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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (139 page)

BOOK: Musashi
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—Humm. ¿Quién ha escrito esto?

El cacique de la aldea había salido por fin y estaba arrodillado en el suelo, haciendo reverencias delante de Sado.

—Musashi —respondió.

Sado se volvió hacia el sacerdote.

—Gracias por habernos traído aquí. Es una lástima que no pueda conocer a ese Musashi, pero en estos momentos no tengo tiempo. Regresaré aquí antes de que transcurra mucho tiempo.

La primera siembra

La administración de la palaciega residencia Hosokawa en Edo, así como la representación de los deberes del feudo ante el shōgun, estaban confiados a un hombre todavía veinteañero, Tadatoshi, el hijo mayor del daimyō, Hosokawa Tadaoki. El padre, un célebre general que también tenía una considerable reputación como poeta y maestro de la ceremonia del té, prefería vivir en el gran feudo Kokura situado en la provincia de Buzen, en la isla meridional de Kyushu.

Aunque Nagaoka Sado y varios otros servidores de confianza habían sido asignados para ayudar al joven, ello no se debía a que fuese incompetente ni mucho menos. No sólo lo aceptaban como un igual los poderosos vasallos más cercanos al shōgun, sino que se había distinguido como un administrador enérgico y previsor. De hecho, parecía más adaptado a la paz y prosperidad de la época que los señores de más edad, los cuales se habían nutrido de la guerra constante.

En aquel momento, Sado se encaminaba hacia el campo de equitación.

—¿Has visto al joven señor? —le preguntó un aprendiz de samurai que había ido a su encuentro.

—Creo que está en el campo de tiro al arco.

Cuando Sado recorría un estrecho sendero, oyó que le preguntaban:

—¿Puedo hablar contigo un momento?

Sado se detuvo e Iwama Kakubei, un vasallo respetado por su astucia y carácter práctico, se le acercó.

—¿Vas a hablar con su señoría? —le preguntó.

—Así es.

—Si no tienes prisa, hay un pequeño asunto sobre el que quisiera consultarte. ¿Por qué no nos sentamos ahí? —Recorrieron la corta distancia hasta una rústica pérgola, y por el camino Kakubei le dijo—: Tengo que pedirte un favor. Si surgiera la oportunidad durante tu conversación..., hay un hombre que quisiera recomendar al joven señor.

—¿Alguien que desea servir a la Casa de Hosokawa?

—Sí. Ya sé que toda clase de personas acuden a ti con la misma petición, pero este hombre es muy poco común.

—¿Es uno de esos hombres a los que sólo les interesa la seguridad y el estipendio?

—En modo alguno. Es un pariente de mi esposa, y vive con nosotros desde que llegó de Iwakuni hace un par de años, por lo que le conozco muy bien.

—¿Iwakuni? La Casa de Kikkawa dominaba la provincia de Suō antes de la batalla de Sekigahara. ¿Acaso es uno de sus rōnin?

—No, es el hijo de un samurai rural. Se llama Sasaki Kojirō y aún es joven, pero se adiestró en el estilo Tomita de Kanemaki Jisai y del señor Katayama Hisayasu de Hōki aprendió las técnicas de desenvainar a la velocidad del rayo. Incluso ha creado un estilo propio, al que llama Ganryū.

Kakubei siguió hablando, desgranando con detalle las diversas hazañas y logros de Kojirō.

En realidad, Sado no le prestaba oídos. Su mente había vuelto a centrarse en la última visita que efectuara al Tokuganji. Aunque estaba seguro, incluso por lo poco que había visto y oído, de que Musashi era la clase de hombre que necesitaba la Casa de Hosokawa, deseaba conocerle personalmente antes de recomendárselo a su señor. Entretanto, había transcurrido un año y medio sin que hallara ocasión de visitar Hōtengahara.

Cuando Kakubei terminó de hablar, Sado le dijo:

—Haré por ti lo que esté en mi mano.

Reanudó su camino hacia el campo de tiro al arco. Allí Tadatoshi participaba en una competición con algunos vasallos de su edad, ninguno de los cuales estaba ni remotamente a su altura. Efectuaba sus disparos, que daban invariablemente en el blanco, con un estilo impecable. Varios de los hombres a su servicio le habían expresado la inconveniencia de tomarse tan en serio el tiro al arco, argumentando que en una época de armas de fuego y lanzas, ni la espada ni el arco eran ya de mucha utilidad en el verdadero combate, a lo cual él replicó crípticamente: «Mis flechas están dirigidas al espíritu».

Los servidores de Hosokawa tenían el mayor respeto por Tadatoshi, y habrían servido a sus órdenes con entusiasmo aunque su padre, a quien también querían con verdadera devoción, no hubiera sido un hombre de brillante historial. En aquel momento Sado lamentó la promesa que le había hecho a Kakubei. Tadatoshi no era un hombre a quien uno recomendara con ligereza posibles servidores.

Enjugándose el sudor de la frente, Tadatoshi pasó ante varios samurais jóvenes con los que había estado hablando y riendo. Al ver a Sado, le dijo:

—¿Qué me cuentas, vejestorio? ¿Te apetece disparar unas flechas?

—Me atengo a la regla de competir sólo con adultos —replicó Sado.

—¿Así que aún nos consideras como criaturas con el pelo atado en lo alto de la cabeza?

—¿Te has olvidado de la batalla de Yamazaki? ¿Y del castillo de Nirayama? Me han alabado por mi actuación en el campo de batalla, ¿sabes? Además, lo que me interesa es el auténtico tiro al arco, no...

—¡Ja, ja! Siento haberlo mencionado. No pretendía que empezaras de nuevo con tu historia. —Los demás también se echaron a reír. Tadatoshi sacó un brazo de la manga, se puso serio y le preguntó—: ¿Has venido para hablarme de algo?

Tras darle cuenta de varios asuntos rutinarios, Sado le dijo:

—Kakubei dice que quiere recomendarte un samurai.

Por un momento apareció una expresión de lejanía en los ojos de Tadatoshi.

—Supongo que se refiere a Sasaki Kojirō. Me ha hablado de él varias veces.

—¿Por qué no le llamas y le echas un vistazo?

—¿Es bueno de veras?

—¿No deberías verlo por ti mismo?

Tadatoshi se puso el guante y tomó la flecha que le ofrecía un ayudante.

—Sí, echaré un vistazo al hombre de Kakubei —dijo—. También me gustaría ver a ese rōnin que has mencionado. Miyamoto Musashi, así se llama, ¿no?

—Ah, ¿lo recuerdas?

—Así es. Eres tú quien parece haberlo olvidado.

—En absoluto, pero como estoy tan ocupado, no he tenido ocasión de ir a Shimōsa.

—Si crees que has encontrado a alguien que merece la pena, deberías buscar el tiempo necesario para hablar con él. La verdad, Sado, es que me sorprende que dejes esperar algo tan importante hasta que tengas otros asuntos que resolver allí. No es propio de ti.

—Lo lamento. Siempre hay demasiados hombres buscando posiciones. Pensé que te habrías olvidado del asunto. Supongo que debería habértelo comentado de nuevo.

—No te quepa duda. No acepto necesariamente las recomendaciones de la gente, pero deseo vivamente ver a alguien a quien el viejo Sado considera apropiado. ¿Comprendes?

Sado volvió a pedir disculpas antes de retirarse. Fue directamente a su casa y, sin más, pidió que le ensillaran un caballo y partió hacia Hōtengahara.

—¿No es esto Hōtengahara?

Satō Genzō, el ayudante de Sado, respondió:

—Eso es lo que creía, pero estos terrenos no están abandonados. Hay campos de arroz por todas partes. El lugar que trataban de cultivar debe de estar más cerca de las montañas.

Ya habían recorrido una buena distancia más allá del Tokuganji y pronto estarían en la carretera de Hitachi. Caía la tarde, y las garzas blancas que chapoteaban en los arrozales hacían que el agua pareciera polvo. A lo largo de la orilla y en las sombras de los altozanos había parcelas de cáñamo y ondulantes espigas de cebada.

—Mira allí, señor —dijo Genzō.

—¿Qué es?

—Hay un grupo de campesinos.

—De modo que es aquí. Parecen hacer reverencias al suelo, uno tras otro, ¿no es cierto?

—Sí, como si fuera una especie de ceremonia religiosa.

Genzō dio un tirón a las riendas y cruzó primero el río, asegurándose de que el vado era seguro para que Sado le siguiera.

—¡Eh, vosotros! —gritó Genzō.

Los campesinos parecieron sorprendidos y se apartaron del círculo que habían formado para mirar a los visitantes. Estaban ante una pequeña cabaña, y Sado vio que el objeto ante el que se habían inclinado era un minúsculo santuario de madera, no mayor que una jaula. Eran unos cincuenta campesinos, los cuales, al parecer, volvían a sus casas después del trabajo, pues habían lavado sus aperos.

Un sacerdote se adelantó, diciendo:

—Vaya, si es Nagaoka Sado. ¡Qué agradable sorpresa!

—Y tú eres del Tokuganji, ¿verdad? Creo que eres quien me condujo a la aldea después del ataque de aquellos bandidos.

—Así es, en efecto. ¿Has venido para hacer una visita al templo?

—Esta vez no. Me marcharé en seguida. ¿Puedes decirme dónde podría encontrar a ese rōnin llamado Miyamoto Musashi?

—Ya no está aquí. Se marchó repentinamente.

—¿Que se marchó? ¿Por qué hizo tal cosa?

—Un día del mes pasado, los aldeanos decidieron tomarse un día libre y celebrar los progresos que se han hecho aquí. Puedes ver por ti mismo lo verdes que están los campos ahora. Pues bien, a la mañana siguiente, Musashi y el chiquillo, Iori, se habían ido.

El sacerdote miró a su alrededor, como si esperase a medias que Musashi apareciera de improviso.

Sado pidió más detalles al sacerdote, y éste le contó lo ocurrido. Después de que la aldea hubiera reforzado sus defensas bajo la dirección de Musashi, los campesinos estaban tan agradecidos por la perspectiva de vivir en paz que prácticamente le deificaron. Incluso los que le habían ridiculizado más cruelmente acudieron en su ayuda para transformar los eriales en campos productivos.

Musashi los trataba a todos con equidad y neutralidad, convenciéndoles primero de que era inútil que vivieran como animales. Luego trató de inculcarles la importancia de hacer un pequeño esfuerzo adicional a fin de dar a sus hijos la oportunidad de una vida mejor. Les dijo que para ser verdaderos seres humanos debían trabajar en beneficio de la posteridad.

Cuarenta o cincuenta aldeanos unían sus esfuerzos a diario, y cuando llegó el otoño pudieron controlar las inundaciones. En invierno, araron, y en primavera recogieron agua de las nuevas acequias y trasplantaron las plántulas de arroz. A principios del verano el arroz florecía, mientras que en los campos secos, el cáñamo y la cebada tenían ya un pie de altura. Al cabo de otro año, la cosecha sería doble, y al año siguiente triple.

Los aldeanos empezaron a visitar su cabaña para presentarle sus respetos, agradeciéndole desde el fondo de sus corazones lo que había hecho por ellos. Las mujeres le traían presentes de verduras. El día de la celebración, los hombres llegaron con grandes recipientes de sake, y todos participaron en una danza sagrada, con acompañamiento de tambores y flautas.

Cuando los aldeanos estuvieron agrupados a su alrededor, Musashi les aseguró que lo conseguido no se debía a su fuerza sino a la de ellos.

—Lo único que hice fue mostraros cómo usar la energía que poseéis.

Entonces hizo un aparte con el sacerdote para decirle que le preocupaba el hecho de que confiaran en un vagabundo como él.

—Incluso sin mí, deberían tener confianza y mantener la solidaridad.

Entonces sacó una estatuilla de Kannon que había tallado y se la dio al sacerdote.

La mañana después de la celebración hubo un tumulto en la aldea.

—¡Se ha ido!

—No es posible.

—Sí, ha desaparecido. La cabaña está vacía.

Llenos de pesadumbre, aquel día ninguno de los labradores acudió a trabajar a los campos.

Cuando se enteró de esa ausencia, el sacerdote les reprochó severamente su ingratitud, instándoles a que recordaran lo que les habían enseñado y convenciéndoles sutilmente para que continuaran la labor que habían emprendido.

Más adelante, los aldeanos construyeron el minúsculo santuario e instalaron en él la reverenciada imagen de Kannon. Por la mañana y por la noche presentaban sus respetos a Musashi, cuando iban a los campos y cuando regresaban.

Sado agradeció al sacerdote la información, ocultando el hecho de que se sentía desconsolado como sólo podía estarlo un hombre de su posición.

Mientras su caballo emprendía el regreso a través de la bruma vespertina de la primavera tardía, Sado pensaba inquieto: «No debería haber pospuesto el viaje. He descuidado mi deber, y ahora le he fallado a mi señor».

Las moscas

En la ribera oriental del río Sumida, donde convergía la carretera de Shimōsa con un ramal de la carretera de Ōshū, se levantaba una gran barrera con un portal impresionante, muestra fehaciente del firme gobierno de Aoyama Tadanari, el nuevo magistrado de Edo.

Musashi hacía cola, aguardando ociosamente su turno, con Iori a su lado. La vez anterior que estuvo en Edo, tres años antes, entrar y salir de la ciudad no comportaba ninguna dificultad. Incluso desde aquella considerable distancia, podía ver que había muchas más casas que antes y menos espacios abiertos.

—Eh, tú, rōnin. Eres el siguiente.

Dos guardianes con hakama de cuero empezaron a registrar a Musashi con minuciosidad, mientras un tercero le miraba con semblante hosco y le interrogaba.

—¿Qué asunto te trae a la capital?

—Ninguno en particular.

—No tienes nada que hacer en particular, ¿eh?

—Bueno, soy un shugyōsha. Podríamos decir que mi actividad consiste en estudiar para ser samurai.

El hombre guardó silencio. Musashi sonrió.

—¿Cuál es tu lugar de nacimiento?

—La aldea de Miyamoto, distrito de Yoshino, provincia de Mimasaka.

—¿Tu maestro?

—No tengo ninguno.

—¿Quién te facilita el dinero para viajar?

—Nadie. Tallo estatuillas y hago pinturas. A veces puedo cambiarlas por comida y alojamiento. A menudo pernocto en los templos. En ocasiones doy lecciones de esgrima. De un modo u otro, me las arreglo para salir adelante.

—¿De dónde vienes?

—Durante los dos últimos años, he trabajado en los campos de Hōtengahara, en Shimōsa. He decidido que no deseo hacer eso durante el resto de mi vida, y por eso he venido aquí.

—¿Tienes un lugar donde alojarte en Edo?. Nadie puede entrar en la ciudad a menos que tenga familiares o un lugar donde vivir.

—Sí —replicó Musashi sin pensarlo dos veces, pues comprendió que si seguía diciendo la verdad, aquello sería inacabable.

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