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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (35 page)

BOOK: Musashi
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La viuda, contenta porque así podría proclamar que tenía un hombre en casa, le complació escribiendo «Miyamoto Musashi» en una tira de papel que pegó en un poste del portal.

Jōtarō no se presentó aquel día, pero al siguiente Musashi recibió la visita de un grupo de tres samuráis. Hicieron a un lado a la doncella que protestaba y subieron las escaleras hasta su habitación. Musashi los reconoció en seguida: los tres habían estado entre el público en la sala de prácticas del Hōzōin cuando mató a Agón. Se sentaron a su alrededor como si le conocieran de toda la vida y empezaron a cubrirle de halagos.

—Nunca vi nada igual en toda mi vida —dijo uno de ellos—. Estoy seguro de que jamás había ocurrido una cosa así en el Hōzōin. ¡Imagínate! Llega un visitante desconocido y así, sin más, despacha a uno de los Siete Pilares, y no uno cualquiera, sino al aterrador Agón en persona. Un gruñido y escupió sangre. ¡No se ven a menudo escenas como ésa!

Otro de los hombres continuó en la misma vena:

—Todos nuestros conocidos hablan de ello. Todos los rōnin se preguntan unos a otros quién es ese Miyamoto Musashi. Ha sido un mal día para la reputación del Hōzōin.

—¡Caramba, debes de ser el espadachín más grande del país!

—¡Y además tan joven!

—No hay duda de ello, e incluso mejorarás con el tiempo.

—Si no te importa que te lo pregunte, ¿a qué se debe que, a pesar de tu habilidad, sólo seas un rōnin? ¡No estar al servicio de un daimyō es desperdiciar tu talento!

Los tres hombres sólo se interrumpían el tiempo suficiente para tomar un sorbo de té y devorar las pastas con fruición, esparciendo migas en sus regazos y en el suelo.

Azorado por la extravagancia de sus halagos, Musashi miraba de derecha a izquierda y viceversa. Les escuchó un rato con semblante impasible, pensando que más tarde o más temprano se les acabaría el ímpetu. Pero como no parecían dispuestos a cambiar de tema, él tomó la iniciativa preguntándoles sus nombres.

—Ah, perdona —dijo el primero—. Soy Yamazoe Dampachi y estuve al servicio del señor Gamō.

—Me llamo Ōtomo Banryū —se presentó el hombre que estaba a su lado—. He dominado el estilo Bokuden y tengo grandes planes para el futuro.

—Yo soy Yasukawa Yasubei —dijo el tercero, riendo entre dientes— y nunca he sido más que un rōnin, como antes lo fue mi padre.

Musashi se preguntaba por qué consumían su tiempo y le hacían perder el suyo con aquella cháchara. Era evidente que no lo averiguaría a menos que se lo preguntara, y así, la próxima vez que hubo una pausa en la conversación, les dijo:

—Es de presumir que habéis venido porque tenéis algún asunto que tratar conmigo.

Ellos se fingieron sorprendidos por semejante suposición, pero pronto admitieron que les había llevado allí algo que consideraban una misión muy importante. Yasubei se inclinó adelante y le explicó:

—En efecto, tenemos cierto asunto que tratar contigo. Verás, nos proponemos establecer una «diversión» pública al pie del monte Kasuga, y queríamos hablarte de ello. No se trata de una función ni nada por el estilo. Nuestra idea es realizar una serie de encuentros que enseñarían a la gente lo que son las artes marciales y, al mismo tiempo, les ofrecerían algo por lo que apostar.

Siguió diciendo que ya estaban montando las tribunas y que las perspectivas parecían excelentes. No obstante, creían que les hacía falta otro hombre, porque si se limitaban a los tres podría presentarse algún samurai realmente fuerte y vencerlos a todos, lo cual significaría la pérdida de su dinero tan duramente ganado. Habían decidido que Musashi era la persona adecuada para ellos. Si se les unía, no sólo se repartirían los beneficios, sino que también le pagarían la comida y el alojamiento mientras durasen los encuentros. Así podría ganar rápida y fácilmente algún dinero para sus futuros viajes.

Musashi escuchó sus halagos con cierto regocijo, hasta que se cansó y les interrumpió diciéndoles:

—Si eso es todo lo que queréis, es inútil que discutamos. No me interesa.

—Pero ¿por qué? —le preguntó Dampachi—. ¿Por qué no te interesa?

Entonces estalló el genio juvenil de Musashi.

—¡No soy un jugador! —exclamó, indignado—. ¡Y como con palillos, no con mi espada!

—¡Cómo! —protestaron los tres, sintiéndose insultados—. ¿Qué queréis decir con eso?

—¿Es que no lo entendéis, necios? Soy un samurai y pienso seguir siéndolo, aunque me muera de hambre. ¡Ahora largo de aquí!

Uno de los hombres soltó un gruñido amenazante y otro, rojo de ira, le gritó:

—¡Lamentarás esto!

Sabían bien que los tres juntos no podían competir con Musashi, mas para salvar las apariencias patearon ruidosamente, fruncieron el ceño e hicieron todo lo posible para dar la impresión de que aún no habían terminado con él.

Aquella noche, como en otras noches recientes, hubo una luna lechosa, ligeramente cubierta. La joven señora de la casa, libre de preocupación mientras Musashi estuviera allí, se esmeró en proporcionarle una cena deliciosa y sake de buena calidad. El huésped comió en la planta baja, con la familia, y bebió lo suficiente para achisparse.

Al volver a su habitación, se espatarró en el suelo. Sus pensamientos pronto se centraron en Nikkan.

—Es humillante —se dijo.

Los adversarios a los que había derrotado, incluso aquellos a los que había matado o malherido, siempre desaparecían de su mente como si fueran espuma, pero no podía olvidar a nadie que quedara por encima de él, ni tampoco a cualquiera en quien él percibiese una presencia arrolladora. Esa clase de hombres habitaban en su mente como espíritus, y pensaba constantemente en cómo podría eclipsarlos algún día.

—¡Humillante! —repitió.

Se llevó las manos al cabello, preguntándose de qué modo podría superar a Nikkan, cómo podría resistir aquella mirada misteriosa sin estremecerse. Esa cuestión le atormentaba desde hacía dos jornadas. No era que desease ningún daño a Nikkan, pero estaba dolorosamente decepcionado consigo mismo.

«¿Es que no sirvo?», se preguntó entristecido. Como había aprendido la esgrima por su cuenta, carecía de una evaluación objetiva de su propia fuerza y era lógico que dudara de su capacidad para alcanzar jamás un poder como el que exudaba el viejo sacerdote.

Nikkan le había dicho que era demasiado fuerte y tenía necesidad de debilitarse un poco. Esta observación mantenía su mente en vilo, pues no podía sondear su significado. ¿No era la fuerza de un guerrero su cualidad más importante? ¿No era eso lo que daba a un guerrero superioridad sobre los demás? ¿Cómo podía Nikkan considerarlo un defecto?

«Tal vez el viejo pícaro jugaba conmigo —se dijo—. Es posible que, al verme tan joven, me hablara con acertijos sólo para confundirme y divertirse, y luego, cuando me marché, se riera de lo lindo.»

En ocasiones como aquélla, Musashi se preguntaba si había sido juicioso leer tantos libros en el castillo de Himeji. Hasta entonces nunca se había molestado demasiado en reflexionar, pero ahora, cada vez que sucedía algo, no podía descansar hasta haber encontrado una explicación satisfactoria para su intelecto. Anteriormente había actuado por instinto; ahora tenía que entenderlo todo, por nimio que fuese, antes de que pudiera aceptarlo. Y esto era aplicable no sólo a la esgrima sino también a su visión de la humanidad y la sociedad.

Era cierto que su carácter temerario había sido domado. No obstante, Nikkan decía que era «demasiado fuerte». Musashi supuso que el anciano no se refería a su fuerza física, sino al salvaje espíritu de lucha que le era innato. ¿Podía haberlo percibido realmente el sacerdote o lo adivinaba?

Se tranquilizó diciéndose: «El conocimiento que procede de los libros no le es útil al guerrero. Si un hombre se preocupa demasiado por lo que los demás piensan o hacen, tenderá a actuar con lentitud. ¡Vamos, si el mismo Nikkan cerrara los ojos un momento y diera un paso en falso, se derrumbaría y haría añicos contra el suelo!».

Un ruido de pisadas en la escalera le hizo salir de sus meditaciones. Apareció la doncella y, tras ella, Jōtarō, su piel oscura ennegrecida todavía más por la mugre adquirida durante el viaje, pero el polvo teñía de blanco su cabello de duende. Musashi, feliz de veras por la diversión que suponía aquel pequeño amigo, le recibió con los brazos abiertos.

El muchacho se dejó caer en el suelo y estiró las sucias piernas.

—¡Qué cansado estoy! —dijo con un suspiro.

—¿Has tenido dificultad para encontrarme?

—¡Dificultad! Estuve a punto de dejarlo correr. ¡Te he buscado por todas partes!

—¿No preguntaste en el Hōzōin?

—Sí, pero me dijeron que no sabían nada de ti.

—¿Te dijeron tal cosa? —Musashi entornó los ojos—. Y eso que les dije concretamente que me encontrarían cerca del estanque de Sarusawa. En fin, me alegro de que lo hayas conseguido.

—Aquí tienes la respuesta de la escuela Yoshioka. —Entregó a Musashi el tubo de bambú—. No pude encontrar a Hon'iden Matahachi, así que pedí a los de su casa que le dieran el mensaje.

—Muy bien. Ahora ve corriendo a bañarte. Abajo te darán de cenar.

Musashi sacó la carta del recipiente de bambú y la leyó. Decía que Seijūrō esperaba ansioso un «segundo encuentro». Si Musashi no se presentaba como había prometido el próximo año, supondría que había perdido el valor, y en tal caso Seijūrō se ocuparía de que Musashi fuese el hazmerreír de Kyoto. Esta bravata estaba escrita con una caligrafía torpe, presumiblemente obra de uno de los servidores de Seijūrō.

Musashi rompió la carta y la quemó. Los fragmentos carbonizados aletearon en el aire como otras tantas mariposas negras.

Seijūrō había hablado de un «encuentro», pero estaba claro que sería algo más que eso. Sería un combate a muerte. Al año siguiente, como resultado de aquella nota insultante, ¿cuál de los combatientes acabaría convertido en cenizas?

Musashi daba por sentado que un guerrero debe contentarse con vivir al día, sin saber cada mañana si vivirá para ver la noche. No obstante, el pensamiento de que realmente podría morir el año próximo le preocupaba un poco. Muchas eran las cosas que aún tenía por hacer; en primer lugar, satisfacer su ardiente deseo de convertirse en un gran espadachín. Pero eso no era todo. Reflexionó en que, hasta entonces, no había hecho ninguna de las cosas que la gente hace ordinariamente en el curso de su vida.

Todavía era lo bastante vano para pensar que le gustaría tener un gran número de seguidores, que conducirían sus caballos y llevarían sus halcones, como Bokuden y el señor Kōizumi de Ise. También le gustaría tener una amplia casa, una buena esposa y servidores leales. Quería ser un buen amo y gozar del calor y la comodidad de la vida hogareña. Y, desde luego, antes de sentar cabeza, albergaba el secreto anhelo de tener una apasionada aventura amorosa. Durante todos aquellos años en los que había pensado exclusivamente en el camino del samurai, había permanecido naturalmente casto. No obstante, se había fijado en algunas de las mujeres que veía en las calles de Kyoto y Nara, y no eran sólo sus cualidades estéticas las que le complacían, sino que también le excitaban físicamente.

Sus pensamientos se centraron en Otsū. Aunque ahora era una criatura del pasado lejano, se sentía muy ligado a ella. Eran muchas las ocasiones, cuando estaba solitario o melancólico, en que sólo el vago recuerdo de ella le animaba.

Poco después salió de su ensoñación. Jōtarō se había reunido con él, bañado, saciado y orgulloso de haber llevado a cabo su misión con éxito. Sentado con las cortas piernas cruzadas y las manos entre las rodillas, no tardó mucho tiempo en ceder a la fatiga. Pronto dormitaba con la boca abierta. Musashi le acostó.

A la mañana siguiente, el chiquillo se despertó al tiempo que los gorriones. Musashi también se levantó temprano, pues se proponía reanudar el viaje.

Mientras se estaba vistiendo, apareció la viuda y le dijo en tono pesaroso:

—Pareces tener prisa por marcharte. —Llevaba en los brazos unas prendas de vestir, que le ofreció—. He cosido estas ropas para ti como regalo de despedida, un kimono con un manto corto. No estoy segura de que te gusten, pero confío en que te las pongas de todos modos.

Musashi la miró con asombro. Las prendas eran demasiado costosas para que las aceptara tras haber pasado allí sólo dos días. Trató de rechazarlas, pero la viuda insistió.

—No, debes quedártelas. No son nada especial. Tengo muchos kimonos viejos y trajes de Noh dejados por mi marido, y no me sirven para nada. He pensado que te iría bien quedarte con alguno. Espero que no lo rechaces. Ahora que he adaptado estas ropas a tus medidas, si no te las quedas tendré que tirarlas.

Se colocó detrás de Musashi y sostuvo el kimono abierto para que él deslizara los brazos en las mangas. Mientras se lo ponía, comprobó que era de seda de muy buena calidad y se sintió aún más azorado. El manto sin mangas era especialmente bueno, debía de haber sido importado de China. Su borde era de brocado dorado, el forro de crepé sedoso y las correas de cuero para abrocharlo habían sido teñidas de color violeta.

—¡Te sienta de maravilla! —exclamó la viuda.

Jōtarō, que observaba la escena con envidia, dijo de pronto a la mujer:

—¿Y a mí qué vas a darme?

La viuda se echó a reír.

—Debería satisfacerte la oportunidad de acompañar a tan buen amo.

—Bah —gruñó Jōtarō—. ¿Quién quiere un kimono viejo de todos modos?

—¿Quieres alguna de estas cosas?

El chico corrió a la pared de la antesala, descolgó una máscara de teatro Noh de su gancho y exclamó:

—¡Sí, esto!

Había codiciado la máscara desde que la viera la noche anterior, y ahora se restregó tiernamente la mejilla con ella.

A Musashi le sorprendió el buen gusto del muchacho. También a él la máscara le había parecido admirablemente ejecutada. No podía saber quién la había hecho, pero estaba seguro de que tenía dos o tres siglos de antigüedad y, evidentemente, había sido utilizada en representaciones de Noh. La cara, tallada con exquisito cuidado, era de una diablesa, pero mientras que la máscara corriente de aquel tipo estaba grotescamente pintada con lunares azules, aquél era el rostro de una joven bella y elegante. Su única peculiaridad era que una comisura de la boca estaba bruscamente curvada hacia arriba, lo cual le daba la expresión más misteriosa imaginable. Sin duda no era un rostro ficticio ideado por el artista, sino el retrato de una loca auténtica, viviente, hermosa pero embrujada.

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