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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (73 page)

BOOK: Musashi
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Al pie de la colina Yoshida, el hombre a quien iba dirigida la notificación caminaba por un barrio de samurais de noble linaje y escasos medios. Eran gentes de tendencia conservadora, llevaban una clase de vida ordinaria y era improbable que se les descubriera haciendo algo que suscitara comentarios.

Musashi iba de una casa a otra, examinando las placas con los nombres en los portales. Finalmente se detuvo en medio de la calle, como si no deseara seguir adelante o fuese incapaz de hacerlo. Estaba buscando a su tía, la hermana de su madre y único familiar vivo además de Ogin.

El marido de su tía era un samurai que, por un pequeño estipendio, servía en la casa de Konoe. Musashi había creído que le resultaría fácil encontrar la casa cerca de la colina Yoshida, pero no tardó en descubrir que una casa se distinguía muy poco de otra. En su mayor parte eran pequeñas, estaban rodeadas de árboles y tenían las puertas cerradas como valvas de almejas. No eran pocos los portales sin placa de identificación.

Como no estaba seguro del lugar que buscaba, se sentía reacio a preguntar por la dirección. «Deben de haberse mudado —pensó—. Será mejor que abandone la búsqueda.»

Regresó al centro de la ciudad, la cual estaba envuelta por una niebla que reflejaba las luces del mercado instalado durante las celebraciones de fin de año. Aunque era la vigilia de Año Nuevo, las calles céntricas todavía bullían de actividad.

Musashi se volvió para mirar a una mujer que acababa de pasar en la dirección contraria. No había visto a su tía desde hacía por lo menos siete u ocho años, pero estaba seguro de que se trataba de ella, pues la mujer se parecía a la imagen que él se había formado de su madre. La siguió un breve trecho, y entonces la llamó.

Ella le miró con suspicacia durante unos instantes. En sus ojos, rodeados de arrugas producidas por los años de vida precaria con un minúsculo presupuesto, se reflejó una profunda sorpresa.

—Eres Musashi, el hijo de Munisai, ¿no es cierto? —le preguntó por fin.

Él se preguntó por qué le había llamado Musashi en vez de Takezō, pero lo que realmente le turbaba era la impresión de que su presencia no agradaba a la mujer.

—Sí —respondió—. Soy Takezō, de la casa de Shimmen.

Ella le miró de arriba abajo, sin las exclamaciones acostumbradas, sin mencionar cuánto había crecido o lo mucho que había cambiado desde la última vez que le vio.

—¿Por qué has venido aquí? —le preguntó fríamente, en un tono de evidente censura.

—No tenía un motivo especial para venir. Sencillamente, me encontraba en Kyoto y pensé que sería agradable visitarte.

Los ojos y el cabello de su tía le evocaban a su madre, la cual, de vivir todavía, sin duda sería tan alta como aquella mujer y hablaría con una voz similar.

—¿Has venido a verme? —inquirió ella con incredulidad.

—Pues sí. Lamento haberlo hecho sin previo aviso.

La mujer agitó una mano ante su cara, restando importancia con ese gesto a las palabras de Musashi.

—Bueno, ya me has visto, así que no hay razón para que sigas aquí. ¡Márchate, por favor!

Contrariado por un recibimiento tan frío, Musashi le dijo impulsivamente:

—¿Por qué dices tal cosa nada más verme? Si quieres que me vaya lo haré, pero no veo el motivo. ¿Acaso he hecho algo que desapruebas? En ese caso, dime qué es.

Su tía parecía poco dispuesta a concretar.

—Mira, ya que estás aquí, ¿por qué no vienes a casa y saludas a tu tío? Pero ya sabes qué clase de persona es, por lo que no debe decepcionarte nada de lo que diga. Soy tu tía, y puesto que has venido a vernos, no quiero que te marches con resentimiento.

Musashi aceptó el escaso consuelo que le brindaban estas palabras, fue con su tía a la casa y aguardó en la sala mientras ella daba la noticia a su marido. A través de la puerta corredera de papel y listones, oía la voz quejumbrosa y asmática de su tío, que se llamaba Matsuo Kaname.

—¿Qué? —dijo Kaname con enojo—. ¿El hijo de Munisai aquí? Temía que apareciera más tarde o más temprano. ¿Quieres decir que está aquí, en esta casa? ¿Le has permitido entrar sin decírmelo?

Musashi no estaba dispuesto a aguantar más, pero cuando llamó a su tía para despedirse, Kaname le dijo:

—Estás ahí, ¿no?

Deslizó la puerta corredera y Musashi vio que su rostro no estaba cejijunto sino que tenía una expresión de profundo desprecio, la mirada que la gente de ciudad reserva para sus sucios parientes del campo. Era como si hubiera entrado una vaca pisando con sus pezuñas el tatami.

—¿Por qué has venido aquí? —le preguntó Kaname.

—Casualmente me encontraba en la ciudad y pensé en venir a preguntar por tu salud.

—¡Eso no es cierto!

—¿Cómo dices, señor?

—Puedes mentir cuanto quieras, pero sé lo que has hecho. Has causado muchas dificultades en Mimasaka, has hecho que mucha gente te odie, has manchado el apellido de tu familia y luego te has fugado. ¿No es ésa la verdad?

Musashi se sintió desconcertado.

—¿Cómo puedes tener la desvergüenza de venir a visitar a tus parientes?

—Lamento lo que hice —respondió Musashi—. Pero estoy firmemente decidido a dar cumplida satisfacción a mis antepasados y al pueblo.

—Supongo que no puedes regresar al pueblo, naturalmente. Bien, uno cosecha lo que ha sembrado. ¡Munisai debe de estar llorando en su tumba!

—Llevo aquí demasiado tiempo —dijo Musashi—. Ya he de marcharme.

—¡Ah, no, de ninguna manera! —exclamó Kaname airado—. ¡Vas a quedarte aquí! Si deambulas por esta vecindad no tardarás en verte metido en líos. Esa arisca anciana de la familia Hon'iden se presentó aquí por primera vez hace cosa de medio año, y últimamente ha venido varias veces. Siempre pregunta si has estado aquí e intenta averiguar dónde estás. Te está buscando, desde luego..., para infligirte una terrible venganza.

—Ah, Osugi. ¿Ha estado aquí?

—Ya lo creo. Es ella quien me ha informado de tus andanzas. Si no fueras pariente mío, te ataría y entregaría a ella, pero en estas circunstancias... Sea como fuere, quédate aquí de momento. Lo mejor será que te vayas entrada la noche, para que tu tía y yo no nos veamos en ningún aprieto.

Que sus tíos se hubieran creído a pies juntillas las difamaciones de Osugi era mortificante. Sintiéndose terriblemente solo, Musashi permaneció en silencio, mirando el suelo. Por fin su tía se apiadó de él y le dijo que fuese a otra habitación y se acostara.

Musashi se dejó caer en el suelo y se aflojó las vainas de las espadas. Una vez más le invadió la sensación de que no podía contar con nadie en el mundo más que consigo mismo.

Reflexionó en que tal vez sus tíos le trataban con franqueza y severidad precisamente debido a sus lazos familiares. Aunque poco antes estaba tan airado que deseaba escupir en el umbral y marcharse, ahora adoptó una actitud más caritativa, recordándose que era importante darles el beneficio de toda duda.

Era demasiado ingenuo para juzgar acertadamente a quienes le rodeaban. Si ya fuese rico y famoso, sus sentimientos acerca de los parientes habrían sido apropiados, pero había irrumpido allí procedente del frío y vestido con un kimono andrajoso nada menos que en la vigilia de Año Nuevo. En esas circunstancias no era sorprendente la falta de afecto familiar por parte de sus tíos.

Musashi no tardó en comprenderlo del modo más penoso. Se había tendido, hambriento, con la inocente suposición de que le ofrecerían algo de comer, pero aunque le llegaron los olores de la comida que se estaba cocinando y oyó el ruido de cacerolas y sartenes en la cocina, nadie se acercó a su habitación, donde el parpadeo del fuego en el brasero no era más intenso que el de una luciérnaga. Entonces llegó a la conclusión de que el hambre y el frío eran secundarios. Ahora lo más importante era dormir un poco, y así se dispuso a hacerlo.

Unas cuatro horas más tarde le despertó el sonido de las campanas del templo que señalaban el final del año. Dormir le había sentado bien. Al ponerse en pie, notó que su fatiga había desaparecido y tenía la mente clara y despejada.

En la ciudad y sus alrededores las enormes campanas sonaban con un ritmo lento y majestuoso, indicando el término de la oscuridad y el comienzo de la luz. Ciento ocho repiques por las ciento ocho ilusiones de la vida, y cada repique era una llamada a hombres y mujeres para que reflexionaran sobre la vanidad de sus actos.

Musashi se preguntó cuántas personas podrían decir aquella noche: «He tenido razón. He hecho lo que debía hacer. No tengo ningún remordimiento». En cuanto a él, cada repique le producía un temblor de arrepentimiento. Sólo podía evocar las cosas que había hecho mal durante el último año, y no sólo éste, sino el año anterior y el otro... Todos los años transcurridos habían aportado remordimientos. Ni un solo año había estado desprovisto de ellos.

Desde su limitada perspectiva del mundo, le parecía que uno no tardaría en lamentar cualquier cosa que hiciera. Por ejemplo, los hombres tomaban esposas con la intención de vivir con ellas para siempre, pero con frecuencia más adelante cambiaban de idea. Uno podía perdonar de buen grado las ocurrencias tardías de las mujeres, pero éstas no solían expresar sus quejas, mientras que los hombres lo hacían a menudo. ¿Cuántas veces había oído a hombres que menospreciaban a sus esposas como si fuesen viejas sandalias desechadas?

Por supuesto, Musashi no tenía problemas conyugales, pero había sido víctima de la ilusión, y el remordimiento no era un sentimiento ajeno a él. En aquel mismo momento lamentaba mucho haber ido a casa de su tía. «Ni siquiera ahora estoy libre de mi sentido de dependencia —se decía—. Me digo una y otra vez que debo arreglármelas sin ayuda de nadie, y entonces, de improviso, recurro a alguien. ¡Qué frívolo es esto, qué estúpido!»

Pensó que debía tomar una resolución y ponerla por escrito. Desató su fardo de shugyōsha y sacó un cuaderno hecho de hojas de papel dobladas en cuatro partes y sujetas con tiras de papel en espiral. Solía anotar los pensamientos que se le ocurrían durante su errabundeo, junto con expresiones zen, notas sobre geografía, admoniciones a sí mismo y, de vez en cuando, toscos bocetos de cosas interesantes que veía. Abrió el cuaderno, empuñó el pincel y se quedó mirando la hoja de papel en blanco.

Musashi escribió: «No me arrepentiré de nada».

Aunque anotaba con frecuencia resoluciones, había observado que el mero hecho de ponerlas por escrito servía de poco.

Tenía que repetírselas cada mañana y cada noche, como si fuesen una escritura sagrada. Por ello siempre procuraba elegir palabras que fuesen fáciles de recordar y recitar, como poemas.

Se quedó mirando lo que había escrito y lo cambió para que dijera: «No me arrepentiré de mis acciones». Musitó estas palabras, pero seguían pareciéndole insatisfactorias y volvió a cambiarlas: «No haré nada de lo que pueda arrepentirme».

Satisfecho con este tercer esfuerzo, dejó el pincel a un lado. Aunque había escrito las tres frases con el mismo propósito, era posible que las dos primeras significaran que no se arrepentiría tanto si actuaba bien como mal, mientras que la tercera recalcaba su decisión de actuar de tal manera que fuese innecesario hacerse reproches.

Musashi repitió la resolución para sus adentros, comprendiendo que se trataba de un ideal inalcanzable a menos que disciplinara su corazón y su mente al máximo de su capacidad. Sin embargo, el camino que debía seguir era el del esfuerzo por lograr un estado en el que nada de lo que hiciera le causara remordimientos. «¡Algún día alcanzaré ese estado!», se juró, dispuesto a atesorar ese juramento en lo más profundo de su ser.

Se abrió la puerta corredera a sus espaldas. Era su tía, la cual, con la voz temblorosa, le dijo:

—¡Lo sabía! Algo me dijo que no debería dejar que te quedaras aquí, y ahora ha ocurrido lo que temía. Osugi ha venido y ha visto tus sandalias en el vestíbulo. ¡Está convencida de que te encuentras aquí e insiste en que te llevemos a su presencia! ¡Escucha! Puedes oírla desde aquí. ¡Oh, Musashi, haz algo!

—¿Osugi está aquí? —dijo Musashi, reacio a creer tal cosa.

Pero era indudable: oía la áspera voz de la anciana que se filtraba a través de las rendijas como un viento helado, dirigiéndose a Kaneme de la manera más rígida y altiva.

Osugi había llegado al finalizar los toques de las campanas a medianoche, cuando la tía de Musashi se disponía a sacar agua fresca del pozo para el Año Nuevo. Preocupada por la posibilidad de que la visión de la sangre arruinara su Año Nuevo, no intentó ocultar la irritación que sentía.

—Márchate tan rápido como puedas —le imploró—. Tu tío la retiene insistiendo en que no has estado aquí. Vete ahora, mientras aún hay tiempo.

La mujer recogió su sombrero y el fardo y le condujo a la puerta trasera, donde había dejado un par de calcetines de cuero de su marido junto con unas sandalias de paja.

Mientras se ataba las sandalias, Musashi le dijo tímidamente:

—Perdona que te moleste tanto, pero ¿no podrías darme unas gachas? Esta noche no he comido nada.

—¡Éste no es momento para comer! Pero aquí tienes esto. ¡Y vete de una vez! —Le tendió cinco pastelillos de arroz sobre una hoja de papel blanco.

Musashi se apresuró a aceptarlos y se los llevó a la frente, en un gesto de agradecimiento.

—Adiós —le dijo.

En aquel primer día del alegre Año Nuevo, Musashi bajaba entristecido por el sendero helado. Era un ave invernal con las alas enmohecidas que emprendía el vuelo por un cielo negro. Tenía la sensación de que su cabello y sus uñas se estaban congelando. Lo único que podía ver era el blanco vapor de su aliento, que se trasformaba con rapidez en escarcha sobre el fino vello alrededor de su boca.

—¡Qué frío hace! —exclamó en voz alta.

No le cabía duda de que ni en los Ocho Infiernos Helados haría tanto frío, y se preguntó por qué, cuando él normalmente no hacía caso del frío, lo sentía tan intensamente aquella mañana.

«No se trata sólo de mi cuerpo —se respondió a sí mismo—. Es que estoy frío por dentro, no me he disciplinado apropiadamente. Eso es lo que ocurre. Todavía anhelo aferrarme a un cuerpo cálido, como un bebé, y cedo con demasiada facilidad al sentimentalismo. Como estoy solo, siento lástima de mí mismo y envidio a quienes poseen casas calientes. ¡En el fondo soy infame y mezquino! ¿Por qué no puedo sentirme agradecido por mi independencia y la libertad de ir adonde me plazca? ¿Por qué no puedo aferrarme a mis ideas y mi orgullo?»

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