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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (120 page)

BOOK: Musashi
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Musashi oía sus voces, pero las palabras no le llegaban con claridad. Por lo que a él respectaba, ya había ganado, pues había comprendido cómo usaba Gonnosuke su bastón. Lo que le irritaba era la amargura de madre e hijo y su deseo de venganza. Si Gonnosuke volvía a perder, se sentirían mucho más resentidos. Por su experiencia con la casa de Yoshioka, sabía que era una necedad trabar combates que conducían a una mayor hostilidad. Y luego estaba la madre de aquel hombre, en la que Musashi veía una segunda Osugi, una mujer que amaba a su hijo a ciegas y se sentiría eternamente agraviada por cualquiera que le hiciese daño.

Musashi dio media vuelta y empezó a subir.

—¡Espera!

Inmovilizado por la fuerza de la voz de aquella anciana, Musashi se detuvo y giró sobre sus talones.

La mujer desmontó y caminó hasta el pie del risco. Cuando estuvo seguro de que él la escuchaba, se arrodilló, puso ambas manos en el suelo e hizo una profunda reverencia.

—¡Buen samurai! —gritó—. Me avergüenza presentarme ante ti de esta manera. Estoy segura de que sólo sientes desdén por mi testarudez. Pero no actúo por odio, despecho o mala voluntad. Te pido que te apiades de mi hijo. Durante diez años ha practicado a solas, sin maestros, sin amigos, sin adversarios realmente dignos. Te ruego que le des otra lección en el arte de la lucha.

Musashi la escuchaba en silencio.

—Sería un oprobio ver que nos abandonas así —siguió diciendo con una voz embargada por la emoción—. La actuación de mi hijo dos días atrás fue torpe. Si no hace algo para demostrar su capacidad, ni él ni yo seremos capaces de enfrentarnos a nuestros antepasados. En estos momentos no es más que un campesino que ha perdido una pelea. Puesto que ha tenido la buena suerte de conocer a un guerrero de tu categoría, sería una vergüenza para él que no se aprovechara de la experiencia. Por eso le he traído aquí. Te imploro que escuches mi súplica y aceptes su desafío.

Finalizado su parlamento, la mujer hizo otra reverencia, casi como si rindiera culto a los pies de Musashi. Éste bajó por el camino y, al llegar a su lado, la cogió de la mano y la ayudó a montar de nuevo en la vaca.

—Coge la cuerda, Gonnosuke, y hablemos de esto mientras caminamos. Pensaré si quiero luchar contigo o no.

Musashi caminó un poco por delante de ellos y, aunque había sugerido que discutirían el asunto, no dijo una sola palabra. Gonnosuke le miraba la espalda con suspicacia, azotando de vez en cuando distraídamente las patas de la vaca con una vara. Su madre parecía inquieta y preocupada.

Cuando habían recorrido quizá una milla, Musashi soltó un gruñido y dijo:

—Lucharé contigo.

Gonnosuke soltó la cuerda.

—¿Ya estás preparado? —le preguntó. Miró a su alrededor para verificar su posición, como si estuviera dispuesto a combatir de inmediato allí mismo.

Musashi no le hizo caso y se dirigió a su madre.

—¿Estás preparada para lo peor? No hay ninguna diferencia entre un combate como éste y una lucha a muerte, aun cuando las armas no sean las mismas.

La mujer se rió por primera vez.

—No es necesario que me digas eso. Si mi hijo pierde ante un hombre más joven, como lo eres tú, entonces es mejor que abandone las artes marciales, y si hace tal cosa no tendría sentido seguir viviendo. Si las cosas salen así, no te guardaré ningún rencor.

—Si es así como sientes, de acuerdo. —Recogió la cuerda que Gonnosuke había abandonado—. Si nos quedamos en la carretera, habrá gente por medio. Atemos la vaca y luego lucharé tanto como gustes.

En medio del llano donde se encontraban había un enorme alerce. Musashi lo señaló y se dirigieron allí.

—Prepárate, Gonnosuke —dijo con calma.

Gonnosuke no necesitó que le insistiera. En un momento estuvo ante Musashi con el bastón apuntando hacia el suelo.

Musashi permanecía con las manos vacías, los brazos y hombros relajados.

—¿No vas a hacer ningún preparativo? —le preguntó Gonnosuke.

—¿Para qué?

Gonnosuke se encolerizó.

—Coge algo para luchar, lo que quieras.

—Estoy preparado.

—¿Sin arma?

—Tengo mi arma aquí —replicó Musashi, llevando la mano izquierda a la empuñadura de su espada.

—¿Luchas con una espada?

Por toda respuesta, Musashi se limitó a esbozar una sonrisa. Estaban ya en la etapa en que no podían permitirse gastar energía hablando.

La madre de Gonnosuke se había sentado debajo del alerce y parecía un Buda de piedra.

—No luchéis todavía —les dijo—. ¡Esperad!

Los dos hombres, que se miraban fijamente sin hacer el menor movimiento, no parecieron oírla. El bastón de Gonnosuke esperaba bajo su brazo la oportunidad de golpear, como si hubiera aspirado todo el aire de la meseta y estuviera a punto de exhalarlo en un gran golpe silbante. Musashi tenía la mano en la parte inferior de la empuñadura de su espada y sus ojos parecían perforar el cuerpo de su contrario. Interiormente, el combate ya había dado comienzo, pues el ojo puede dañar a un hombre más gravemente que la espada o el bastón. Cuando el ojo ha hecho el corte inicial, la espada o el palo penetran por él sin esfuerzo.

—¡Esperad! —gritó la madre de nuevo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Musashi, retrocediendo de un salto cuatro o cinco pies a una posición más segura.

—¿Estás luchando con una espada real?

—Tal como yo peleo, que use una espada de madera o una real no supone la menor diferencia.

—No estoy tratando de detenerte.

—Quiero asegurarme de que lo comprendes. La espada, de madera o de acero, es absoluta. En un combate real, no hay medidas intermedias. La única manera de evitar el riesgo es huir.

—Tienes toda la razón, pero se me ha ocurrido que en un encuentro de esta importancia, deberíais anunciaros formalmente. Cada uno de vosotros se enfrenta a un contrario de una clase con la que no tendrá ocasión de luchar a menudo. Cuando la lucha haya terminado, será demasiado tarde.

—Cierto.

—Gonnosuke, di tu apellido primero.

Gonnosuke hizo una reverencia formal a Musashi.

—Se dice que nuestro antepasado remoto fue Kakumyō, que luchó bajo el estandarte del gran guerrero de Kiso, Minamoto no Yoshinaka. Después de la muerte de Yoshinaka, Kakumyō se hizo fiel del santo Hōnen, y es posible que seamos de la misma familia que él. A lo largo de los siglos, nuestros antepasados han vivido en esta zona, pero en la generación de mi padre sufrieron una deshonra que no voy a mencionar. Mi madre y yo, llenos de congoja, fuimos al santuario de Ontake y juramos por escrito que yo restauraría nuestro buen nombre siguiendo el Camino del Samurai. Ante el dios del santuario de Ontake adquirí mi técnica para usar el bastón. Lo llamo el estilo Musō, es decir, el estilo de la Visión, pues lo recibí como revelación en el santuario. La gente me llama Musō Gonnosuke.

Musashi le devolvió la reverencia.

—Mi familia desciende de Hirata Shōgen, cuya casa era una rama de los Akamatsu de Harima. Soy el hijo único de Shimmen Munisai, que vivió en el pueblo de Miyamoto en Mimasaka. He recibido el nombre de Miyamoto Musashi. No tengo parientes cercanos y he dedicado mi vida al Camino de la Espada. Si cayera ante tu bastón, no hay necesidad de que te molestes por mis restos.

Adoptó de nuevo su postura y gritó:

—¡En guardia!

La anciana parecía incapaz de respirar. Lejos de haberse visto en peligro junto con su hijo, era ella quien había hecho cuanto pudo para buscarlo, colocando expresamente a Gonnosuke ante la espada destellante de Musashi. Semejante comportamiento habría sido impensable en una madre ordinaria, pero ella estaba plenamente convencida de que había hecho lo correcto. Ahora permanecía sentada en estilo formal, los hombros ligeramente inclinados adelante y las manos colocadas una sobre la otra en sus rodillas, en una actitud remilgada. Su cuerpo daba la impresión de que era pequeño y encogido. Habría sido difícil creer que había tenido varios hijos, que los había enterrado a todos excepto uno y que había perseverado a través de innumerables dificultades para convertir en un guerrero al último superviviente.

Los ojos le brillaban, como si todos los dioses y bodhisattvas del cosmos se hubieran reunido en su persona para ser testigos del combate.

En el instante en que Musashi desenvainó, Gonnosuke sintió un escalofrío en todo su cuerpo. Percibía instintivamente que su destino, expuesto a la espada de Musashi, ya había sido decidido, pues en aquel momento veía ante él a un hombre al que no había visto antes. Dos días atrás observó a Musashi en un estado de ánimo fluido y flexible, que podría compararse con las líneas suaves y fluidas de la caligrafía en el estilo cursivo.

No estaba preparado para enfrentarse a un hombre distinto, la encarnación de la austeridad, como un carácter de escritura cuadrado, inmaculadamente escrito con cada línea y punto en su sitio.

Al darse cuenta de que había juzgado mal a su adversario, se vio incapaz de lanzarse a un ataque violento, como había hecho antes. Su bastón permaneció situado pero impotente por encima de su cabeza.

Mientras los dos hombres se enfrentaban en silencio, los restos de la niebla matinal se disiparon. Un pájaro voló con indolencia entre ellos y las nebulosas montañas a lo lejos. Entonces, de improviso, un grito hendió el aire, como si el pájaro se hubiera desplomado al suelo. Era imposible saber si el sonido procedía de la espada o del bastón. Era irreal, como el aplauso con una sola mano del que hablan los seguidores del zen.

Simultáneamente, los cuerpos de los dos luchadores, moviéndose en perfecta coordinación con sus armas, cambiaron de posición. El cambio tardó menos tiempo del que tarda una imagen en ser transmitida desde el ojo al cerebro. El golpe de Gonnosuke había fallado. Musashi había invertido a la defensiva su antebrazo y golpeado hacia arriba, desde cerca del costado de Gonnosuke hasta un punto por encima de su cabeza, y a punto estuvo de alcanzarle el hombro derecho y la sien. Entonces Musashi empleó su magistral golpe de retorno, el que había causado la aflicción de todos sus oponentes hasta entonces, pero Gonnosuke, agarrando el bastón con ambas manos cerca de los extremos, paró la espada por encima de su cabeza.

Si la hoja no hubiera entrado en contacto oblicuamente con la madera, sin duda habría partido en dos el bastón. Al cambiar de posición, Gonnosuke había dirigido el codo izquierdo adelante y alzado el codo derecho, con la intención de golpear a Musashi en el plexo solar, pero en el que debería haber sido el momento del impacto, el extremo del bastón estaba todavía una fracción de pulgada separado del cuerpo de Musashi.

Con la espada y el bastón cruzados por encima de la cabeza de Gonnosuke, ninguno de los dos podía avanzar ni retroceder. Ambos sabían que un falso movimiento significaría la muerte súbita. Aunque la posición era análoga a la de un punto muerto en que las espadas están trabadas por las guardas, Musashi era consciente de las importantes diferencias que existen entre una espada y un bastón. Evidentemente, un bastón no tiene guarda ni hoja ni empuñadura ni punta. Pero en las manos de un experto como Gonnosuke, cualquier parte del arma de cuatro pies de longitud podía ser hoja, punta o empuñadura. Así pues, el bastón era mucho más versátil que la espada, e incluso podía ser usado como una lanza corta.

Incapaz de predecir la reacción de Gonnosuke, Musashi no podía retirar su arma. Por otro lado, Gonnosuke se encontraba en una posición aún más peligrosa: su arma jugaba el papel pasivo de parar la hoja de Musashi. Si permitía que su espíritu flaqueara un solo instante, la espada le abriría la cabeza.

Gonnosuke palideció, se mordió el labio inferior y un sudor oleoso brilló alrededor de las comisuras vueltas hacia arriba de sus ojos. Mientras las armas cruzadas empezaban a oscilar, su respiración se hacía más pesada.

—¡Gonnosuke! —gritó su madre, más pálida que él. Alzó el torso y se dio una palmada en la cadera—. ¡Tienes la cadera demasiado alta! —gritó, y entonces cayó hacia adelante.

Pareció como si hubiera perdido el sentido. Su voz había sonado como si estuviera escupiendo sangre.

Había parecido que la espada y el bastón permanecerían trabados hasta que los luchadores se convirtieran en piedra. Al oír el grito de la anciana, se separaron con una fuerza más estremecedora que la que un momento antes les había llevado a trabarse.

Musashi golpeó el suelo con los talones, saltó hacia atrás una distancia de siete pies. El bastón de Gonnosuke cubrió de inmediato el espacio que había ocupado Musashi, el cual apenas había tenido tiempo de esquivarlo.

Frustrado su ataque letal, Gonnosuke perdió el equilibrio y cayó hacia adelante, exponiendo la espalda. Musashi se movió con la rapidez de un halcón peregrino y un delgado destello luminoso entró en contacto con los músculos dorsales de su adversario, el cual, con el balido de una ternera aterrada, cayó de bruces en el suelo. Musashi se sentó pesadamente en la hierba, llevándose una mano al estómago.

—¡Abandono! —gritó.

Gonnosuke no emitía sonido alguno. La madre, demasiado anonadada para poder hablar, miraba sin comprender la forma postrada de su hijo.

—He usado el canto de la espada —le dijo Musashi, volviéndose a ella. Como la mujer no parecía comprender, añadió—: Dale un poco de agua. No está malherido.

—¿Qué? —gritó ella, incrédula.

Al ver que no había sangre en el cuerpo de su hijo, se tambaleó hasta llegar a él y le abrazó. Le llamó por su nombre, le ofreció agua y le sacudió hasta hacerle volver en sí.

Gonnosuke miró unos momentos a Musashi con expresión vacía, y luego fue hacia él y se inclinó tocando el suelo con la frente.

—Lo siento —se limitó a decirle—. Eres demasiado bueno para mí.

Como si saliera de un trance, Musashi le cogió la mano y dijo:

—¿Por qué dices eso? No eres tú quien ha perdido, sino yo. —Se abrió la parte delantera del kimono—. Mira esto. —Señaló una mancha roja donde el bastón le había alcanzado—. Sólo un poco más y me habrías matado.

La voz le temblaba al hablar, pues lo cierto era que no sabía cuándo ni cómo había recibido el golpe.

Gonnosuke y su madre miraron la mancha roja pero no dijeron nada.

Musashi cerró su kimono y preguntó a la anciana por qué había prevenido a su hijo acerca de sus caderas. ¿Había observado algo defectuoso o peligroso en su postura?

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