Authors: Eiji Yoshikawa
Entonces aulló de dolor, pues la espada ya estaba parcialmente fuera de la vaina y, en vez del brazo de Otsū, había cerrado la mano alrededor de la hoja.
Las puntas de dos dedos de la mano derecha de Baiken cayeron al suelo. Sujetándose la mano sangrante, Baiken dio un salto atrás, y ese movimiento hizo que la espada se deslizara por completo fuera de la vaina. El acero destellante que se extendía desde la mano de Otsū, arañó el suelo y descansó detrás de ella.
Baiken había cometido un error todavía más grave que el de la noche anterior. Maldiciéndose por su falta de precaución, intentó incorporarse. Otsū, que ahora no temía nada, descargó lateralmente la hoja contra él, pero era un arma grande, de hoja ancha y casi tres pies de longitud, que no cualquier hombre habría podido manejar con facilidad. Cuando Baiken la esquivó, las manos de la mujer vacilaron y se tambaleó hacia adelante. Notó una rápida torsión de sus muñecas, y un chorro de sangre rojo negruzco le salpicó el rostro. Tras un instante de aturdimiento, comprendió que la espada había cortado la grupa del caballo.
La herida no era profunda, pero el caballo hizo un ruido temible, encabritándose y coceando de un modo salvaje. Baiken, gritando de una manera ininteligible, cogió la muñeca de Otsū e intentó arrebatarle su espada, pero en aquel momento el caballo los derribó a los dos. Entonces, alzándose sobre las patas traseras, relinchó estrepitosamente y partió carretera abajo como una flecha disparada por un arco, con Jōtarō agarrado a su lomo y la sangre brotando de la herida en la grupa.
Baiken avanzó dando traspiés en medio de una nube de polvo. Sabía que no podía dar alcance al animal, por lo que dirigió su mirada colérica al lugar donde había estado Otsū. La muchacha no estaba allí.
Al cabo de un momento, localizó su espada al pie de un alerce, y se abalanzó para recuperarla. Cuando se levantaba, una idea cruzó por su mente: ¡tenía que existir alguna conexión entre aquella mujer y Musashi! Y si era amiga de Musashi, sería un cebo excelente. Como mínimo, sabría adonde se dirigía su amigo.
A medias corriendo y a medias deslizándose por el terraplén al lado de la carretera, rodeó el edificio con tejado de paja de una granja, echó un vistazo bajo el suelo y en el almacén, mientras una vieja encorvada como una jorobada ante una rueca dentro de la casa le miraba con espanto.
Entonces avistó a Otsū, que corría por un espeso bosque de cedros hacia el valle situado más allá, donde había trechos cubiertos por nieve tardía.
Baiken bajó por la ladera con la fuerza de un alud y pronto cubrió la distancia entre ellos.
—¡Zorra! —le gritó, mientras extendía la mano izquierda y le tocaba el cabello.
Otsū cayó al suelo y se aferró a las raíces de un árbol, pero resbaló y su cuerpo cayó por el borde del risco, donde quedó colgando como un péndulo. Tierra y guijarros cayeron sobre su rostro mientras alzaba la vista hacia los grandes ojos y la espada reluciente de Baiken.
—¡Necia! —le dijo él con desprecio—. ¿Crees que ahora puedes salirte con la tuya?
Otsū miró abajo y vio que a cincuenta o sesenta pies un arroyo discurría por el suelo del valle. Curiosamente, no tenía miedo, pues veía que el valle era su salvación. Podía escapar cuando quisiera, sólo tenía que soltarse del árbol y arrojarse al vacío. Sentía la muerte cercana, pero más que pensar en ello su mente se centraba en una sola imagen, la de Musashi. Le parecía verle, su rostro como la luna llena en un cielo tormentoso.
Baiken se apresuró a cogerla por las muñecas, la alzó y arrastró un trecho, alejándola del precipicio.
En aquel momento uno de sus sicarios le llamó desde la carretera.
—¿Qué estás haciendo ahí abajo? Será mejor que nos demos prisa. El viejo de esa casa de té ha dicho que esta mañana un samurai le ha despertado antes del alba, ha encargado una caja de comida y salido a toda prisa hacia el valle de Kaga.
—¿El valle de Kaga?
—Eso es lo que ha dicho. Pero da lo mismo que vaya ahí o que cruce el monte Tsuchi hasta Minakuchi, pues las carreteras se juntan en Ishibe. Si vamos rápidamente a Yasugawa, podremos cogerle allí.
Baiken daba la espalda al hombre, mirando fijamente a Otsū, que estaba en cuclillas ante él, como atrapada por la fiereza de sus ojos.
—¡Eh! —rugió—. Bajad aquí los tres.
—¿Por qué?
—¡Bajad en seguida!
—Si perdemos tiempo, Musashi nos dejará atrás en Yasugawa.
—¡Eso no importa!
Los tres hombres formaban parte del grupo que la noche anterior había emprendido la búsqueda infructuosa. Acostumbrados a abrirse paso por las montañas, bajaron a toda prisa por la pendiente como otros tantos jabalíes. Al llegar al saledizo donde estaba Baiken, vieron a Otsū. Su jefe les puso rápidamente al corriente de la situación.
—Bien, ahora la ataremos y nos la llevaremos con nosotros —dijo Baiken, antes de ponerse en marcha a través del bosque.
Los hombres ataron a la joven, pero no podían evitar apiadarse de ella. Yacía impotente en el suelo, con la cabeza vuelta a un lado. Miraron azorados el perfil de su pálida cara.
Baiken ya estaba en el valle de Kaga. Se detuvo, miró atrás y gritó a sus secuaces que estaban en el risco:
—Nos encontraremos en Yasugawa. Tomaré un atajo, pero vosotros seguid por la carretera. Y mantened los ojos bien abiertos.
—Sí, señor —corearon los hombres.
Baiken corrió entre las rocas como una cabra montesa y pronto se perdió de vista.
Jōtarō avanzaba a la velocidad del rayo carretera abajo. A pesar de lo viejo que era, el caballo estaba tan enloquecido que habría sido imposible detenerle con una simple cuerda aunque Jōtarō hubiera sabido usarla. La herida causada por la espada le ardía como si le aplicaran una antorcha, y corría ciegamente, subiendo una colina, bajando a un pequeño valle, pasando como una exhalación por los pueblos.
Sólo por pura suerte Jōtarō no salió despedido.
—¡Cuidado! —gritaba una y otra vez, como una letanía—. ¡Cuidado!
Como ya no podía sostenerse aferrándose a las crines, rodeaba con los brazos el cuello del animal, apretándolo con todas sus fuerzas. Tenía los ojos cerrados.
Cuando la grupa del caballo se alzaba en el aire, con ella ascendía Jōtarō. Era cada vez más evidente que sus gritos no servían de nada, por lo que sus súplicas cedieron gradualmente el paso a un lamento angustiado. Cuando rogó a Otsū que le permitiera montar a caballo por una sola vez, pensaba en lo estupendo que sería galopar a voluntad en un espléndido corcel, pero al cabo de unos minutos de carrera desbocada ya había tenido suficiente.
Jōtarō confiaba en que alguien, cualquiera, tuviera la valentía de coger la cuerda flotante y detener al caballo. En esto era demasiado optimista, pues ni los viajeros ni los aldeanos estaban dispuestos a correr el riesgo de lesionarse por algo que no era asunto suyo. Lejos de ayudarle, todo el mundo corría a ponerse a salvo en la cuneta y lanzaban insultos al que les parecía un jinete irresponsable.
Muy pronto había atravesado el pueblo de Mikumo y llegado a la población de Natsumi, con sus numerosas posadas. De haber sido un jinete experto que dominara a la perfección su montura, podría haberse colocado la palma en la frente para contemplar tranquilamente las hermosas montañas y los valles de Iga, los picos de Nunobiki, el río Yokota y, a lo lejos, las aguas del lago Biwa, tersas como la superficie de un espejo.
—¡Para! ¡Para! ¡Para! —Las palabras de su letanía habían cambiado, y ahora su tono era más angustiado. Mientras bajaban por la colina Kōji, su grito volvió a cambiar bruscamente—: ¡Socorro!
El caballo se precipitó por la empinada pendiente, con Jōtarō rebotando como una pelota en su lomo.
Más o menos a un tercio de la pendiente, un gran roble sobresalía de un risco a la izquierda, y una de sus ramas más pequeñas se extendía perpendicular a la carretera. Cuando Jōtarō sintió las hojas en el rostro, se agarró con ambas manos, creyendo que los dioses habían escuchado su plegaria y habían hecho que la rama se extendiera ante él. Tal vez tenía razón. Saltó como una rana y, un instante después, colgaba del aire, con las manos firmemente sujetas a la rama por encima de su cabeza. El caballo prosiguió su carrera, un poco más rápido ahora que se había quedado sin jinete.
La distancia al suelo no era superior a diez pies, pero Jōtarō no se atrevía a soltarse, pues en su estado de conmoción veía la corta distancia hasta el suelo como un gran abismo, y se agarró a la rama con todas sus fuerzas, cruzando las piernas sobre ella y preguntándose febrilmente qué podía hacer. El problema quedó resuelto cuando la rama se rompió con un fuerte chasquido. Por un atroz instante, Jōtarō creyó que aquello era el fin, pero al cabo de un segundo estaba sentado en el suelo, ileso.
—¡Fiu! —fue todo lo que pudo decir.
Permaneció sentado inmóvil unos minutos, con el ánimo deprimido, si no quebrantado, pero entonces recordó por qué estaba allí y se puso en pie de un salto.
Sin pensar en la distancia que había recorrido, gritó:
—¡Otsū!
Subió corriendo la cuesta, empuñando con firmeza la espada de madera.
—¿Qué puede haberle ocurrido? ¡Otsū! ¡Otsū!
Poco después se encontró con un hombre que vestía un kimono rojo grisáceo y bajaba por la cuesta. El desconocido llevaba un hakama de cuero y dos espadas, pero no vestía manto.
Tras pasar por el lado de Jōtarō, miró por encima del hombro y dijo:
—¡Eh, oye! —Jōtarō se volvió, y el hombre le preguntó—: ¿Pasa algo?
—Vienes del otro lado de la colina, ¿verdad? —preguntó a su vez el muchacho.
—Sí.
—¿Has visto a una mujer bonita de unos veinte años?
—Sí, por cierto.
—¿Dónde?
—En Natsumi vi a unos saqueadores que caminaban con una muchacha. Ésta tenía los brazos atados a la espalda, cosa que, naturalmente, me pareció rara, pero no tenía ningún motivo para inmiscuirme. Me atrevería a decir que los hombres eran de la banda de Tsujikaze Kōhei, el cual trasladó hace unos años toda una aldea de matones desde Yasugawa al valle de Suzuka.
—Se trataba de ella, estoy seguro. —Jōtarō echó a andar, pero el hombre le detuvo.
—¿Viajabais juntos?
—Sí. Se llama Otsū.
—Si corres riesgos absurdos harás que te maten antes de que puedas ayudar a nadie. ¿Por qué no esperas aquí? Han de pasar por este lugar más tarde o más temprano. De momento, cuéntame lo que ha sucedido. Tal vez pueda darte algún consejo.
El muchacho depositó de inmediato su confianza en el hombre y le contó todo lo que había ocurrido desde la mañana.
El hombre asentía de vez en cuando bajo su sombrero de juncos. Cuando Jōtarō finalizó su relato, le dijo:
—Comprendo lo apurado de tu situación, pero a pesar de tu valor, una mujer y un chiquillo no están en condiciones de enfrentarse a los hombres de Kōhei. Creo que será mejor que rescate a Otsū..., ¿es ése su nombre?, en tu lugar.
—¿Crees que te la entregarán?
—Es posible que no baste con pedírselo simplemente, pero ya pensaré en ello cuando llegue el momento. Entretanto, escóndete entre los arbustos y no te muevas.
Mientras Jōtarō seleccionaba un grupo de arbustos y se ocultaba, el hombre siguió bajando la ladera a paso vivo. Por un momento Jōtarō se preguntó si le habría engañado. ¿Le habría dicho aquel rōnin sólo unas pocas palabras para animarle y había reanudado su camino para ponerse a salvo? Lleno de inquietud, alzó la cabeza por encima de los arbustos, pero oyó voces y la agachó de nuevo.
Uno o dos minutos después Otsū apareció a la vista, rodeada por tres hombres y con las manos atadas firmemente a la espalda. Uno de sus blancos pies presentaba un corte con sangre coagulada.
Uno de los rufianes dio un empujón a la joven en el hombro y gruñó:
—¿Qué estás buscando a tu alrededor? ¡Vamos, camina más rápido!
—Estoy buscando a mi compañero de viaje. ¿Qué puede haberle ocurrido?... ¡Jōtarō!
—¡Calla!
Jōtarō se disponía a gritar y salir de su escondrijo cuando el rōnin regresó, esta vez sin el sombrero de juncos. Tenía veintiséis o veintisiete años y era de tez oscura. Su mirada resuelta no se desviaba a derecha ni izquierda. Mientras subía la cuesta iba diciendo, como si hablara consigo mismo:
—¡Es espantoso, realmente espantoso!
Cuando pasó ante Otsū y sus captores, musitó un saludo y siguió caminando apresuradamente.
—Eh —le dijo uno de ellos—. ¿No eres el sobrino de Watanabe? ¿Qué es eso tan espantoso?
Watanabe se llamaba una antigua familia del distrito, y el cabeza actual de la misma era Watanabe Hanzō, un experto altamente respetado en las tácticas marciales ocultas conocidas globalmente como ninjutsu.
—¿Es que no habéis oído?
—¿Oído qué?
—Al pie de esta colina hay un samurai llamado Miyamoto Musashi, preparado para librar una gran pelea. Está en medio de la carretera con la espada desenvainada, e interroga a todo el que pasa. Tiene la mirada más fiera que he visto jamás.
—¿Musashi está haciendo eso?
—Así es. Vino a mi encuentro y me preguntó mi nombre. Le dije que soy Tsuge Sannojō, el sobrino de Watanabe Hanzō, y que procedo de Iga. Él me pidió disculpas y me dejó pasar. La verdad es que ha sido muy cortés, y ha dicho que, como no tengo ninguna relación con Tsujikaze Kōhei, no tengo nada que temer.
—¿Ah, sí?
—Le pregunté qué ha ocurrido. Ha dicho que Kōhei está en la carretera con sus sicarios, dispuestos a capturarle y darle muerte. Ha decidido quedarse donde está y hacer frente ahí al ataque. Parece dispuesto a luchar hasta el final.
—¿Estás diciendo la verdad, Sannojō?
—Claro que sí. ¿Por qué habría de mentiros?
Los tres hombres palidecieron. Se miraron unos a otros nerviosamente, sin saber a ciencia cierta lo que debían hacer a continuación.
—Será mejor que tengáis cuidado —les dijo Sannojō, reanudando aparentemente su camino cuesta arriba.
—¡Sannojō!
—¿Qué?
—No sé qué deberíamos hacer. Incluso nuestro jefe ha dicho que ese Musashi es más fuerte de lo normal.
—La verdad es que parece tener mucha confianza en sí mismo. Cuando se me acercó con esa espada, desde luego no sentí deseos de enfrentarme a él.
—¿Qué crees que deberíamos hacer? Por orden del jefe estamos llevando a esta mujer a Yasugawa.
—No creo que eso tenga nada que ver conmigo.