Authors: Eiji Yoshikawa
Su añoranza de Musashi se había hecho más profunda e intensa. El hilo del amor se había alargado y ella lo había enrollado en una madeja dentro de su pecho. En el transcurso de los años, había ido devanando el hilo a base de recuerdos lejanos y fragmentos de rumores, enrollándolo en aquella bola para hacerlo cada vez mayor. Hasta pocos días antes, había atesorado sus sentimientos juveniles, llevándolos consigo como una fresca flor silvestre de las laderas del monte Ibuki. Ahora la flor en su interior estaba aplastada. Aunque era improbable que alguien más supiera lo que había ocurrido, imaginaba que todo el mundo la miraba y lo sabía.
En Kyoto, bajo la luz menguante del crepúsculo, Akemi caminó entre los sauces sin hojas y las pagodas en miniatura de Teramachi, cerca de la avenida Gojō. Parecía tan herida y desamparada como una mariposa en invierno.
—¡Eh, guapa! —le dijo un hombre—. Tienes suelto el cordón del obi. ¿Quieres que te lo ate?
Era delgado, vestía pobremente y hablaba de un modo grosero, pero llevaba las dos espadas de un samurai.
Akemi no le había visto nunca, pero los parroquianos de las tabernas en la vecindad podrían haberle dicho que se llamaba Akakabe Yasoma y que en las noches de invierno deambulaba por las calles de los barrios bajos sin hacer nada. Sus desgastadas sandalias de paja batieron contra las plantas de sus pies cuando corrió en pos de Akemi y recogió el extremo suelto del cordón de su obi.
—¿Qué estás haciendo sola en este lugar desierto? No creo que seas una de esas locas que salen en las farsas
kyōgen
, ¿verdad? Tienes una cara bonita. ¿Por qué no te arreglas un poco el pelo y paseas como las demás chicas? —Akemi siguió andando, fingiendo carecer de oídos, pero Yasoma confundió esta actitud con timidez—. Pareces una chica de ciudad. ¿Qué has hecho? ¿Has huido de casa? ¿O tienes un marido del que intentas escapar?
Akemi no le respondió.
—Deberías tener cuidado. Una chica bonita como tú, deambulando como aturdida y con aspecto de tener alguna dificultad... No sabes lo que te podría ocurrir. Aquí no tenemos la clase de ladrones y rufianes que antes vagaban alrededor de Rashōmon, pero hay muchos saqueadores, y se les hace la boca agua cuando ven una mujer. Y también hay vagabundos y tipos que compran y venden mujeres.
Aunque Akemi no decía una sola palabra, Yasoma insistía, respondiendo a sus propias preguntas cuando era necesario.
—Es muy peligroso, de veras. Dicen que ahora venden en Edo mujeres de Kyoto por unos precios muy altos. Hace mucho tiempo, llevaban mujeres desde aquí a Hiraizumi, en el nordeste, pero ahora su destino es Edo. Y eso se debe a que el segundo shōgun, Hidetada, está construyendo la ciudad tan rápido como puede. Ahora todos los burdeles de Kyoto están abriendo allí sucursales.
Akemi guardaba silencio.
—Destacarías en cualquier parte, así que deberías andarte con cuidado. Si no vigilas, podrías toparte con algún canalla. ¡Es terriblemente peligroso!
La muchacha ya estaba harta. Echando las mangas sobre los hombros, con un gesto colérico, se volvió al hombre e hizo un fuerte sonido siseante para que se callara.
Yasoma se limitó a reír.
—¿Sabes? Creo que realmente estás loca.
—¡Calla y márchate!
—Bueno, ¿no lo estás?
—¡El loco eres tú!
—¡Ja, ja, ja! Eso lo demuestra. Estás loca. Lo siento por ti.
—¡Si no me dejas en paz, te tiraré una piedra!
—Vamos, mujer, no quieres hacer eso, ¿no es cierto?
—¡Vete de aquí, bestia!
Su apariencia orgullosa enmascaraba el terror que en realidad sentía. Tras gritar a Yasoma, echó a correr hacia un campo de miscanthus, donde en otro tiempo se alzó la mansión del señor Komatsu y su jardín lleno de faroles de piedra. Le pareció nadar a través de las altas hierbas oscilantes.
—¡Espera! —le gritó Yasoma, yendo tras ella como un perro de caza.
Por encima de la colina Toribe se alzó la luna, cuyo aspecto era el de la sonrisa salvaje de una diablesa.
No había nadie en las inmediaciones. Las personas más cercanas estaban a unas trescientas varas. Era un grupo que descendía lentamente por una ladera, pero no habrían acudido a rescatarla aun cuando hubieran oído sus gritos, pues regresaban de un funeral. Vestidos con blancas ropas de luto y sombreros atados con cintas blancas, llevaban los rosarios en las manos. Algunos todavía lloraban.
De repente, Akemi recibió un fuerte empujón desde atrás, tropezó y cayó.
—Oh, perdona —le dijo Yasoma, y se echó encima de ella, sin dejar de disculparse—. ¿Te he hecho daño? —le preguntó solícitamente, abrazándola.
Desbordante de ira, Akemi abofeteó el rostro barbudo, pero eso no desconcertó al hombre. Incluso pareció gustarle. Se limitó a entrecerrar los ojos y sonreír mientras ella le pegaba. Entonces la abrazó con más fuerza y restregó su cuello contra el de ella. La barba era para Akemi como un millar de agujas clavándose en su piel. Apenas podía respirar. Mientras le arañaba desesperadamente, una de sus uñas le rasgó el interior de una fosa nasal, produciendo un arroyo de sangre. Pero Yasoma no aflojó la férrea presa de sus brazos.
La campana en la Sala de Amida que estaba en la colina Toribe sonaba de un modo fúnebre, expresando el lamento por la impermanencia de todas las cosas y la vanidad de la vida. Pero su sonido no impresionaba a los dos mortales que forcejeaban y cuyos movimientos hacían oscilar con violencia los marchitos miscanthus.
—Cálmate, deja de pelear —le suplicó él—. No has de temer nada. Te haré mi novia. Eso te gustaría, ¿eh?
—¡Sólo quiero morir! —gritó Akemi. La aflicción que contenía su voz sobresaltó a Yasoma.
—¿Por qué? ¿Qu..., qué te ocurre? —tartamudeó.
En su posición agazapada, con las manos, las rodillas y el pecho muy juntos, Akemi parecía un capullo de sazanka. Yasoma empezó a consolarla y lisonjearla, confiando en que una vez calmada se rendiría. No debía de ser la primera vez que se encontraba en una situación semejante. Más bien parecía agradarle, pues su cara brillaba de placer, sin que perdiera su aspecto amenazante. No tenía ninguna prisa. Lo mismo que un gato, disfrutaba jugando con su víctima.
—No llores —le dijo—. No hay ningún motivo para llorar. —La besó en una oreja y siguió diciendo—: Debes de haber estado con un hombre antes de ahora. A tu edad, no puedes ser inocente.
¡Seijūrō! Akemi recordó lo sofocada y angustiada que estuvo en la ocasión anterior, y cómo el marco de la puerta corredera se empañó ante sus ojos.
—¡Espera! —le dijo.
—¿Que espere? Muy bien, esperaré —dijo él, confundiendo por pasión el calor de su cuerpo febril—. Pero no trates de escapar o me enfadaré.
Soltando un áspero gruñido, ella torció los hombros y se zafó de la mano del hombre. Mirándole furibunda, se levantó lentamente.
—¿Qué intentas hacerme?
—¡Ya sabes lo que quiero!
—Crees que puedes tratar a las mujeres como si fueran imbéciles, ¿eh? ¡Todos los hombres lo hacéis! Pues bien, soy una mujer, pero tengo temple. —La sangre le rezumaba del labio, donde se había hecho un rasguño con una hoja de miscanthus. Mordiéndose el labio, se echó a llorar de nuevo.
—Hablas de una manera muy extraña. ¿Qué otra cosa puedes ser si no una loca?
—¡Digo lo que me da la gana! —gritó ella.
Empujándole el pecho con todas sus fuerzas, echó a correr entre los miscanthus, que se extendían hasta donde alcanzaba su vista a la luz de la luna.
—¡Me mata! ¡Socorro! ¡Me mata!
Yasoma se abalanzó tras ella. Antes de que Akemi hubiera dado diez pasos, la atrapó y derribó de nuevo. Las blancas piernas de la muchacha eran visibles bajo el kimono, el cabello le caía alrededor de la cara, y yacía con la mejilla contra el suelo. Su kimono estaba entreabierto, y el viento frío rozaba sus blancos senos.
Cuando Yasoma estaba a punto de saltar sobre ella, algo muy duro aterrizó en las proximidades de una de sus orejas. Se le nubló la vista y gritó de dolor. Cuando se volvía para ver qué era aquello, el objeto duro se estrelló contra su cabeza. Esta vez difícilmente pudo sentir dolor, pues perdió el conocimiento de inmediato y cayó, su cabeza moviéndose como la de un tigre de papel. El hombre que le había atacado, un sacerdote mendicante, estaba al lado del cuerpo derribado y boquiabierto. Sostenía el shakuhachi con el que le había golpeado.
—¡El maldito bruto! —exclamó—. Pero ha caído con más facilidad de lo que esperaba.
El sacerdote miró a Yasoma durante un rato, preguntándose si no sería más piadoso matarle de una vez. Lo más probable era que, si recobraba la conciencia, nunca volviera a estar en su sano juicio.
Akemi miraba a su salvador sin comprender. Aparte del shakuhachi, no había nada que le identificara como un sacerdote. A juzgar por las ropas sucias y la espada que le colgaba a un costado, podría haber sido un samurai empobrecido o incluso un mendigo.
—Ya ha pasado todo —le dijo—. No tienes que preocuparte más.
Akemi se recobró de su aturdimiento, le dio las gracias y empezó a alisarse el cabello y el kimono. Pero al escudriñar la oscuridad que la rodeaba sus ojos seguían llenos de temor.
—¿Dónde vives? —le preguntó el sacerdote.
—¿Eh? Vivir..., ¿quieres decir dónde está mi casa?
La muchacha se cubrió el rostro con las manos. Entre sollozos intentó responder a las preguntas del sacerdote, pero no podía sincerarse con él. Parte de lo que le decía era cierto... Su madre era distinta a ella, su madre trataba de intercambiar su cuerpo por dinero, ella había huido de Sumiyoshi... Pero todo lo demás lo improvisó.
—Preferiría morir que volver a casa —se quejó—. ¡He tenido que aguantar tanto de mi madre! ¡Me ha avergonzado de tantas maneras! Imagínate, incluso de pequeña tenía que ir al campo de batalla y robar objetos a los soldados muertos.
Temblaba de odio hacia su madre. Aoki Tanzaemon la ayudó a recorrer una pequeña hondonada, donde reinaba el silencio y el viento no era tan frío. Llegaron a un templete en ruinas. El sacerdote sonrió y le dijo:
—Aquí es donde vivo. No es mucho, pero me gusta.
Aunque no se le ocultaba que sus palabras eran un poco groseras, Akemi no pudo evitar preguntarle:
—¿Dices en serio que vives aquí?
Tanzaemon empujó una puerta con rejilla e hizo una señal a Akemi para que entrara. La muchacha titubeó.
—Dentro se está más caliente de lo que puedas pensar —dijo él—. Todo lo que tengo para cubrir el suelo son unas delgadas esterillas de paja, pero de todos modos eso es mejor que nada. ¿Temes que yo pueda ser como ese bruto?
Akemi sacudió la cabeza en silencio. Tanzaemon no la asustaba, intuía que era un buen hombre y, en cualquier caso, era mayor, debía de tener más de cincuenta años. Su aprensión se debía a la suciedad del templete y el olor que despedían el cuerpo y las ropas de Tanzaemon. Pero no tenía ningún otro lugar adonde ir. No quería ni pensar en lo que podría ocurrir si Yasoma o alguien como él la encontraba. Y su frente ardía de fiebre.
—¿No seré una molestia para ti? —le preguntó mientras subía los escalones.
—En absoluto. A nadie le importará que te quedes aquí durante meses si lo deseas.
El interior del edificio estaba negro como la pez, y era la clase de ambiente preferido por las ratas.
—Espera un momento —le dijo Tanzaemon.
Akemi oyó el sonido de metal contra pedernal, y poco después una pequeña lámpara, que debía de haber sido recogida entre las basuras, arrojó una luz débil. La muchacha miró a su alrededor y vio que aquel hombre extraño tenía allí almacenadas las cosas básicas de una vivienda: una o dos cacerolas, algunos platos, una almohada de madera y varias esterillas de paja. El sacerdote le dijo que le prepararía unas gachas de alforfón y empezó a trajinar con un brasero de barro roto. Primero colocó un poco de carbón, luego unas astillas y, tras producir unas chispas, sopló hasta lograr una llama.
«Es un viejo amable», pensó Akemi. Mientras empezaba a sentirse más tranquila, el lugar ya no le parecía tan sucio.
—Bueno, ya está —dijo el sacerdote—. Pareces febril, y has dicho que estabas cansada. Probablemente te has resfriado. ¿Por qué no te acuestas un rato hasta que la comida esté lista?
—Le indicó una yacija improvisada, hecha con esterillas de paja y sacos de arroz.
Akemi extendió unos papeles que tenía consigo sobre la almohada de madera y, musitando una disculpa por descansar mientras él trabajaba, se tendió. Para cubrirse disponía de los restos en jirones de una red mosquitera. Empezó a taparse, pero al mover la red un animal de ojos brillantes saltó de debajo y dio un brinco por encima de su cabeza. Akemi gritó y escondió el rostro en la yacija.
Tanzaemon estaba más sorprendido que Akemi. Dejó caer el saco del que sacaba la harina que vertía en el agua, derramando la mitad sobre sus rodillas.
—¿Qué ha sido eso? —gritó.
Akemi, ocultando todavía el rostro, respondió:
—No lo sé. Parecía más grande que una rata.
—Probablemente era una ardilla. A veces acuden, cuando huelen comida. Pero no la veo por ninguna parte.
Akemi alzó ligeramente la cabeza y exclamó:
—¡Ahí está!
—¿Dónde?
Tanzaemon se irguió y volvió la cabeza. Encaramado sobre la barandilla del santuario interior, de donde la estatua de Buda desapareciera mucho tiempo atrás, había un mono pequeño, agazapado y temeroso bajo la dura mirada de Tanzaemon.
El sacerdote estaba perplejo, pero el mono parecía haber decidido que no tenía nada que temer. Tras recorrer varias veces arriba y abajo la barandilla de color bermellón desvaído, volvió a sentarse y, levantando la cara, que era como un melocotón peludo, se puso a parpadear.
—¿De dónde crees que ha salido? ¡Aja! Ya lo veo. Debe de haber esparcida por ahí una buena cantidad de arroz. —Se acercó al animal, pero éste se anticipó a sus movimientos y de un salto se escondió en el santuario—. Es listo, el pequeño demonio. Si le damos algo de comer, probablemente no hará ninguna trastada. Dejémosle en paz. —Sacudiéndose la harina de las manos, volvió a sentarse ante el brasero—. No hay nada que temer, Akemi. Descansa un poco.
—¿Crees que se comportará?
—Sí, no es salvaje. Debe de pertenecer a alguien. No tienes que preocuparte. ¿Estás lo bastante caliente?
—Sí.
—Entonces duerme. Ése es el mejor remedio contra un resfriado.