Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Otsū! —le gritó alguien desde una dirección inesperada. Osugi estaba apenas a cien pies de ella.
Cuando Otsū vio quién era, lanzó un grito, se cubrió por un momento el rostro con las manos y echó a correr.
La anciana se apresuró a perseguirla, sus blancos cabellos ondeando al viento.
—¡Otsū! —gritó, con una voz que podría haber separado las aguas del río Kamo—. ¡Espera! Quiero hablar contigo.
Una explicación de la presencia de Otsū en aquel lugar ya tomaba forma en la mente suspicaz de la anciana. Estaba segura de que Musashi la había atado porque tenía una cita con la muchacha y no quería que ella lo viera. Siguió razonando que Otsū habría dicho algo que enojó a Musashi y por eso él la había abandonado. Ese era sin duda el motivo por el que la muchacha le gritaba para que volviera.
«¡Esa chica es incorregible!», se dijo, detestándola aún más de lo que detestaba a Musashi. A su modo de ver, Otsū era legalmente su nuera, tanto si la boda había tenido lugar como si no. Había sido hecha una promesa, y si la novia había llegado a odiar a su hijo, entonces también debía de odiar a la misma Osugi.
—¡Espera! —volvió a gritar, abriendo la boca casi de oreja a oreja.
La intensidad del grito sobresaltó a Jōtarō, que estaba a su lado, y le agarró la mano al tiempo que decía:
—¿Qué estás intentando hacer, vieja bruja?
—¡Apártate de mi camino! —replicó ella, dándole un empujón.
Jōtarō no sabía quién era aquella mujer ni por qué Otsū había huido al verla, pero se daba cuenta de que era peligrosa. Como hijo de Aoki Tanzaemon y único alumno de Miyamoto Musashi, se negó a dejarse avasallar por el huesudo brazo de una vieja bruja.
—¡No puedes hacerme eso! —exclamó. Corrió hacia ella y saltó sobre su espalda.
La anciana se lo quitó de encima y, rodeándole el cuello con un brazo, le dio varios sopapos.
—¡Pequeño demonio! ¡Esto te enseñará a entrometerte!
Mientras Jōtarō intentaba zafarse de la belicosa anciana, Otsū seguía corriendo, su mente sumida en la confusión. Era joven y, como la mayoría de los jóvenes, estaba llena de esperanza y no tenía la costumbre de quejarse por su suerte adversa. Saboreaba las delicias de cada nuevo día como si fuesen flores en un jardín soleado. Penas y decepciones eran hechos inevitables de la vida, pero no la abatían durante mucho tiempo. De la misma manera, no podía concebir el placer como totalmente separado del dolor.
Pero aquel día su optimismo había sido destruido, no una sino dos veces. Se preguntó por qué había tenido que acudir allí aquella mañana. Ni las lágrimas ni la cólera podían anular su conmoción. Después de que cruzara un instante por su mente la idea del suicidio, condenó a todos los hombres como unos malignos embusteros. Se sintió alternativamente furiosa y desdichada, odiaba al mundo y a sí misma, estaba demasiado abrumada para hallar consuelo en las lágrimas o pensar claramente en nada. Los celos le hacían hervir la sangre, y la inseguridad que le causaban hacía que se reprendiera a sí misma por sus muchos defectos, incluida su falta de aplomo en aquellos momentos. Se dijo repetidas veces que debía conservar la serenidad y gradualmente reprimió sus impulsos bajo el barniz de dignidad que se supone deben mantener las mujeres.
Mientras la muchacha desconocida estuvo al lado de Musashi, Otsū no había podido moverse. Sin embargo, cuando Akemi se marchó, ya no pudo seguir dominándose y se sintió irresistiblemente impulsada a enfrentarse a Musashi y expresarle sus sentimientos. Aunque no sabía por dónde empezar, resolvió abrirle su corazón y decírselo todo.
Pero la vida está llena de minúsculos accidentes. Un pequeño paso en falso, un mínimo error de cálculo efectuado en el calor del momento, a menudo pueden alterar la forma de las cosas durante meses o años. Al perder de vista a Musashi por un instante, Otsū quedó expuesta a Osugi. En la espléndida mañana de Año Nuevo, el jardín de delicias de Otsū estaba infestado de serpientes.
Era una pesadilla que se había hecho realidad. En muchos sueños frenéticos, Otsū se había encontrado con el rostro malicioso de Osugi, y ahora la tremebunda realidad se aproximaba amenazante a ella.
Tras correr varios centenares de varas, la falta de aliento le obligó a detenerse. Miró atrás y por un momento su respiración se detuvo por completo. Osugi, como a cien varas de distancia, estaba azotando a Jōtarō, balanceándole a un lado y a otro.
El chico se debatía, pataleaba, unas veces en el suelo y otras en el aire, y de vez en cuando propinaba un golpe a su captora.
Otsū comprendió que no tardaría en empuñar su espada de madera, y cuando lo hiciera no había duda de que la anciana no sólo desenvainaría su espada corta sino que la usaría sin miramientos. En semejante ocasión, Osugi no mostraría misericordia. Jōtarō corría peligro de muerte.
La situación de Otsū era terrible: era preciso rescatar a Jōtarō, pero no se atrevía a acercarse a Osugi.
Jōtarō logró sacar la espada de madera que llevaba sujeta al obi, pero no librar su cabeza del brazo de Osugi, que se la apretaba como un tornillo de banco. Las patadas y la agitación de los brazos iban en su detrimento, pues aumentaban la confianza en sí misma de la anciana.
—¡Mocoso! —le gritó despectivamente—. ¿Qué tratas de hacer, imitar a una rana?
Los dientes frontales sobresalientes daban a su boca un aspecto leporino, pero su repugnante expresión era de triunfo. Paso a paso, arrastrando los pies, se acercaba a Otsū.
Mientras miraba furibunda a la muchacha aterrada, su astucia natural se impuso. De repente comprendió que su manera de actuar era errónea. Si su adversario hubiera sido Musashi, el engaño no le habría servido de nada, pero el enemigo que tenía ante ella era Otsū, la tierna e inocente Otsū, a la que probablemente podría hacer creer cualquier cosa que quisiera, siempre que se la planteara suavemente y con un aire de sinceridad. Pensó que primero la ataría con palabras y luego la asaría para cenar.
—¡Otsū! —gritó en un tono seriamente patético—. ¿Por qué huyes? ¿Qué es lo que te impulsa a escapar en cuanto me ves? Lo mismo hiciste en la casa de té Mikazuki, y no puedo entenderlo. Debes de estar imaginando cosas. No tengo la menor intención de hacerte daño.
Una expresión de duda apareció en el rostro de Otsū, pero Jōtarō, todavía cautivo, preguntó:
—¿Es eso cierto, abuela? ¿Lo dices en serio?
—Pues claro que lo digo en serio. Otsū no comprende cuáles son mis verdaderos sentimientos. Parece ser que me teme.
—Si lo dices en serio, suéltame e iré a buscarla.
—No tan rápido. Si te suelto, ¿cómo sé que no me golpearás con esa espada tuya y echarás a correr?
—¿Crees que soy un cobarde? Jamás haría semejante cosa. Me parece que nos estamos peleando por nada. Ha habido algún error.
—De acuerdo. Dile a Otsū que ya no estoy enfadada con ella. Hubo un tiempo en que lo estuve, pero eso ya ha terminado. Desde que murió el tío Gon, he viajado sola, llevando conmigo sus cenizas... Soy una anciana solitaria sin ningún sitio adonde ir. Explícale que, sean cuales fueren mis sentimientos hacia Musashi, a ella sigo considerándola como una hija. No le pido que regrese y sea la novia de Matahachi. Sólo le pido que se apiade de mí y escuche lo que tengo que decirle.
—Ya es suficiente. Si me dices algo más seré incapaz de recordarlo.
—Muy bien, pues dile lo que te he dicho hasta ahora.
Mientras el muchacho corría al lado de Otsū y le repetía el mensaje de Osugi, la anciana, fingiendo que no miraba, se sentó en una piedra y contempló un bajío donde un banco de pececillos se deslizaba velozmente de un lado a otro. ¿Vendría Otsū o no? Osugi dirigió una mirada disimulada a la muchacha, más rápida que aquellos minúsculos peces.
Las dudas de Otsū no se disiparon con facilidad, pero finalmente Jōtarō la convenció de que no había peligro alguno. Echó a andar con timidez hacia Osugi, la cual, deleitándose en su victoria, le sonreía de modo jovial.
—Otsū, querida niña —le dijo en un tono maternal.
—Abuela —replicó Otsū, inclinándose hasta el suelo a los pies de la anciana—. Perdóname. Por favor, perdóname. No sé qué decir.
—No es necesario que digas nada. Todo ha sido culpa de Matahachi. Al parecer, aún te guarda rencor por tu cambio de sentimientos, y me temo que en una época también yo he pensado mal de ti. Pero todo eso es agua pasada.
—¿Me perdonas entonces por mi manera de actuar?
—Bueno, eso... —dijo Osugi, con una nota de incertidumbre, pero al mismo tiempo poniéndose en cuclillas a su lado.
Otsū removió la arena con los dedos, haciendo en la fría superficie un pequeño hoyo que pronto se llenó de agua tibia y burbujeante.
—Como madre de Matahachi, supongo que puedo decir que has sido perdonada, pero hay que tener en cuenta a Matahachi. ¿No querrás verle y hablar con él de nuevo? Puesto que huyó con otra mujer por su propia voluntad, no creo que te pida que vuelvas con él. La verdad es que no le permitiría hacer algo tan egoísta, pero...
—¿Sí?
—Bueno, ¿no accederás a verle por lo menos? Entonces, cuando los dos estéis frente a frente, le diré exactamente lo que debo decirle. Así podré cumplir mi deber como madre, sentiré que he hecho cuanto podía.
—Comprendo —replicó Otsū. De la arena, a su lado, emergió un minúsculo cangrejo y se escabulló detrás de una piedra. Jōtarō lo cogió con disimulo, se puso detrás de Osugi y lo dejó caer sobre su cabeza. Otsū siguió diciendo—: Pero no puedo evitar la sensación de que, después de tanto tiempo como ha pasado, sería mejor para mí no ver a Matahachi.
—Yo estaré a tu lado. ¿No te sentirías mejor si le vieras y rompierais de una vez como es debido?
—Sí, pero...
—Entonces hazlo. Lo digo por tu propio bien en el futuro.
—Si accedo..., ¿cómo vamos a encontrar a Matahachi? ¿Sabes dónde está?
—Podré encontrarle en seguida, créeme. Mira, hace poco le vi en Osaka. Le dio uno de sus ataques de testarudez, se marchó y me dejó en Sumiyoshi, pero cuando hace esa clase de cosas luego siempre lo lamenta. No pasará mucho tiempo antes de que venga a Kyoto en mi busca.
A pesar de la incómoda sensación que tenía Otsū de que Osugi no le estaba diciendo la verdad, influyó en su ánimo la fe que tenía la mujer en su inútil hijo. Sin embargo, lo que condujo a su rendición final, fue la convicción de que la manera de actuar que proponía Osugi era la correcta.
—¿Qué te parece si te ayudara a buscar a Matahachi?
—Oh, ¿harías eso? —replicó con vehemencia la anciana, cogiendo la mano de la muchacha.
—Sí. Sí, creo que debo hacerlo.
—De acuerdo, entonces acompáñame ahora a mi posada. ¡Uf! ¿Qué es esto? —Se levantó, llevándose la mano a la parte posterior del cuello de su kimono, y cogió el pequeño cangrejo. Estremecida, preguntó—: Bueno, ¿cómo ha llegado esto ahí? —Extendió la mano y la sacudió, desprendiendo al animalillo de sus dedos.
Jōtarō, que estaba a sus espaldas, reprimió la risa, pero Osugi no se dejó engañar. Con los ojos centelleantes, se volvió y le miró furibunda:
—¡Supongo que es alguna travesura!
—Mía no, yo no he sido. —Echó a correr por el malecón para ponerse a salvo y gritó—: ¿Vas a ir con ella a la posada, Otsū?
Antes de que Otsū pudiera responder, Osugi dijo:
—Sí, viene conmigo. Estoy en una posada cerca del pie de la colina Sannen. Siempre me alojo ahí cuando vengo a Kyoto. No te necesitaremos. Vuelve al lugar de donde has venido.
—De acuerdo, estaré en la casa de Karasumaru. Ven tú también, Otsū, cuando hayas terminado ese asunto.
Otsū sintió una punzada de inquietud.
—¡Espera, Jō! —Corrió por el malecón, reacia a dejarle marchar.
Osugi, temerosa de que la muchacha pudiera cambiar de idea y huir, se apresuró a seguirla, pero durante unos instantes Otsū y Jōtarō estuvieron a solas.
—Creo que debería ir con ella —le dijo Otsū—. Pero regresaré a la casa del señor Karasumaru en cuanto tenga ocasión. Explícaselo todo y procura que te dejen quedarte hasta que yo haya terminado lo que tengo que hacer.
—No te preocupes. Esperaré tanto tiempo como sea necesario.
—Busca a Musashi durante mi ausencia, ¿de acuerdo?
—¡Ya estamos otra vez! Cuando por fin le encuentras, te escondes. Y ahora lo lamentas. No digas que no te lo advertí.
—Me he portado como una estúpida.
Osugi llegó a su lado y se puso entre ellos. Los tres echaron a andar de regreso al puente. La penetrante mirada de Osugi se fijaba con frecuencia en la muchacha, de la que desconfiaba. Aunque Otsū no tenía el menor atisbo del peligroso sino que la aguardaba, experimentaba de todos modos la sensación de estar atrapada.
Cuando llegaron al puente, el sol estaba alto por encima de los sauces y los pinos y las multitudes que habían salido a pasear el día de Año Nuevo llenaban las calles. Un grupo considerable se había congregado ante el cartel colocado en el puente.
—¿Musashi? ¿Quién es ése?
—¿Conocéis a algún gran espadachín de ese nombre?
—Nunca he oído hablar de él.
—Debe de ser un gran luchador si se enfrenta a los Yoshioka. Valdrá la pena ver ese encuentro.
Otsū se detuvo y se quedó mirando fijamente. Osugi y Jōtarō la imitaron y escucharon los susurros reverberantes. Al igual que las ondas producidas por los pececillos en el bajío, el nombre Musashi se extendió entre la multitud.
Libro IV
VIENTO