seguía retorciéndose de dolor. Para que estuviera quieto, varios hombres se quitaron sus obis y los usaron para atarle a la contraventana.

Con un hombre en cada ángulo, le alzaron y echaron a andar en un silencio fúnebre.

Seijūrō pataleaba con violencia, casi rompiendo la improvisada camilla.

—Musashi... ¿se ha ido?... ¡Oh, cómo duele!... El brazo derecho, el hombro..., el hueso... ¡Aaaah!... No puedo soportarlo. ¡Cortadlo!... ¿No me oís? ¡Cortadme el brazo!

El horror de su sufrimiento hizo que los hombres que le transportaban desviaran la vista. Aquél era el hombre al que respetaban como su maestro, y les parecía indecente mirarle en semejante estado.

Se detuvieron y llamaron a Ueda y Jūrōzaemon.

—Sufre terribles dolores y nos pide que le cortemos el brazo. ¿No sería un alivio para él que lo hiciéramos?

—No digáis idioteces —rugió Ryōhei—. Claro que es doloroso, pero no se morirá por eso. Si le cortamos el brazo y la hemorragia no cesa, será el fin para él. Lo que hemos de hacer es llevarle a casa y comprobar la gravedad de su lesión. Si hay que amputarle el brazo, podemos hacerlo tras haber tomado las medidas necesarias para evitar que muera a causa de la hemorragia. Dos de vosotros adelantaos e id en busca del doctor de la escuela.

Los espectadores eran todavía numerosos y permanecían en silencio detrás de los pinos a lo largo de la carretera. Irritado, Ryōhei frunció el ceño y se volvió a los hombres que le seguían.

—Dispersad a esa gente —les ordenó—. El Joven Maestro no es ningún espectáculo.

La mayoría de los samurais, agradecidos por la oportunidad de desahogar su cólera acumulada, echaron a correr, haciendo gestos amenazantes a los espectadores, los cuales se dispersaron como langostas.

—¡Ven aquí, Tamihachi! —ordenó colérico Ryōhei, como si el joven sirviente tuviera la culpa de lo sucedido.

El joven, que había caminado lloroso al lado de la camilla, se encogió de terror.

—¿Qu..., qué quieres? —tartamudeó.

—¿Estabas con el Joven Maestro cuando salió de casa?

—Ssss.., sí.

—¿Dónde hizo sus preparativos?

—Aquí, después de que llegáramos al campo.

—Debía saber que estábamos esperando. ¿Por qué no fue ahí primero?

—No lo sé.

—¿Ya estaba ahí Musashi?

—Estaba en el montículo donde..., donde...

—¿Estaba solo?

—Sí.

—¿Cómo fue? ¿Te quedaste ahí mirando?

—El Joven Maestro me miró y dijo..., dijo que si por azar perdía, recogiera su cuerpo y lo llevara al otro campo. Dijo que tú y los demás estabais ahí desde el alba, pero que yo, bajo ninguna circunstancia, debía informar a nadie hasta que el encuentro hubiera terminado. Dijo que había ocasiones en las que un estudiante del Arte de la Guerra no tenía más remedio que arriesgarse a ser derrotado, y que él no quería ganar por medios deshonrosos y cobardes. Entonces fue al encuentro de Musashi.

Tamihachi había hablado rápidamente, aliviado por contar el relato.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Pude ver el rostro de Musashi. Parecía sonreír ligeramente. Los dos hombres intercambiaron alguna clase de saludo. Entonces..., entonces oí un grito tan fuerte que reverberó en todo el campo. Vi que la espada de madera del Joven Maestro salía volando y... sólo Musashi estaba en pie. Llevaba en la cabeza una cinta naranja, pero tenía el pelo de punta.

El camino había sido despejado de curiosos. Los hombres que transportaban a Seijūrō estaban callados y abatidos, pero avanzaban exactamente al mismo paso, a fin de no causar más dolor al herido.

—¿Qué es eso?

Se detuvieron, y uno de los hombres que iban delante se llevaron la mano libre al cuello. Otro miró al cielo. Una lluvia de pinaza caía sobre Seijūrō. Encaramado a una rama por encima de ellos estaba el mono de Kojirō , mirando distraídamente y haciendo gestos obscenos.

—¡Uf! —gritó uno de los hombres cuando una pina le alcanzó en la cara vuelta hacia arriba. Soltando una maldición, sacó el estilete de la funda y lo lanzó contra el mono, pero no dio en el blanco.

Al oír el silbido de su amo, el mono dio una voltereta y aterrizó en su hombro. Kojirō estaba en las sombras, con Akemi a su lado. Mientras los hombres de Yoshioka le dirigían miradas rencorosas, Kojirō contemplaba el cuerpo tendido en la contraventana. La sonrisa desdeñosa había desaparecido de sus labios, y ahora su rostro tenía una expresión reverencial. Hizo una mueca al oír los atroces gemidos de Seijūrō. Tras el discurso que les había dirigido poco antes, los samurais sólo podían suponer que él era el último en reírse.

Ryōhei instó a los porteadores de la camilla a que siguieran adelante, diciéndoles:

—No es más que un mono, ni siquiera un ser humano. No le hagáis caso y seguid avanzando.

—Esperad —les dijo Kojirō , y entonces se acercó a Seijūrō y le habló directamente—. ¿Qué ha ocurrido? —Sin esperar respuesta, añadió—: Musashi te ha vencido, ¿eh? ¿Dónde te golpeó? ¿En el hombro derecho?... Oh, esto tiene mal aspecto. El hueso está destrozado. Tu brazo es como un saco de grava. No deberías estar tendido boca arriba y soportando este traqueteo. La sangre podría subirte al cerebro.

Volviéndose a los otros, les ordenó con arrogancia:

—¡Bajadle! ¡Vamos, bajadle! ¿A qué estáis esperando? ¡Haced lo que os digo!

Seijūrō parecía al borde de la muerte, pero Kojirō le ordenó que se mantuviera en pie.

—Si lo intentas puedes lograrlo. La herida no es tan grave. Es sólo tu brazo derecho. Si intentas caminar, puedes hacerlo. Todavía dispones del brazo izquierdo. ¡Olvídate de ti mismo! Piensa en tu difunto padre, a quien debes más respeto del que estás mostrando ahora, mucho más. Ser transportado en camilla por las calles de Kyoto... Valiente espectáculo sería. ¡Piensa en lo que eso afectaría al buen nombre de tu padre!

Seijūrō le miró fijamente, sus ojos blancos y exangües. Entonces, con un rápido movimiento, se puso en pie. Su inútil brazo derecho parecía un pie más largo que el izquierdo.

—¡Miike! —gritó Seijūrō.

—Sí, señor.

—¡Córtalo!

—¿Cómo?

—¡No te quedes ahí pasmado y córtame el brazo!

—¡Pero...!

—¡Idiota sin redaños! ¡Ven, Ueda, córtamelo! ¡Ahora mismo!

—Sss.., sí, señor.

Pero antes de que Ueda se moviera, intervino Kojirō .

—Yo lo haré si quieres.

—¡Por favor! —suplicó Seijūrō.

Kojirō fue a su lado. Cogió con fuerza la mano de Seijūrō y le alzó bien el brazo, al tiempo que desenvainaba su espada corta. Con un rápido y extraño sonido, el brazo cayó al suelo y la sangre brotó del muñón.

Cuando Seijūrō se tambaleó, sus estudiantes corrieron a sostenerle y cubrieron la herida con un paño para detener la sangre.

—A partir de ahora andaré —dijo Seijūrō—. Regresaré a casa por mi propio pie. —Con el rostro cerúleo, dio diez pasos.

A sus espaldas, la sangre que goteaba de la herida dejaba un reguero negruzco en el suelo.

—¡Ten cuidado, Joven Maestro!

Los discípulos se aferraban a él como los aros a un barril, sus voces llenas de una solicitud que pronto se transformó en cólera.

Uno de ellos maldijo a Kojirō , diciendo:

—¿Por qué ha tenido que entrometerse ese burro engreído? Habrías estado mejor tal como estabas.

Pero Seijūrō, avergonzado por las palabras de Kojirō , respondió:

—¡He dicho que iré andando y lo haré! —Tras una breve pausa, recorrió otros veinte pasos, impulsado más por su fuerza de voluntad que por sus piernas, pero no pudo resistir mucho tiempo y, al cabo de cincuenta o sesenta varas, cayó al suelo.

—¡Rápido! ¡Tenemos que llevarle al médico!

Le recogieron y llevaron rápidamente hacia la avenida Shijō. Seijūrō ya no tenía fuerzas para objetar.

Kojirō permaneció algún tiempo bajo un árbol, mirando a los hombres que se alejaban con expresión sombría. Luego se volvió a Akemi y sonrió:

—¿Has visto eso? Imagino que te has sentido satisfecha, ¿no es cierto? —Mortalmente pálida, Akemi contempló con odio su sonrisa sarcástica, pero él siguió diciendo—: No has hecho más que hablar sobre cómo te gustaría desquitarte de él. Pues bien, ¿estás satisfecha ahora? ¿Es ésta venganza suficiente por tu virginidad perdida?

Akemi estaba demasiado confusa para hablar. En aquellos momentos Kojirō le parecía más espantoso, más detestable, más maligno que Seijūrō. Aunque éste había sido la causa de sus problemas, no era un malvado, no tenía el corazón negro ni era un auténtico truhán. Kojirō , en cambio, era realmente malo, no la clase de pecador que imagina la mayoría de la gente, sino un desalmado retorcido y perverso que, lejos de regocijarse por la felicidad del prójimo, disfrutaba quedándose a un lado para verlos sufrir. Nunca robaría ni engañaría, y no obstante era mucho más peligroso que el delincuente ordinario.

—Vamos a casa —dijo, volviendo a poner el mono sobre su hombro.

Akemi anhelaba huir, pero no tenía el valor de hacerlo.

—No te hará ningún bien seguir buscando a Musashi —musitó, hablando tanto consigo mismo como a ella—. No tiene ningún motivo para quedarse en estos alrededores.

Akemi se preguntó por qué no aprovechaba la ocasión y se apresuraba a huir hacia la libertad, por qué parecía incapaz de abandonar a aquel bruto. Pero aunque maldecía su propia estupidez, iba tras él sin poder evitarlo.

El mono volvió la cabeza y la miró. Parloteó burlonamente y sonrió de oreja a oreja, mostrando sus dientes blancos.

Akemi deseaba regañarle, pero no podía. Sentía que ella y el mono estaban unidos por el mismo destino. La imagen atrozmente lastimosa de Seijūrō cruzó por su mente y, a su pesar, se apiadó de él. Despreciaba a los hombres como Seijūrō y Kojirō , y no obstante le atraían como una llama roja atrae a una mariposa nocturna.

Un hombre de múltiples recursos

«He ganado —se dijo Musashi al abandonar el campo—. ¡He derrotado a Yoshioka Seijūrō, he derribado la ciudadela del estilo de Kyoto!»

Pero sabía que eso no alegraba a su corazón. Tenía la vista baja, y sus pies parecían hundirse en las hojas muertas. Pasó volando a baja altura un pajarillo, cuyo abdomen le recordó a un pez.

Miró atrás y vio los esbeltos pinos del montículo donde había luchado con Seijūrō. «Sólo le he golpeado una vez —pensó—. Tal vez no lo he matado.» Examinó su espada de madera para asegurarse de que estaba manchada de sangre.

Aquella mañana, cuando se dirigía al lugar de la cita, esperaba encontrar a Seijūrō acompañado por una multitud de estudiantes, los cuales muy bien podrían recurrir a alguna maniobra turbia. Había hecho frente sin pestañear a la posibilidad de perder la vida en el encuentro, y a fin de evitar que en sus últimos momentos tuviera un aspecto desaliñado, se había cepillado meticulosamente los dientes con sal y se había lavado el cabello.

Seijūrō respondió muy poco a la idea preconcebida que Musashi se había formado de él, hasta el punto de que se preguntó si aquél podía ser realmente hijo de Yoshioka Kempō.

No veía en el cortés y evidentemente bien educado Seijūrō al maestro principal del estilo de Kyoto. Era demasiado esbelto, suave y caballeroso para ser un gran espadachín.

Tras el intercambio de saludos, Musashi se sintió incómodo y se dijo que nunca debería haber buscado aquella pelea.

Lo lamentaba sinceramente, pues su propósito era el de enfrentarse siempre a adversarios mejores que él. Una mirada detenida fue suficiente para convencerse de que no había tenido necesidad de prepararse durante un año para aquel combate. Los ojos de Seijūrō revelaban la falta de confianza en sí mismo. Estaba ausente el fuego necesario, no sólo en la expresión de su rostro sino en sus ademanes y en la actitud general de su cuerpo.

«¿Por qué ha venido aquí esta mañana si tiene tan poca fe en sí mismo?», se preguntó Musashi, pero también era consciente de la apurada situación en que se encontraba su adversario y simpatizaba con él. Seijūrō no podía cancelar el combate aunque lo deseara. Los discípulos que había heredado de su padre le consideraban su mentor y guía. No tenía más elección que avenirse a cumplir con lo que se esperaba de él. Mientras los dos hombres se aprestaban al combate, Musashi trató de encontrar una excusa para no seguir adelante, pero no se presentó la oportunidad.

Ahora que todo había terminado, Musashi se dijo: «¡Qué gran lástima! Ojalá no hubiera tenido que hacerlo». Y oró en su corazón por Seijūrō, para que la herida sanara pronto.

Pero su misión había terminado, y no era propio de un guerrero maduro sentirse deprimido por cosas pasadas.

Acababa de apretar el paso cuando la cara asombrada de una anciana apareció por encima de una pequeña extensión de hierba. Había estado escarbando en el suelo, al parecer en busca de algo, y el sonido de las pisadas de Musashi la había sobresaltado. Vestía un sencillo kimono de color claro, y habría sido casi indistinguible de la hierba a no ser por el cordón violeta que le sujetaba el manto. Aunque sus ropas eran de lega, el cabello que cubría su cabeza redonda era de monja. Era menuda y de aspecto refinado.

Musashi estaba tan sorprendido como la mujer. Otros tres o cuatro pasos y podría haberla pisoteado.

—¿Qué estás buscando? —le preguntó afablemente Musashi. Atisbó un rosario de cuentas de coral en el brazo de la mujer, dentro de la manga, y vio que sostenía un cestillo lleno de tiernas plantas silvestres. Los dedos y las cuentas del rosario temblaban ligeramente. Para tranquilizarla, Musashi le dijo con naturalidad—: Supongo que la primavera está realmente al caer. Humm, veo que tienes ahí un hermoso perejil, colza y algodón. ¿Has recogido tú misma estas plantas?

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