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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (82 page)

BOOK: Musashi
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Apenas podía esperar al día en que Musashi recibiera su justo castigo. Entretanto, su propia buena fortuna iba a sufrir un cambio.

—¡Tengo sed! —exclamó.

Deslizando la espalda pared arriba, logró ponerse en pie. Todos los presentes le miraron mientras se inclinaba sobre un tonel de agua que estaba en el rincón, casi sumergiendo la cabeza, y bebía en abundancia, sirviéndose de un cazo. Al terminar, arrojó el cazo a un lado, empujó la cortina de la entrada y salió tambaleándose.

El tabernero no tardó en recuperarse de su sorpresa y corrió tras el hombre que se alejaba dando traspiés.

—¡Señor, aún no me habéis pagado! —le gritó.

—¿Qué dices? —replicó Matahachi, sin articular apenas las palabras.

—Creo que os habéis olvidado de algo, señor.

—No me he olvidado de nada.

—Me refiero al dinero por vuestro sake. ¡Ja, ja!

—¿Es eso cierto?

—Lamento molestaros.

—No tengo dinero.

—¿Cómo? ¿No tenéis?

—Exacto, no tengo nada. Hasta hace unos días lo tuve, pero...

—¿Queréis decir que habéis estado ahí bebiendo sin...?

Pero... pero...

—¡Calla! —Tras buscar en el interior de su kimono, Matahachi sacó la caja de píldoras del samurai muerto y se la arrojó al tabernero—. ¡Deja de armar tanto escándalo! Soy un samurai con dos espadas. Puedes verlo, ¿no es cierto? No me he hundido tan bajo como para largarme sin pagar. Ese objeto vale más que el sake que he tomado. ¡Puedes quedarte con el cambio!

La caja de píldoras alcanzó al hombre en la cara. Gritó de dolor y se cubrió los ojos con las manos. Los demás clientes, que habían asomado sus cabezas a través de las aberturas en la cortina de la taberna, gritaron indignados. Como les sucede a tantos borrachos, estaban indignados al ver que otro de su especie se había marchado sin pagar.

—¡Ese bastardo!

—¡Tramposo indecente!

—¡Vamos a darle una lección!

Todos echaron a correr y rodearon a Matahachi.

—¡Paga lo que debes, bastardo! No vas a salirte con la tuya.

—¡Timador! Probablemente siempre usas la misma estratagema. ¡Si no puedes pagar, te colgaremos por el cuello!

Matahachi cogió la empuñadura de su espada para asustarles.

—¿Os creéis capaces? —replicó gruñendo—. Eso sería divertido. ¡Intentadlo! ¿Sabéis acaso quién soy?

—Sabemos qué eres. ¡Eres un sucio rōnin salido de un montón de basura, con menos orgullo que un pordiosero y más descaro que un ladrón!

—¡Os lo estáis buscando! —exclamó Matahachi, mirándoles furibundo con el ceño fruncido—. Si supierais mi nombre, actuaríais de una manera diferente.

—¿Tu nombre? ¿Qué tiene de especial?

—Soy Sasaki Kojirō, estudiante de Itō Ittōsai, espadachín del estilo Chūjō. ¡Tenéis que haber oído hablar de mí!

—¡No me hagas reír! Dejémonos de nombres bonitos y limítate a pagar lo que debes.

Uno de los hombres extendió una mano para cogerle, y Matahachi gritó:

—¡Si la caja de píldoras no basta, os daré también un poco de mi espada!

Desenvainando el arma con un raudo movimiento, la descargó sobre la mano del hombre y se la cortó limpiamente.

Los demás, al ver que habían subestimado a su adversario, reaccionaron como si la sangre derramada fuese la suya propia, y corrieron a protegerse en la oscuridad.

Con una expresión de triunfo en el rostro, Matahachi les desafió de todos modos.

—¡Volved, sabandijas! Os enseñaré cómo usa Kojirō su espada cuando lo hace en serio. Venid, que os cortaré la cabeza.

Alzó la vista al cielo y se echó a reír. Sus blancos dientes brillaron en la oscuridad mientras se regocijaba de su éxito. Entonces su estado de ánimo cambió bruscamente. La tristeza ensombreció su rostro y pareció al borde de las lágrimas. Envainó torpemente su espada y echó a andar con paso inseguro.

La caja de píldoras caída al suelo centelleaba bajo las estrellas. Era de madera de sándalo negra, con una taracea de madreperla, y no parecía muy valiosa, pero los destellos del nácar azulado le prestaban la sutil belleza de un diminuto enjambre de luciérnagas.

El monje itinerante, que acababa de salir del chamizo, vio la caja de píldoras y la recogió. Echó a andar, pero de pronto se detuvo, retrocedió y se quedó bajo los aleros del local. A la luz mortecina que se filtraba a través de una grieta en la pared, examinó minuciosamente el dibujo y el cordón. «No hay duda de que pertenece al maestro —se dijo—. Debía de llevarla encima cuando lo mataron en el castillo de Fushimi. Sí, aquí está su nombre, Tenki, escrito en la parte inferior.»

El monje echó a correr en pos de Matahachi.

—¡Sasaki! —gritó—. ¡Sasaki Kojirō!

Matahachi oyó el nombre, pero como estaba aturdido no lo relacionó consigo mismo. Continuó su tambaleante camino desde la avenida Kujo, calle Horikawa arriba.

El monje le dio alcance y cogió el extremo de la vaina de su espada.

—¡Espera, Kojirō! Espera un momento.

—¿Eh? —hipó Matahachi—. ¿Es a mí?

—Eres Sasaki Kojirō, ¿no es cierto?

Los ojos del monje tenían una expresión severa.

Matahachi recuperó cierta medida de sobriedad.

—Sí, soy Kojirō. ¿Qué tiene eso que ver contigo?

—Quiero hacerte una pregunta.

—Tú dirás.

—¿De dónde has sacado esa caja de píldoras?

—¿Qué caja de píldoras? —replicó Matahachi, sin comprender.

—Esta caja. ¿De dónde la has sacado? Eso es todo lo que deseo saber. ¿Cómo ha llegado a tus manos?

El monje hablaba con bastante formalidad. Todavía era joven, probablemente no pasaría de los veintiséis años, y no parecía ser uno de aquellos apocados monjes mendicantes que deambulaban de un templo a otro viviendo de la caridad. Tenía en la mano un garrote de roble redondeado que medía más de seis pies de longitud.

—¿Y tú quién eres? —le preguntó Matahachi, en cuyo rostro empezaba a reflejarse la preocupación.

—Eso no importa. ¿Por qué no me dices de dónde has sacado esto?

—De ninguna parte. Es mío y siempre lo ha sido.

—¡Estás mintiendo! Dime la verdad.

—Ya te la he dicho.

—¿Te niegas a confesar?

—¿Confesar qué? —inquirió Matahachi inocentemente.

—¡Tú no eres Kojirō!

Apenas el monje había terminado de pronunciar estas palabras cuando el garrote que sujetaba hendió al aire.

El instinto de Matahachi le hizo retroceder, pero aún estaba demasiado aturdido para poder reaccionar con rapidez. Recibió el garrotazo y, lanzando un grito de dolor, retrocedió tambaleándose unos quince o veinte pies antes de caer de espaldas. Se puso en pie y echó a correr.

El monje fue tras él y, al cabo de unos pocos pasos, le arrojó el bastón de roble. Matahachi lo oyó venir y agachó la cabeza. El proyectil pasó volando junto a su oreja. Aterrado, redobló la velocidad de su carrera.

Cuando el monje llegó al arma caída, la recogió y, apuntando cuidadosamente, la lanzó de nuevo, pero Matahachi volvió a esquivarla.

Corriendo un largo trecho a toda velocidad, Matahachi cruzó la avenida Rokujō y se acercó a Gojō. Por fin se convenció de que su perseguidor había quedado atrás y se detuvo. Dándose unos golpes en el pecho, jadeante, se dijo: «Ese garrote..., ¡un arma terrible! Uno ha de andarse con cuidado estos días».

Totalmente sobrio y ardiendo de sed, se puso a buscar un pozo. Encontró uno en el extremo de un estrecho callejón. Izó el cubo y bebió hasta saciarse. Luego lo dejó en el suelo y se lavó la cara sudorosa.

«¿Quién sería ese hombre? —se preguntó—. ¿Y qué quería?» Pero en cuanto empezó a sentirse de nuevo normal, se sumió en el abatimiento. Ante sus ojos apareció el rostro sin mentón, contorsionado por el dolor, del moribundo en Fushimi.

El hecho de haber gastado el dinero del muerto le pesaba en la conciencia, y una vez más pensó en expiar sus malas acciones. Se juró que cuando tuviera dinero lo primero que haría sería devolver lo que había recibido en préstamo y, tal vez, si tenía éxito, levantaría una lápida funeraria al muerto.

«El certificado es lo único que queda. Quizá debería desprenderme de él. Si alguien que no debe saberlo descubre que lo tengo, eso podría crearme dificultades.»

Metió la mano en el interior de su kimono y tocó el documento que siempre llevaba doblado en la bolsa debajo del obi, sobre el vientre, aunque resultaba bastante incómoda.

Aun cuando no pudiera convertirlo en una considerable suma de dinero, el documento tal vez le llevaría a un comienzo, a ese mágico primer peldaño en la escala del éxito. La desdichada experiencia con Akakabe Yasoma no había eliminado su tendencia a soñar.

El certificado ya se había revelado útil, pues descubrió que mostrándolo en dōjōs pequeños y sin nombre o a inocentes pueblerinos deseosos de aprender esgrima, no sólo podía lograr que le respetaran, sino también obtener una comida gratis y un sitio donde dormir sin necesidad de pedirlo. Así había sobrevivido durante los últimos seis meses.

«No hay ningún motivo para tirarlo. ¿Qué me ocurre? Parece como si cada vez me volviera más apocado. Quizá sea eso lo que me impide abrirme camino en el mundo. ¡A partir de ahora no voy a ser así! Seré fuerte y audaz como Musashi. ¡Van a ver!»

Miró a su alrededor, contempló los chamizos que rodeaban el pozo. La gente que los habitaba le parecía envidiable. Sus viviendas se combaban bajo el peso del barro y las malas hierbas sobre sus tejados, pero por lo menos tenían un refugio. Echó un vistazo al interior de algunas casas. En una de ellas vio al marido y la mujer frente a frente, y entre ellos el recipiente que contenía su magra comida. Cerca de ellos sus hijos, niño y niña, junto con la abuela, hacían algún trabajo a destajo.

A pesar de la escasez de bienes mundanos, existía allí un espíritu de unidad familiar, un tesoro que les faltaba incluso a los grandes hombres como Hideyoshi e Ieyasu. Matahachi reflexionó en que, cuanto más pobre es la gente, más intenso llega a ser su mutuo afecto. Incluso los pobres pueden experimentar el júbilo de ser humanos.

Sintiéndose un poco avergonzado, recordó la lucha de voluntades que le había obligado a alejarse enfurecido de su madre en Sumiyoshi. «No debería haberle hecho eso —se dijo—. Al margen de sus defectos, nunca habrá nadie más que me quiera como ella.»

Durante la semana que habían pasado juntos, yendo, con gran fastidio por su parte, de santuario a templo y de templo a santuario, Osugi le había contado una y otra vez los milagrosos poderes de la Kannon del Kiyomizudera. «Ningún bodhisattva del mundo obra milagros más grandes —le había asegurado ella—. Menos de tres semanas de que fuese allí a rezar, Kannon me trajo a Takezō, lo llevó directamente al templo. Sé que la religión te trae bastante sin cuidado, pero sería mejor para ti que tuvieras fe en esa Kannon.»

Ahora que pensaba en ello, su madre le había mencionado que cuando llegara el nuevo año se proponía ir a Kiyomizu y pedirle a Kannon que protegiera a la familia Hon'iden. ¡Allí era donde él debería ir! No tenía ningún sitio donde dormir y podía pasar la noche en el porche del templo. Era posible que viera allí a su madre de nuevo.

Cuando bajaba por calles oscuras hacia la avenida Gojō, se le unió una jauría de chuchos extraviados y ladradores, que por desgracia no eran de esos a los que es posible silenciar tirándoles una o dos piedras. Pero Matahachi estaba acostumbrado a que le ladrasen, y no le intimidó que los perros se le acercaran gruñendo y enseñándole los dientes.

En Matsubara, un pinar cerca de la avenida Gojō, vio otra jauría de perros de mala raza reunidos alrededor de un árbol. Los que le escoltaban corrieron a unirse a ellos. Eran más de los que podía contar, todos ellos armaban un gran alboroto y algunos daban saltos de hasta cinco y seis pies de altura, con la pretensión de llegar a la copa del árbol.

Forzando la vista, distinguió vagamente a una muchacha que estaba agazapada, temblorosa, en una rama. O por lo menos tenía la razonable seguridad de que se trataba de una muchacha.

Agitó el puño y gritó para alejar a los perros. Como esto no surtía efecto, les arrojó piedras, pero también fue en vano. Entonces recordó haber oído que la manera de espantar a los perros era ponerse a cuatro patas y gruñir intensamente, y decidió intentarlo. Pero tampoco eso sirvió de nada, tal vez porque los animales eran demasiado numerosos, brincaban como peces atrapados en una red, meneaban las colas, arañaban la corteza del tronco y aullaban enfurecidos.

De repente se le ocurrió que a una mujer podría parecerle ridículo que un joven con dos espadas se pusiera a cuatro patas y actuase como un animal. Se puso en pie, soltando una maldición. Un instante después, uno de los perros dio un aullido y cayó muerto. Cuando los demás vieron la espada ensangrentada de Matahachi que se balanceaba por encima del cadáver, se juntaron, sus húmedos lomos moviéndose al jadear como olas marinas.

—Queréis más, ¿eh?

Al percibir la amenaza de la espada, los perros se diseminaron en todas direcciones.

—¡Eh, tú, la de ahí arriba! —gritó—. Ya puedes bajar.

Entonces oyó un bonito tintineo metálico entre las agujas de pino. «¡Es Akemi!», se dijo, asombrado.

—¿Eres tú, Akemi?

Y fue, en efecto, la voz de Akemi la que le respondió.

—¿Quién eres tú?

—Matahachi. ¿No reconoces mi voz?

—¡No es posible! ¿Has dicho Matahachi?

—¿Qué estás haciendo ahí arriba? No eres la clase de mujer a la que asustan los perros.

—No estoy aquí a causa de los perros.

—Bien, no importa el motivo por el que te ocultas. Baja de ahí.

Desde la rama a la que estaba encaramada, Akemi escrutó la silenciosa oscuridad.

—¡Matahachi! —exclamó—. Vete de aquí. Creo que él ha venido en mi busca.

—¿Eh? ¿A quién te refieres?

—No hay tiempo para hablar de ello. Es un hombre que se ofreció a ayudarme a fines del año pasado, pero es una bestia. Al principio pensé que era amable, pero ha cometido conmigo toda clase de crueldades. Esta noche he visto una oportunidad de huir de él.

—¿No cuida Okō de ti?

—No, mi madre no. ¡Es un hombre!

—¿Es tal vez Gion Tōji?

—No seas ridículo. A ése no le temo... Oh..., oh..., estás ahí mismo. Si te quedas aquí, me encontrará. ¡Y a ti también te hará algo horrible! ¡Escóndete en seguida!

—¿Esperas que eche a correr porque se ha presentado un hombre?

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