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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (31 page)

BOOK: Musashi
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—Estoy buscando a un hombre llamado Hon'iden Matahachi. En la escuela Yoshioka me dijeron que si iba a la Yomogi le encontraría.

—No está ahí.

—¡Estás mintiendo!

—Qué va, es cierto. Estuvo con nosotros, pero se marchó hace algún tiempo.

—¿Adonde?

—No lo sé.

—¡Pero alguien en tu casa debe saberlo!

—No. Mi madre tampoco lo sabe. Ese hombre se marchó, sin más.

—Oh, no. —El chiquillo se agachó y contempló con expresión preocupada las aguas del río—. ¿Qué voy a hacer ahora? —dijo suspirando.

—¿Quién te ha enviado aquí?

—Mi maestro.

—¿Quién es tu maestro?

—Se llama Miyamoto Musashi.

—¿Traes una carta?

—No —dijo Jōtarō, sacudiendo la cabeza.

—¡Menudo mensajero estás hecho! No sabes de dónde vienes ni traes una carta.

—Tengo que comunicar un mensaje.

—¿De qué se trata? Es posible que él no vuelva nunca, pero si lo hace, se lo diré.

—No creo que deba hacer eso, ¿no te parece?

—No me preguntes. Decídelo tú mismo.

—Entonces quizá deba hacerlo. Dijo que tenía muchas gañas de ver a Matahachi y que le dijera a éste que le esperará en el gran puente de la avenida Gojo todas las mañanas desde el primero al séptimo día del nuevo año. Matahachi tiene que ir a verle ahí uno de esos días.

Akemi se echó a reír sin poder contenerse.

—¡Jamás había oído semejante cosa! ¿Me estás diciendo que envía un mensaje ahora diciéndole a Matahachi que vaya a verle el próximo año? ¡Tu maestro debe de ser tan raro como tú mismo! ¡Ja, ja!

Jōtarō frunció el ceño y la cólera le tensó los hombros.

—¿Qué tiene eso de divertido?

Finalmente Akemi dejó de reír.

—Vaya, te has enfadado, ¿verdad?

—Claro que sí. Sólo te he pedido cortésmente que me hicieras un favor, y te echas a reír como una lunática.

—Lo siento, de veras, no me reiré más. Y si regresa Matahachi, le daré tu mensaje.

—¿Me lo prometes?

—Sí, te lo juro. —Mordiéndose el labio para no sonreír, Akemi le preguntó—: ¿Cómo has dicho que se llamaba? El hombre que te ha enviado con el mensaje.

—No tienes muy buena memoria, ¿eh? Se llama Miyamoto Musashi.

—¿Cómo escribes ese nombre?

Jōtarō cogió un trozo de bambú y trazó los dos caracteres en la arena.

—¡Cómo! ¡Ésos son los caracteres de Takezō! —exclamó Akemi.

—No se llama Takezō, sino Musashi..

—Sí, pero estos caracteres también pueden leerse como Takezō.

—¡Qué testaruda eres! —replicó Jōtarō, arrojando el trozo de bambú al río.

Akemi contempló fijamente los caracteres trazados en la arena, sumida en sus pensamientos. Al cabo de un rato alzó la vista y miró a Jōtarō, volvió a examinarle de la cabeza a los pies y le dijo en voz baja:

—Quisiera saber si Musashi es de la zona de Yoshino en Mimasaka.

—Sí, yo soy de Harima y él del pueblo de Miyamoto, en la provincia vecina de Mimasaka.

—¿Es alto y viril? ¿Y no lleva afeitada la parte superior de la cabeza?

—Sí. ¿Cómo lo sabías?

—Recuerdo que una vez me dijo que de niño tenía un carbunclo en la cabeza, y si se la afeitaba, como hacen en general los samuráis, se le vería una fea cicatriz.

—¿Te dijo eso? ¿Cuándo?

—Hace ya cinco años.

—¿Conoces a mi maestro desde hace tanto tiempo?

Akemi no le respondió. El recuerdo de aquellos días despertaba en su corazón emociones que le dificultaban el habla. Convencida, por lo poco que le había dicho el niño, de que Musashi era Takezō, se apoderó de ella el deseo imperioso de verle nuevamente. Había visto cómo hacía las cosas su madre y observado cómo Matahachi iba de mal en peor. Desde el principio había preferido a Takezō, y con el paso del tiempo había adquirido cada vez mayor confianza en lo acertado de su elección. Se alegraba de estar todavía soltera. Takezō... era muy diferente de Matahachi.

Muchas eran las ocasiones en las que había resuelto no unirse a un hombre similar a los que siempre bebían en la casa de té. Los despreciaba, al tiempo que se apoyaba firmemente en la imagen de Takezō. En lo más profundo de su corazón, alimentaba el sueño de volver a encontrarle. Él y sólo él era el amado en su mente cuando cantaba canciones de amor.

Una vez cumplida su misión, Jōtarō le dijo:

—Bien, ahora será mejor que me marche. Si encuentras a Matahachi, no dejes de comunicarle lo que te he dicho.

El chiquillo se alejó a toda prisa, correteando por la estrecha parte superior de la acequia.

La carreta de bueyes estaba cargada con una montaña de sacos que quizá contenían arroz o lentejas u otro producto local. Encima del montón un letrero proclamaba que era una contribución enviada por fieles budistas al gran Kōfukuji de Nara. Incluso Jōtarō conocía aquel templo, cuyo nombre era prácticamente sinónimo de Nara.

Al chiquillo se le iluminó el rostro con una alegría infantil. Corrió tras el vehículo y subió a la parte trasera. Si se colocaba de cara atrás, disponía de suficiente espacio para sentarse, y, como un lujo adicional, tenía los sacos para apoyarse.

En el otro lado del camino, las colinas ondulantes estaban cubiertas de pulcras hileras de arbustos de té. Los cerezos habían empezado a florecer y los agricultores araban los campos de cebada, sin duda rezando para que aquel año se vieran libres, una vez más, de las pisadas de soldados y caballos. Las mujeres se arrodillaban a orillas de los arroyos para lavar las verduras. La carretera de Yamato estaba en paz.

«¡Qué suerte!», se dijo Jōtarō, mientras se acomodaba y relajaba. Se sentía a gusto allí encaramado, y estuvo tentado de echarse a dormir, pero lo pensó mejor. Temeroso de que pudieran llegar a Nara antes de despertarse, agradecía cada vez que las ruedas tropezaban con una piedra y la carreta sufría una sacudida, puesto que le ayudaba a mantener los ojos abiertos. Nada podría haberle proporcionado más placer: no sólo viajaba de aquella manera sino que también se dirigía a su destino.

En las afueras de un pueblo, Jōtarō alargó perezosamente la mano y arrancó una hoja de camelia. Llevándosela a la lengua, empezó a silbar una tonada.

El carretero miró atrás, pero no vio nada. Como el silbido continuaba, miró por encima de su hombro izquierdo y luego del derecho. Finalmente detuvo la carreta, bajó y fue a la parte trasera. Al ver allí a Jōtarō se enfureció y dio al chico un golpe tan fuerte que le hizo llorar de dolor.

—¿Qué estás haciendo ahí arriba? —gruñó el hombre.

—No hago nada malo, ¿no?

—¿Cómo que no?

—¡No eres tú el que tira de la carreta!

—¡Bastardo descarado! —gritó el carretero, tirando a Jōtarō al suelo como si fuese una pelota. El niño rebotó y rodó hasta el pie de un árbol. La carreta reanudó su camino, y el estrépito de las ruedas parecía reírse de él.

Jōtarō se puso en pie y empezó a buscar minuciosamente a su alrededor. Acababa de darse cuenta de que ya no tenía el tubo de bambú que contenía la respuesta de la escuela Yoshioka dirigida a Musashi. Se lo había colgado del cuello con un cordel, pero ya no lo tenía.

Mientras el afligido muchacho registraba gradualmente una zona más amplia, una joven con atuendo de viaje, que se había detenido a observarle, le preguntó:

—¿Has perdido algo?

Él la miró a la cara, parcialmente oculta por un sombrero de ala ancha, asintió y siguió buscando.

—¿Era dinero?

Jōtarō, totalmente absorto, apenas hizo caso de la pregunta, pero respondió con un gruñido negativo.

—¿Era acaso un tubo de bambú de un pie más o menos de largo y unido a un cordón?

Jōtarō se incorporó de inmediato.

—¡Sí! ¿Cómo lo has sabido?

—¡Entonces era a ti a quien los carreteros cerca del Mampukuji gritaban porque molestabas a su caballo!

—Ahhh..., bueno...

—Cuando te asustaste y echaste a correr, el cordón debió de romperse. El tubo cayó al suelo, y el samurai que había estado hablando con los carreteros lo recogió. ¿Por qué no vuelves y se lo pides?

—¿Estás segura?

—Sí, claro.

—Gracias.

Cuando empezaba a marcharse corriendo, la joven le llamó:

—¡Espera! No es necesario que vuelvas. Por ahí viene el samurai. Es ése vestido con un hakama de campaña. —Señaló hacia el hombre.

Jōtarō se detuvo y aguardó, con expresión asombrada.

El samurai era un hombre impresionante, de unos cuarenta años. Todo en él era un poco mayor de lo normal, su altura, su barba negra como el azabache, sus anchos hombros, su pecho macizo. Llevaba medias de cuero y sandalias de paja, y sus firmes pisadas parecían apelmazar la tierra. Convencido de que aquél era un gran guerrero al servicio de uno de los daimyōs más prominentes, Jōtarō estaba demasiado amedrentado para dirigirle la palabra.

Por suerte, el samurai habló primero, llamando al muchacho.

—¿Eres tú el diablillo que ha dejado caer este tubo de bambú delante del Mampukuji? —le preguntó.

—¡Ah, es éste! ¡Lo habéis encontrado!

—¿Es que no sabes dar las gracias?

—Perdonad. Gracias, señor.

—Me atrevería a decir que contiene una carta importante. Cuando tu amo te envía en una misión, no deberías pararte en el camino para jorobar a los caballos, subirte a las carretas o haraganear al borde de la carretera.

—Sí, señor. ¿Habéis mirado el contenido, señor?

—Es natural que cuando uno encuentra algo lo examine y devuelva a su dueño, pero no he roto el sello de la carta. Ahora que la has recuperado, debes examinarla y comprobar si está en perfecto estado.

Jōtarō quitó el tapón del tubo y miró dentro. Satisfecho al comprobar que la carta seguía allí, se colgó el tubo del cuello y juró que no lo perdería por segunda vez.

La joven parecía tan complacida como Jōtarō.

—Habéis sido muy amable, señor —le dijo al samurai, procurando compensar la incapacidad de Jōtarō de expresarse apropiadamente.

El samurai barbudo echó a andar con los dos.

—¿Está el muchacho contigo? —preguntó a la joven.

—No, es la primera vez que le veo.

El samurai se echó a reír.

—Pensé que hacíais una pareja bastante extraña. Él es un diablillo de aspecto curioso, ¿no crees?... Hasta lleva la palabra «alojamiento» escrita en el sombrero.

—Tal vez su inocencia infantil es lo que atrae tanto en él. También a mí me gusta. —Volviéndose a Jōtarō, le preguntó—: ¿Adonde vas?

El chiquillo, que caminaba entre los dos, volvía a estar alegre.

—¿Yo? Voy a Nara, al Hōzōin. —Un objeto largo y estrecho, envuelto en brocado dorado y sujeto por el obi de la joven le llamó la atención. Mientras lo miraba, le dijo—: Veo que también tú tienes un tubo de cartas. Ten cuidado, no vayas a perderlo.

—¿Un tubo de cartas? ¿A qué te refieres?

—Aquí, en tu obi.

Ella se echó a reír.

—¡Esto no es un tubo de cartas, tonto! ¡Es una flauta!

—¿Una flauta?

Lleno de curiosidad, Jōtarō acercó sin la menor reserva la cabeza a la cintura de la joven para inspeccionar el objeto. De repente experimentó una sensación extraña. Se apartó y pareció examinar a la chica.

Incluso los niños tienen un sentido de la belleza femenina, o por lo menos comprenden instintivamente si una mujer es pura o no. Jōtarō estaba impresionado por el encanto de la joven, y lo respetaba. Consideró un extraordinario golpe de buena suerte ir al lado de una mujer tan bonita. El corazón le latía con fuerza y sentía una especie de vértigo.

—Ya veo. Una flauta... ¿Tocas la flauta, tía? —le preguntó. Entonces, recordando la reacción de Akemi al oír esa palabra, cambió bruscamente la pregunta—. ¿Cómo te llamas?

La joven se echó a reír y miró al samurai por encima de la cabeza del chiquillo. El hirsuto guerrero también se rió, mostrando una hilera de fuertes y blancos dientes detrás de la barba.

—¡Qué educación la tuya! Cuando preguntas su nombre a alguien, decir primero el tuyo es una cuestión de buenos modales.

—Me llamo Jōtarō.

Sus acompañantes volvieron a reírse.

—¡Eso no es justo! —gritó el chiquillo—. Me habéis obligado a deciros mi nombre, pero sigo sin saber los vuestros. ¿Cómo os llamáis, señor?

—Me llamo Shōda —dijo el samurai.

—Ese debe de ser vuestro apellido. ¿Cuál es el nombre?

—Deberás conformarte con eso.

Impávido, Jōtarō se volvió a la joven y le dijo:

—Ahora te toca a ti. Hemos dicho nuestros nombres. Sería descortés que no nos dijeras el tuyo.

—El mío es Otsū.

—¿Otsū? —repitió Jōtarō. Por un momento pareció satisfecho, pero no cejó en su interrogatorio—. ¿Por qué vas por ahí con una flauta en el obi?

—La necesito para ganarme la vida.

—¿Eres flautista de profesión?

—No estoy segura de que exista la profesión de flautista, pero el dinero que gano tocando me permite hacer largos viajes como éste. Supongo que podrías considerarlo mi profesión.

—¿Es la música que tocas como la música que he oído en Gion y el santuario de Kamo? ¿La música de las danzas sagradas?

—No.

—¿Es como la música de otras clases de danzas..., tal vez el Kabuki?

—No.

—Entonces ¿qué clase de música tocas?

—Oh, sólo melodías ordinarias.

Entretanto al samurai le había intrigado la larga espada de madera de Jōtarō.

—¿Qué es lo que llevas a la cintura? —le preguntó.

—¿No distinguís una espada de madera cuando la veis? Creía que erais un samurai.

—Sí, lo soy, pero me sorprende que tú también lo seas. ¿Por qué la llevas?

—Voy a estudiar esgrima.

—¿De veras? ¿Aún no tienes maestro?

—Lo tengo.

—¿Y es la persona a quien va dirigida esa carta?

—Sí.

—Si es tu maestro, debe de ser un auténtico experto.

—No es tan bueno.

—¿Qué quieres decir?

—Todo el mundo afirma que es débil.

—¿No te molesta tener a un hombre débil por maestro?

—No. Yo tampoco soy diestro con la espada, así que poco importa.

El samurai apenas podía disimular su regocijo. Los labios le temblaban levemente, como si fuese a sonreír, pero seguía teniendo una expresión de seriedad en los ojos.

—¿Has aprendido alguna técnica?

—Pues... no exactamente. Todavía no he aprendido nada de nada.

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