Musashi (72 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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Ahora Akemi gritaba de dolor más que de miedo. Los dientes del perro se habían cerrado alrededor de su antebrazo. Kojirō soltó un juramento y le dio una violenta patada en el costillar. La fuerza del impacto bastó para matarle, pero incluso después de una segunda patada, los dientes del perro siguieron firmemente aferrados al brazo de la muchacha.

—¡Suéltame! ¡Suéltame! —gritaba ella, retorciéndose en el suelo.

Kojirō se arrodilló a su lado y abrió las mandíbulas del perro, produciendo un sonido como si separase dos trozos de madera pegados con cola. La boca del animal se abrió; un poco más de fuerza por parte de Kojirō y la cabeza del perro se habría partido en dos. Arrojó el cadáver fuera y se acercó a Akemi.

—Ya ha pasado todo —le dijo en tono consolador, pero el antebrazo de Akemi desmentía sus palabras. La sangre que manaba sobre la piel blanca daba a la mordedura el aspecto de una peonía carmesí.

Kojirō se estremeció al verlo.

—¿No tienes sake? Debería lavar la herida con sake... No, supongo que no lo habrá en un sitio como éste. —La sangre cálida fluía por el antebrazo y llegaba a la muñeca—. Tengo que hacer algo, o el veneno de los dientes del perro podría volverte loca. Se ha portado de una manera extraña en los últimos días.

Mientras Kojirō trataba de pensar con rapidez en lo que podría hacer, Akemi juntó las cejas, echó atrás su encantador cuello blanco y dijo:

—¿Loca? ¡Oh, qué maravilloso! Así es cómo quiero estar... ¡Loca! ¡Completamente loca, loca de atar!

—¿Qu..., qué te ocurre? —tartamudeó Kojirō .

Entonces se inclinó sobre el antebrazo de la muchacha y le succionó con la boca la sangre de la herida. Cuando tuvo la boca llena escupió la sangre, volvió a aplicar la boca a la piel blanca y succionó hasta que se le hincharon las mejillas.

Por la noche Tanzaemon regresó de su ronda cotidiana.

—Ya estoy aquí, Akemi —anunció al entrar en el templo—. ¿Te has sentido sola durante mi ausencia?

Depositó la medicina en un rincón, junto con la comida y el tarro de aceite que había comprado, y dijo:

—Espera un momento. Encenderé una luz.

Cuando encendió la vela, vio que no había nadie en la estancia.

—¡Akemi! —gritó—. ¿Dónde puede haber ido?

Su amor unilateral se convirtió de repente en cólera, a la que sustituyó rápidamente la soledad. De nuevo Tanzaemon recordó que nunca volvería a ser joven, que no había más honor ni más esperanza para él. Pensó en su cuerpo avejentado y se estremeció.

—La rescaté y cuidé de ella —gruñó—, y ahora se ha ido sin decir palabra. ¿Es así cómo el mundo ha de ser siempre? ¿Es ella así? ¿O tal vez sospechaba de mis intenciones?

En la yacija encontró un trozo de tela, al parecer arrancado del extremo de su obi. La mancha de sangre que descubrió en el trapo volvió a encender sus instintos animales. Dio un puntapié a las esteras de paja y arrojó la medicina por la ventana.

Hambriento, pero sin fuerza de voluntad para prepararse la cena, cogió su shakuhachi y, suspirando, salió a la terraza. Durante una hora o más tiempo tocó sin interrupción, tratando de expulsar sus deseos e ilusiones. Sin embargo, tuvo la certeza de que sus pasiones seguían dentro de él y seguirían hasta el día de su muerte.

«Ya la ha tomado otro hombre —pensó—. ¿Por qué he tenido que ser tan moral y honrado? No tenía necesidad de acostarme solo y pasarme la noche suspirando.»

Lamentaba a medias no haber actuado, y a medias condenaba su anhelo lascivo. Era precisamente este conflicto de emociones, que se agitaba sin cesar en sus venas, lo que constituía eso que Buda llamaba ilusiones. Ahora intentaba limpiar su naturaleza impura, pero cuanto más se esforzaba, más confuso se volvía el tono de su shakuhachi.

El mendigo que dormía debajo de la plataforma elevada del templo asomó la cabeza a la terraza.

—¿Por qué estás aquí sentado tocando tu instrumento? —le preguntó—. ¿Te ha ocurrido algo bueno? Si has conseguido mucho dinero y has traído sake, ¿te importaría darme un trago?

Era un tullido, y desde su humilde punto de vista, Tanzaemon vivía como un rey.

—¿Sabes qué le ha sucedido a la muchacha que traje anoche?

—Una zagala guapa, ¿eh? De haber podido, no la hubiera dejado largarse. Esta mañana, poco después de que te marcharas, un joven samurai con un mechón de pelo sobre la frente y una enorme espada al hombro vino y se la llevó. Y al mono también. Cargó al bicho en un hombro y a ella en el otro.

—¿Un samurai... con un mechón?

—Sí, y era un tipo apuesto..., ¡mucho más, desde luego, que tú y yo!

La comicidad de su observación hizo que el mendigo se desternillara de risa.

La notificación

Cuando llegó a la escuela, Seijūrō estaba de muy mal humor. Depositó bruscamente el halcón en las manos de un discípulo y le ordenó que lo devolviera a su jaula.

—¿No está Kojirō contigo? —le preguntó el discípulo.

—No, pero estoy seguro de que llegará en seguida.

Tras cambiarse de ropa, Seijūrō fue a sentarse a la sala donde se recibía a los huéspedes. Al otro lado del patio estaba el gran dōjō, cerrado desde la última sesión de prácticas, el día veinticinco. A lo largo del año habían pasado por allí aproximadamente un millar de estudiantes. Ahora el dōjō no volvería a abrir sus puertas hasta la primera sesión de adiestramiento del nuevo año. El silencio de las espadas de madera creaba en la casa una atmósfera de frialdad y desolación.

Ansioso por practicar la esgrima con Kojirō , el jefe de la casa Yoshioka preguntó repetidas veces al discípulo si aún no había llegado. Pero Kojirō no regresó, ni aquella noche ni al día siguiente.

En cambio llegaron muchos otros visitantes, pues era el último día del año, el día en que era preciso cancelar todas las deudas. Para quienes tenían negocios, aquélla era la oportunidad de cobrar lo que les debían, y si no lo lograban tendrían que esperar hasta el festival Bon del próximo verano. Así pues, hacia mediodía la sala delantera estaba llena de acreedores. Normalmente tenían un aire de absoluto servilismo ante un samurai, pero ahora, agotada ya su paciencia, expresaban sus sentimientos con toda claridad.

—¿No podéis pagar por lo menos una parte de lo que debéis?

—Lleváis diciendo desde hace meses que el encargado de los pagos no está o que el maestro se ha ausentado. ¿Creéis que podéis darnos largas eternamente?

—¿Cuántas veces tenemos que venir aquí?

—El viejo maestro era un buen cliente. No diría nada si sólo se tratara de la segunda mitad del año, pero tampoco nos pagasteis en verano. ¡Vamos, incluso tengo facturas impagadas del año pasado!

Un par de ellos golpearon con impaciencia sus libros de cuentas y los pusieron bajo las narices del discípulo. Eran carpinteros, yeseros, el vendedor de arroz, el comerciante de sake, sastres y varios suministradores de artículos de consumo diario. Engrosaban sus filas los propietarios de diversas casas de té en las que Seijūrō comía y bebía a crédito. Y ésta era la gente de poca monta, cuyas facturas no podían compararse con las de los usureros de los que Denshichirō había obtenido préstamos sin conocimiento de su hermano.

Media docena de tales hombres estaban sentados y se negaban a moverse.

—Queremos hablar personalmente con el maestro Seijūrō. Hablar con discípulos es una pérdida de tiempo.

Seijūrō permanecía en el fondo de la casa, limitándose a decir: «Decidles que no estoy». En cuanto a Denshichirō, naturalmente no se habría acercado a la casa en semejante día. El hombre que más brillaba por su ausencia era el encargado de los libros de contabilidad y las cuentas domésticas de la casa de Yoshioka: Gion Tōji. Varios días antes se había marchado con Okō y todo el dinero que había recogido, en dirección al este.

Al cabo de un rato entraron seis hombres con paso jactancioso. Iba al frente Ueda Ryōhei, el cual incluso en unas circunstancias tan humillantes rebosaba de orgullo por ser uno de los diez primeros espadachines de la casa de Yoshioka. Con una mirada amenazante, preguntó:

—¿Qué ocurre aquí?

El discípulo, aunque dejó claro que no consideraba necesario dar explicaciones, le informó con detalle y brevedad de la situación.

—¿Es eso todo? —dijo Ryōhei desdeñosamente—. ¿No es más que un puñado de avaros? ¿Qué importa un poco de espera si al final las facturas se pagan? Diles a los que no quieren esperar que vayan a la sala de prácticas, y discutiré el asunto con ellos en mi propio lenguaje.

Ante esta amenaza, los acreedores se disgustaron más. Debido a la rectitud de Yoshioka Kempō en los asuntos económicos, por no mencionar su posición como instructor militar de los shogunes Ashikaga, se habían inclinado ante la casa Yoshioka, humillándose, prestándoles bienes de todo tipo, acudiendo cada vez que les llamaban y marchándose cuando se lo decían, accediendo a todo. Pero también ellos tenían un límite y no podían seguir doblegándose servilmente ante aquellos vanos guerreros. El día en que se dejaran intimidar por amenazas como las de Ryōhei señalaría el final de la actividad comercial. ¿Y qué harían los samurais sin los mercaderes? ¿Imaginaban por un momento que ellos solos podrían hacerse cargo del comercio?

Mientras seguían allí, refunfuñando, Ryōhei dejó perfectamente claro que los consideraba como basura.

—¡Muy bien, ahora marchaos a casa! Quedaros aquí esperando no os servirá de nada.

Los mercaderes guardaron silencio, pero no se movieron de donde estaban.

—¡Echadlos! —gritó Ryōhei.

—¡Esto es indignante, señor!

—¿Qué tiene de indignante? —replicó Ryōhei.

—¡Esto es completamente irresponsable!

—¿Quién dice que es irresponsable?

—¡No hay duda de que expulsarnos es un acto de irresponsabilidad!

—Entonces ¿por qué no os vais tranquilamente? Estamos ocupados.

—Si hoy no fuese el último día del año, no estaríamos aquí suplicando. Necesitamos el dinero que nos debéis para pagar nuestras propias deudas antes de que termine el día.

—Eso es una lástima, una verdadera lástima. ¡Ahora fuera de aquí!

—¡Ésta no es manera de tratarnos!

—¡Creo que ya he escuchado lo suficiente vuestras quejas! —La cólera volvía a vibrar en la voz de Ryōhei.

—¡Nadie se quejaría... si os limitarais a pagar!

—¡Ven aquí! —ordenó Ryōhei.

—¿Qu..., quién?

—Cualquiera que no esté satisfecho.

—¡Esto es una locura!

—¿Quién ha dicho eso?

—No me refería a vos, señor. Hablaba de esta..., esta situación.

—¡Calla! —Ryōhei agarró al hombre por el cabello y lo echó por la puerta lateral—. ¿Alguien más tiene quejas? —preguntó en voz atronadora—. Sois una chusma y no permitiremos que entréis en la casa exigiendo insignificantes sumas de dinero. ¡De ninguna manera! Aunque el Joven Maestro quiera pagaros, no le dejaré hacerlo.

Al ver el puño de Ryōhei, los acreedores tropezaron entre ellos en su prisa por cruzar el portal, pero una vez en el exterior sus denuestos contra la casa de Yoshioka fueron en aumento.

—¡Cómo me reiré y batiré palmas cuando vea el cartel de «En venta» en este lugar! Ya no falta mucho para eso.

—Dicen que eso no sucederá.

—¿Cómo podría ocurrir?

Ryōhei, muy divertido, se desternillaba de risa mientras regresaba al fondo de la casa. Los demás discípulos le acompañaron hasta la sala donde Seijūrō estaba encorvado, solo y silencioso, ante el brasero.

—Estás muy callado, Joven Maestro —le dijo Ryōhei—. ¿Ocurre algo?

—Oh, no —replicó Seijūrō, algo animado al ver a sus seguidores de más confianza—. El día ya está muy próximo, ¿verdad?

—Así es, y por eso venimos a verte. ¿No deberíamos decidir el día y el lugar y hacérselo saber a Musashi?

—Sí, claro, supongo que sí —dijo Seijūrō pensativamente—. El lugar... ¿Qué lugar sería conveniente? ¿Qué os parece el campo en el Rendaiji, al norte de la ciudad?

—Creo que es perfecto. ¿Y la hora?

—¿Debería ser antes de que quiten los adornos de Año Nuevo o después?

—Cuanto antes mejor. No debemos dar a ese cobarde tiempo para escabullirse.

—¿Qué os parece el día octavo?

—¿No es el aniversario de la muerte del maestro Kempō?

—Sí, en efecto. En ese caso, podría ser el noveno, a las siete de la mañana. Así estará bien, ¿no?

—De acuerdo. Esta noche pondremos un cartel en el puente.

—Muy bien.

—¿Estás preparado? —le preguntó Ryōhei.

—Lo he estado desde el principio —replicó Seijūrō, el cual no podía responder de otra manera.

No había considerado la posibilidad de ser derrotado por Musashi. Había estudiado desde la infancia bajo la tutela de su padre y en la escuela jamás había perdido un encuentro, ni siquiera con los discípulos más antiguos y mejor adiestrados. Por todo ello no podía imaginar que le venciera aquel patán rural joven e inexperto.

Sin embargo, su confianza no era absoluta. Sentía cierta incertidumbre y, como era muy propio de él, en vez de atribuirlo a su incapacidad de poner en práctica el Camino del Samurai, lo achacaba a sus recientes dificultades personales. Una de ellas, quizá la mayor, era Akemi. Se sentía molesto desde el incidente en Sumiyoshi, y cuando Gion Tōji se fugó, supo que el cáncer financiero que padecía la casa de Yoshioka había llegado ya a una etapa crítica.

Ryōhei y los demás regresaron con el mensaje dirigido a Musashi escrito sobre un tablero recién cortado.

—¿Es esto lo que pensabas decirle? —le preguntó Ryōhei.

Los caracteres, todavía húmedos y relucientes, decían:

Respuesta — Accediendo a tu solicitud de un encuentro, te indico el lugar y la hora. Lugar: el campo del Rendaiji.

Hora: las siete en punto de la mañana, el noveno día del primer mes. Hago sagrado juramento de estar presente.

Si, por el motivo que fuese, no cumplieras tu promesa, consideraré que tengo el derecho a ridiculizarte en público.

¡Si incumplo este acuerdo, que caiga sobre mí el castigo de los dioses! Seijūrō, Yoshioka Kempō II, de Kyoto. Firmado el último día de [1605].

Al rōnin de Mimasaka, Miyamoto Musashi.

Tras leer este anuncio, Seijūrō dio su conformidad. La notificación le hacía sentirse más relajado, tal vez debido a que por primera vez sentía que la suerte estaba echada.

Cuando se ponía el sol, Ryōhei, con el letrero bajo el brazo, recorrió la calle con paso orgulloso, acompañado por otros dos hombres, para colocar el tablero en el gran puente de la avenida Gojō.

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