Musashi (74 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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Mientras saboreaba las ventajas de la libertad, sus pies doloridos iban calentándose hasta las puntas de los dedos, y su respiración se convertía en vapor. «¡Un hombre errante sin ningún ideal, sin sentir gratitud por su independencia, no es más que un mendigo! ¡La diferencia entre un mendigo y el gran sacerdote errante Saigyō reside en el corazón!»

De repente reparó en un blanco centelleo bajo sus pies: estaba pisando hielo quebradizo. Sin darse cuenta, había llegado a la orilla congelada del río Kamo. Tanto éste como el cielo estaban todavía negros, y aún no había ninguna señal del alba en el este. Los pies de Musashi se detuvieron: de alguna manera le habían llevado sin contratiempo a través de la oscuridad desde la colina Yoshida, pero ahora eran reacios a seguir adelante.

A la sombra del malecón, recogió ramitas, astillas, cualquier cosa que pudiera arder, y luego empezó a raspar su trozo de pedernal. Producir la primera llamita requirió trabajo y paciencia, pero finalmente unas hojas secas prendieron. Con el cuidado de un tallador de madera, empezó a amontonar leña y poco después las llamas crepitaban y el viento las inclinaba hacia el hombre que las había producido, como si quisieran chamuscarle la cara.

Musashi sacó los pastelillos de arroz que le había dado su tía y los tostó uno tras otro en las llamas. Se volvieron marrones y se hincharon como burbujas, recordándole las celebraciones de Año Nuevo en su infancia. Los pastelillos de arroz eran insípidos, pues no habían sido salados ni endulzados, y al masticarlos pensó en el sabor del mundo real que le rodeaba.

«Ésta es mi propia celebración de Año Nuevo», se dijo alegremente. Mientras las llamas le calentaban la cara y se llenaba la boca de comida, la situación empezó a parecerle bastante divertida. «¡Es una buena celebración de Año Nuevo! Si hasta un hombre errante como yo tiene cinco buenos pastelillos de arroz, debe de ser que los cielos conceden que todo el mundo celebre el Año Nuevo de una manera u otra. Tengo las aguas del río Kamo para brindar, y los treinta y seis picos de Higashiyama son mis adornos de pino. Debo limpiar mi cuerpo y esperar las primeras luces del alba.»

A orillas del río helado, se desató el obi y se quitó el kimono y la ropa interior. Entonces se zambulló y, chapoteando como un ave marina, se lavó a conciencia.

Estaba de nuevo en la orilla, secándose vigorosamente, cuando los primeros rayos del sol atravesaron una nube y le caldearon la espalda. Miró hacia la fogata y vio a alguien en pie en el malecón por encima de ella, otra persona errante, distinta por su edad y su aspecto, a quien el destino había llevado hasta allí. Era Osugi.

La anciana también le había visto, y exclamó en su interior: «¡Ahí está! ¡Ahí está ese elemento perturbador!». La mezcla de alegría y temor que se apoderó de ella estuvo a punto de hacerle perder el sentido. Quería llamarle, pero la voz se le quebraba, su cuerpo tembloroso no la obedecía. Se sentó bruscamente a la sombra de un pequeño pino.

«¡Por fin! —se dijo regocijada—. ¡Por fin le he encontrado! El espíritu del tío Gon me ha conducido hasta él.» En la bolsa que colgaba de su cintura llevaba un fragmento de los huesos del tío Gon y un mechón de su cabello.

Todos los días, desde su fallecimiento, había hablado con el difunto. «Tío Gon —le decía—, aunque te has ido, no me siento sola. Te quedaste conmigo cuando juré que no regresaría al pueblo sin castigar a Musashi y Otsū, y sigues todavía a mi lado. Puede que hayas muerto, pero tu espíritu siempre me acompaña. Estamos juntos para siempre. ¡Mira a través de la hierba y fíjate en lo que digo! ¡Jamás permitiré que Musashi se quede sin castigo!»

Tan sólo había transcurrido una semana desde la muerte del tío Gon, pero Osugi estaba resuelta a cumplir con la palabra que le había dado hasta que también ella estuviera reducida a cenizas. En los últimos días había intensificado su búsqueda con el furor de la terrible Kishimojin, la cual, antes de que el Buda la convirtiera, había matado a otros niños para alimentar a los suyos que, según se decía, eran quinientos o mil o diez mil.

La primera pista auténtica de Osugi había sido el rumor que circulaba por la calle, según el cual pronto habría un encuentro de esgrima entre Musashi y Yoshioka Seijūrō. La víspera, al anochecer, la anciana fue uno de los primeros espectadores que contemplaron la colocación del cartel en el gran puente de la avenida Gojō. ¡Qué excitación la suya! Lo había leído una y otra vez, diciéndose: «¡Así que la ambición de Musashi finalmente le ha vencido! Va a hacer el payaso, Yoshioka le matará. ¡Ah! Si sucede tal cosa, ¿cómo podré enfrentarme a mis convecinos? Juré que le mataría yo misma. Debo acabar con él antes de que lo haga Yoshioka. ¡He de llevarme esa cara mocosa y alzarla cogida por el pelo para que la vea todo el pueblo!». Entonces había implorado la ayuda de los dioses, los bodhisattvas y sus antepasados.

A pesar de su furor y su odio, había salido decepcionada de la casa de Matsuo. Cuando caminaba por la orilla del río Kamo, al principio creyó que aquella luz era la fogata de un mendigo. Sin ningún motivo en particular, se detuvo en el malecón y esperó. Cuando vio al hombre musculoso y desnudo que salía del agua, ajeno al frío, supo que era Musashi.

Como no llevaba ropa, aquél sería el momento perfecto para cogerle por sorpresa y matarle, pero incluso su viejo y seco corazón no le permitía hacer eso.

Juntó las palmas y ofreció una plegaria de agradecimiento, tal como habría hecho si ya le hubiera cortado la cabeza a Musashi. «¡Qué feliz me siento! Gracias al favor de los dioses y los bodhisattvas, tengo a Musashi ante mis ojos. ¡No podría deberse a un simple azar! Mi fe constante ha sido recompensada. ¡Han puesto a mi enemigo en mis manos!» Hizo una reverencia al cielo, firme en su creencia de que ahora disponía de todo el tiempo del mundo para completar su misión.

El corazón de Osugi le dio un vuelco mientras susurraba: «¡Ahora!».

En aquel preciso momento, Musashi se puso en pie, saltó ágilmente por encima de un charco de agua y caminó a paso vivo por la orilla del río. Osugi, procurando mantenerse en las sombras, se apresuró a lo largo del malecón.

Los tejados y puentes de la ciudad empezaron a formar suaves contornos blancos en la niebla matinal, pero las estrellas seguían cernidas en el cielo y la zona a lo largo del pie de Higashiyama estaba negra como la tinta. Cuando Musashi llegó al puente de madera en la avenida Sanjō, pasó por debajo y reapareció al otro lado, dando largas y viriles zancadas por el malecón. En varias ocasiones Osugi estuvo a punto de llamarle, pero se retuvo.

Musashi sabía que la mujer estaba detrás de él, pero también sabía que, si se daba la vuelta, se le acercaría lanzando improperios y él se vería obligado a recompensar su esfuerzo con alguna clase de defensa, al tiempo que procuraba no hacerle daño. «¡Un adversario temible!», se dijo. Si todavía fuese Takezō y estuviera en el pueblo, no habría dudado en derribarla y emprenderla a golpes con ella hasta que escupiera sangre, pero, naturalmente, ya no podía hacer tal cosa.

En realidad tenía más derecho a odiarla que ella a él, pero quería hacerle ver que su sentimiento hacía él se debía a un terrible malentendido. Estaba seguro de que si podía explicarle lo ocurrido, ella dejaría de considerarle como su eterno enemigo. Pero como la mujer acarreaba su rencor enconado desde hacía tantos años, no era probable que Musashi pudiera convencerla ahora, aunque se lo explicara un millar de veces. Existía una única posibilidad: por testaruda que fuese, desde luego creería a Matahachi. Si su propio hijo le contaba exactamente lo sucedido antes y después de la batalla de Sekigahara, ya no podría considerar a Musashi como un enemigo de la familia Hon'iden, y no digamos el raptor de la novia de su hijo.

Se estaba aproximando al puente, que se encontraba en una zona que floreció a fines del siglo XII, cuando la familia Taira se encontraba en el apogeo de su prosperidad. Incluso después de las guerras del siglo XV, había seguido siendo uno de los más populosos sectores de Kyoto. El sol empezaba a alcanzar las fachadas y los jardines, donde todavía eran visibles las marcas dejadas la noche anterior por los rastrillos de bambú, pero a aquella hora temprana todavía no estaba abierto ningún portal.

Osugi veía las huellas de las pisadas de Musashi en la tierra, unas huellas que también eran objeto de su desprecio. Cien varas más, luego cincuenta...

—¡Musashi! —gritó la anciana. Apretando los puños, adelantó la cabeza y echó a correr hacia él—. ¡Demonio maligno! ¿Es que no tienes oídos?

Musashi no miró atrás.

Osugi siguió corriendo. A pesar de sus muchos años, su determinación que desafiaba a la muerte prestaba a sus pasos una cadencia valerosa y masculina. Musashi seguía dándole la espalda, mientras su mente trabajaba de un modo febril, tratando de idear un plan de acción.

De repente la mujer se puso delante de él.

—¡Detente! —le gritó estremecida. Estaba tan flaca que parecía un esqueleto tembloroso. Permaneció inmóvil un momento, reteniendo el aliento y acumulando saliva en la boca.

Sin ocultar una expresión resignada, Musashi le dijo con la mayor naturalidad posible:

—¡Vaya, si es la viuda Hon'iden! ¿Qué estás haciendo aquí?

—¡Perro insolente! ¿Por qué no habría de estar aquí? Soy yo quien debería preguntarte eso. ¡Dejé que te escaparas en la colina Sannen, pero hoy tendré tu cabeza!

Su delgado cuello le daba un aspecto de gallo de pelea, y su voz estridente, que parecía como si quisiera quitar bruscamente de en medio sus dientes protuberantes, era más temible para Musashi que un grito de batalla.

El temor que la anciana le inspiraba radicaba en ciertos recuerdos de su infancia, las ocasiones en que Osugi le había sorprendido con Matahachi haciendo alguna diablura en la parcela de moreras o en la cocina de la casa de Hon'iden. Entonces tenía ocho o nueve años, la edad en que los dos chiquillos siempre estaban haciendo travesuras, y todavía recordaba con claridad los gritos de Osugi. Él había huido aterrado, con el corazón en la garganta, y esos recuerdos le hacían temblar. En aquel tiempo la consideraba como una vieja bruja odiosa, de mal temple, e incluso ahora le guardaba rencor por haberle traicionado cuando regresó al pueblo después de la batalla de Sekigahara. Curiosamente, también se había acostumbrado a considerarla como una persona a la que nunca podría imponerse. No obstante, con el paso del tiempo sus sentimientos hacia la anciana se habían suavizado.

A Osugi le ocurría todo lo contrario. No podía desembarazarse de la imagen de Takezō, el detestable y revoltoso arrapiezo al que conocía desde su más tierna infancia, el chiquillo mocoso y con llagas en la cabeza, de brazos y piernas tan largos que parecían deformes. No es que fuese ajena al paso del tiempo. Ahora era una anciana y lo sabía, mientras que Musashi era un adulto. Pero no podía vencer el impulso de tratarle como a un golfillo malévolo. Cuando pensaba en cómo la había avergonzado aquel chiquillo... ¡Venganza! No se trataba tan sólo de justificarse ante el pueblo, sino que necesitaba ver a Musashi en la tumba antes de que ella acabara en la suya propia.

—¡No hay necesidad de hablar! —chilló—. ¡Dame tu cabeza o prepárate para sentir en tus carnes la hoja de mi espada! ¡Prepárate, Musashi! —Se limpió los labios con los dedos, se escupió en la mano izquierda y cogió su espada.

Existía un proverbio sobre una mantis religiosa que atacó el carruaje imperial. Sin duda debió de haberse inventado para describir a la cadavérica Osugi con sus piernas zanquivanas atacando a Musashi. Parecía exactamente una mantis: los ojos, la piel, su postura absurda, todo era idéntico. Y mientras Musashi se mantenía en guardia, mirando a la anciana que se le acercaba como podría mirar a un niño jugando, sus hombros y su pecho le proporcionaban la invencibilidad de un macizo carruaje de hierro.

Pese a la incongruencia de la situación, no podía reírse, pues de improviso se sentía lleno de conmiseración.

—¡Vamos, abuela, espera! —le rogó, cogiéndola del codo con firmeza.

—¿Qu..., qué estás haciendo? —replicó ella. La sorpresa hacía temblar su brazo impotente y su dentadura—. ¡Co..., co..., cobarde! —tartamudeó—. ¿Crees acaso que puedes disuadirme? Pues bien, he visto cuarenta veces más que tú el Año Nuevo, y no puedes engañarme. ¡Recibe tu castigo!

La piel de Osugi tenía el color de la arcilla roja, y su voz rebosaba desesperación.

Musashi asintió vigorosamente.

—Te comprendo —le dijo—. Sé cómo te sientes. Tienes el espíritu de lucha de la familia Hon'iden, es indudable. Veo que corre por tus venas la misma sangre del primer Hon'iden, el que sirvió con tanto valor a las órdenes de Shimmen Munetsura.

—¡Suéltame de una vez! No estoy dispuesta a escuchar los halagos de un hombre tan joven que podría ser mi nieto.

—Cálmate. La temeridad es impropia de una anciana como tú. Tengo algo que decirte.

—¿Tu última manifestación antes de morir?

—No, quiero explicarte lo ocurrido.

—¡No deseo oír tus explicaciones! —replicó la anciana, irguiéndose.

—En ese caso, voy a tener que quitarte la espada, y cuando Matahachi se presente podrá explicártelo todo.

—¿Matahachi?

—Sí. La primavera pasada le envié un mensaje.

—Ya. ¿De modo que hiciste eso?

—Le dije que nos encontraríamos aquí la mañana del día de Año Nuevo.

—¡Eso es mentira! —gritó Osugi, sacudiendo vigorosamente la cabeza—. ¡Deberías estar avergonzado, Musashi! ¿No eres el hijo de Munisai? ¿No te enseñó él que cuando llega la hora de morir has de hacerlo como un hombre? Éste no es momento para jugar con palabras. Mi vida entera está detrás de esta espada, y tengo el apoyo de los dioses y bodhisattvas. ¡Si te atreves a enfrentarte a ella, hazlo! —Se zafó de él con un brusco tirón y exclamó—: ¡Salve el Buda! —Desenvainó la espada, la agarró con ambas manos y arremetió contra el pecho de Musashi.

Él la esquivó.

—¡Cálmate, abuela, por favor!

Cuando él le dio unas palmaditas en la espalda, la mujer gritó y giró sobre sus talones. Mientras se preparaba para atacar, invocó el nombre de Kannon.

—¡Alabada sea Kannon Bosatsu! —exclamó dos veces, y atacó de nuevo.

En el momento en que pasaba por su lado, Musashi le agarró la muñeca.

—Si sigues portándote así vas a terminar extenuada. Mira, el puente está ahí mismo. Vente conmigo.

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