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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (30 page)

BOOK: Musashi
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Desde entonces Musashi había aprendido algunas cosas y ahora reconocía que sus acciones a los diecisiete años habían sido insensatas e inútiles. Para que un hombre sirviera fielmente a su señor no bastaba con lanzarse ciegamente a la pelea y blandir una lanza. Tenía que recorrer todo el camino, hasta el borde de la muerte.

Ahora Musashi habría dicho: «Si un samurai muere con una plegaria por la victoria de su señor en los labios, ha hecho algo bueno y significativo». Pero en la época de la batalla, ni él ni Matahachi habían tenido sentido alguno de la lealtad. Lo que habían anhelado era la fama y la gloria, y más concretamente un medio de ganarse la vida sin dar nada de sí mismos.

Era curioso que lo hubieran considerado de esa manera. Desde que Takuan le enseñó que la vida es una joya que debe ser muy apreciada, Musashi sabía que lejos de no dar nada, él y Matahachi habían ofrecido sin proponérselo su posesión más preciada. Cada uno había arriesgado cuanto tenía con la esperanza de recibir un miserable estipendio como samurai. Se preguntó cómo habían podido ser tan idiotas.

Observó que se estaba aproximando a Daigo, al sur de la ciudad, y como estaba muy sudoroso, decidió hacer un alto y descansar.

Oyó que una voz le gritaba desde lejos:

—¡Espera! ¡Espera!

Mirando hacia abajo por la pronunciada pendiente del camino de montaña, distinguió al pequeño duende acuático, Jōtarō, que corría tan rápido como le era posible. Poco después el muchacho le miraba furibundo.

—¡Me has mentido! —le gritó—. ¿Por qué lo has hecho?

Jadeando a causa de la carrera, con el rostro enrojecido, habló con beligerancia, aunque era evidente que estaba al borde de las lágrimas.

Musashi se rió sin poderlo evitar al ver su atuendo. Había prescindido de las ropas de trabajo que llevaba el día anterior, poniéndose un kimono ordinario, pero era de una talla demasiado pequeña para él. La falda apenas le llegaba a las rodillas y las mangas terminaban en los codos. Del costado le pendía una espada de madera que era más larga que él, y llevaba a la espalda un sombrero de junco que parecía tan grande como una sombrilla.

Mientras gritaba a Musashi por haberle dejado atrás, rompió a llorar. Musashi le abrazó e intentó consolarle, pero el muchacho siguió llorando, sintiendo al parecer que en las montañas, sin nadie alrededor, podía desahogarse.

Finalmente Musashi le dijo:

—¿Te sientes bien al portarte como un bebé que berrea?

—¡No me importa! —dijo Jōtarō entre sollozos—. Eres un adulto y sin embargo me has mentido. Dijiste que me dejarías ser tu seguidor... y entonces te marchaste sin avisarme. ¿Es que los adultos tienen que portarse así?

—Lo siento —dijo Musashi.

Esta sencilla disculpa hizo que el llanto del chiquillo se convirtiera en un gemido de súplica.

—Basta ya —le dijo Musashi—. No tenía intención de mentirte, pero tienes un padre y un amo. No podía traerte conmigo a menos que tu amo lo consintiera. Te dije que fueras a hablar con él, ¿no es cierto? No me pareció probable que accediera.

—¿Por qué no esperaste hasta conocer la respuesta?

—Por eso te pido disculpas ahora. ¿De veras lo discutiste con él?

—Sí.

Dominó sus gemidos y arrancó dos hojas de un árbol, con las que se sonó la nariz.

—¿Y qué te dijo?

—Me dijo que podía hacerlo.

—¿En aquel mismo momento?

—Dijo que ningún guerrero o escuela de adiestramiento que se respetara aceptaría un chico como yo, pero puesto que el samurai de la posada era un cobarde, debía de ser la persona adecuada. Dijo que quizá me usarías para llevarte el equipaje, y me dio esta espada de madera como regalo de despedida.

La línea de razonamiento de aquel hombre hizo sonreír a Musashi.

—Luego fui a la posada —siguió diciendo el muchacho—. El viejo no estaba allí, por lo que cogí prestado este sombrero que colgaba bajo los aleros.

—Pero eso es la muestra de la posada. Mira, tiene escrita la palabra «alojamiento».

—Bueno, no importa. Necesitaré un sombrero por si llueve.

Por la actitud de Jōtarō era evidente que, para él, todas las promesas solemnes habían sido intercambiadas y ahora era el discípulo de Musashi. Éste, al notarlo, se resignó a la inconveniencia que representaría viajar con el niño, pero también se le ocurrió que quizá aquel encuentro había sido afortunado. En efecto, al considerar el papel que había jugado en la pérdida de categoría de Tanzaemon llegó a la conclusión de que tal vez debería agradecer la oportunidad que tenía de procurar por el futuro del muchacho. Le pareció que eso sería lo correcto.

Jōtarō, ya tranquilizado, recordó algo de repente y buscó dentro de su kimono.

—Casi me olvidaba. Tengo algo para ti. Aquí está. —Sacó una carta y se la tendió.

Mirando la misiva con curiosidad, Musashi le preguntó:

—¿De dónde la has sacado?

—¿Recuerdas que anoche te dije que había un rōnin bebiendo en la tienda y que me hizo muchas preguntas?

—Sí.

—Bueno, pues cuando fui a casa, él seguía allí. No paraba de preguntar sobre ti. También es un gran bebedor..., ¡se tomó una botella entera de sake él solo! Entonces escribió esta carta y me pidió que te la entregara.

Musashi ladeó la cabeza, perplejo, y rompió el sello. Miró primero la firma y vio que era de Matahachi, el cual debía de haber estado en efecto muy borracho. Hasta los caracteres parecían ebrios. Mientras leía el rollo de papel, Musashi fue presa de sentimientos contradictorios de nostalgia y tristeza. No sólo la escritura era caótica, sino que el mismo mensaje era enmarañado e impreciso.

Desde que te dejé en el monte Ibuki, no he olvidado el pueblo, como tampoco a mi viejo amigo. Por casualidad oí tu nombre en la escuela Yoshioka. En ese momento me sentí confuso e incapaz de decidir si intentaría verte. Ahora estoy en una tienda de sake y he bebido mucho.

Hasta aquí el significado era bastante claro, pero lo que decía a continuación era difícil de seguir.

Desde que me separé de ti, he vivido en una jaula de lujuria y la ociosidad me ha roído los huesos. Durante cinco años he pasado los días sumido en el estupor, sin hacer nada. Ahora eres famoso en la capital como espadachín. ¡Bebo por ti! Algunos dicen que Musashi es un cobarde, que sólo es bueno en la huida. Otros dicen que eres un espadachín incomparable. No sé cuál de las dos afirmaciones es verdad ni me importa. Sólo me alegra que tu espada haga hablar así la gente en la capital.

Eres listo y podrías abrirte camino con la espada. Pero al mirar atrás, me pregunto por mí, tal como soy ahora. ¡Soy un necio! ¿De qué manera un infeliz estúpido como yo puede mirar a la cara a un amigo juicioso como tú sin morirse de vergüenza?

¡Pero espera! La vida es larga y aún es pronto para decir qué traerá el futuro. Ahora no quiero verte, pero llegará un día en que lo querré.

Ruego por tu salud.

Seguía una posdata rápidamente garabateada que le informaba, con cierto detalle, de que en la escuela Yoshioka estaban muy irritados por el reciente incidente, le buscaban por todas partes y debía tener cuidado con sus movimientos. Terminaba diciendo: «No debes morir ahora que estás empezando a hacerte un nombre. Cuando también yo haya hecho algo digno, querré verte para charlar de los viejos tiempos. Cuídate y sigue vivo para que puedas inspirarme».

Sin duda las intenciones de Matahachi eran buenas, pero había algo raro en su actitud. ¿Por qué debía alabar así a Musashi y un instante después insistir en sus fallos? ¿Por qué no se limitaba a decirle que había pasado mucho tiempo desde la última vez que se vieron y le gustaría que se encontraran para tener una larga charla?

—Oye, Jō, ¿has preguntado a este hombre su dirección?

—No.

—¿Le conocen en la tienda?

—No lo creo.

—¿Acude ahí con frecuencia?

—No, ésta ha sido la primera vez.

Musashi pensaba que si supiera dónde vivía Matahachi, él volvería de inmediato a Kyoto para verle. Deseaba conversar con su camarada de la infancia, procurar que sentara la cabeza, reavivar en él el espíritu que tuvo en el pasado. Puesto que todavía consideraba a Matahachi como su amigo, le habría gustado hacerle salir de su estado de ánimo actual, con aquellas tendencias que parecían autodestructivas. Y, naturalmente, también habría querido que Matahachi explicara a su madre el error que estaba cometiendo.

Los dos siguieron caminando en silencio. Descendían por la ladera de la montaña, en Daigo, y el cruce del Rokujizō era visible por debajo de ellos.

Musashi se volvió bruscamente al chiquillo y le dijo:

—Quiero que me hagas un favor, Jō.

—¿De qué se trata?

—De un recado.

—¿Adonde debo ir?

—A Kyoto.

—Eso significa dar la vuelta y regresar al lugar de donde acabo de salir.

—Así es. Quiero que lleves una carta mía a la escuela Yoshioka de la avenida Shijō.

Jōtarō dio un puntapié a un guijarro, alicaído.

—¿No quieres ir? —le preguntó Musashi, mirándole a la cara.

Jōtarō sacudió la cabeza, inseguro.

—No me importa ir, pero ¿no estarás haciendo esto sólo para librarte de mí?

Su sospecha hizo que Musashi se sintiera culpable, pues ¿no era él quien había destruido la fe del niño en los adultos?

—¡No! —replicó vivamente—. Un samurai no miente. Perdóname por lo ocurrido esta mañana. Ha sido un error.

—De acuerdo, iré.

Entraron en una casa de té que estaba a un lado del cruce y era conocida como Rokuamida. Pidieron té y almorzaron.

Luego Musashi escribió una carta, que dirigió a Yoshioka Seijūrō:

Me han dicho que tú y tus discípulos me buscáis. En estos momentos me encuentro en la carretera de Yamato, y me propongo viajar por las zonas de Iga e Ise durante un año, a fin de proseguir mi estudio de la esgrima. No deseo cambiar ahora mis planes, pero puesto que lamento tanto como tú que no pudiéramos vernos durante mi visita a tu escuela, me complace informarte que con toda seguridad estaré de regreso en la capital hacia el primer o segundo mes del próximo año. De aquí a entonces espero mejorar mi técnica considerablemente. Confío en que tampoco tú descuidarás la práctica. Sería una gran vergüenza que la floreciente escuela de Yoshioka Kempō sufriera una segunda derrota como le ocurrió la última vez que estuve ahí. Termino enviándote mis respetuosos deseos de que conserves tu buena salud.

Shimmen Miyamoto Musashi Masana

Aunque la carta era cortés, dejaba pocas dudas de la confianza que Musashi tenía en sí mismo. Tras corregir la dirección para incluir no sólo a Seijūrō sino a todos los discípulos de la escuela, dejó el pincel y entregó la carta a Jōtarō.

—¿Puedo dejarla sin más en la escuela y volver en seguida? —quiso saber el muchacho.

—No. Tienes que llamar a la puerta principal y dársela personalmente al criado que te abra.

—Comprendo.

—Debes hacer una cosa más, pero quizá sea un poco difícil.

—¿Qué es?

—Quiero que intentes encontrar al hombre que te dio la carta. Se llama Hon'iden Matahachi. Es un viejo amigo mío.

—Eso no me costará nada.

—¿Lo crees así? ¿Cómo te propones hacerlo?

—Preguntaré en todos los establecimientos de bebidas.

Musashi se echó a reír.

—No es una mala idea. Sin embargo, deduzco por la carta de Matahachi que conoce a alguien en la escuela Yoshioka. Creo que sería más rápido preguntar ahí por él.

—¿Qué he de hacer cuando le encuentre?

—Quiero que le des un mensaje. Dile que desde el primero al séptimo día del nuevo año, cada mañana iré al gran puente de la avenida Gojō y le esperaré ahí. Pídele que vaya a verme uno de esos días.

—¿Eso es todo?

—Sí, pero dile también que estoy muy deseoso de verle.

—Muy bien, creo que lo recordaré todo. ¿Dónde estarás cuando regrese?

—Vamos a ver. Cuando llegue a Nara, arreglaré las cosas para que puedas saber dónde estoy preguntando en el Hōzōin. Es el templo famoso por su técnica con la lanza.

—¿De veras harás eso?

—¡Ja, ja! Qué suspicaz eres. No te preocupes. Si esta vez no cumplo mi promesa, podrás cortarme la cabeza.

Musashi aún se reía cuando salió de la casa de té. Emprendió el camino de Nara y Jōtarō partió en la dirección opuesta, hacia Kyoto.

En el cruce había una mezcolanza de gente con sombreros de junco, golondrinas y caballos que relinchaban. El chiquillo se abrió paso entre la multitud, miró atrás y vio que Musashi seguía en pie donde le había dejado, mirándole. Se despidieron con una sonrisa y cada uno reanudó su camino.

Una brisa primaveral

En la orilla del río Takase, Akemi aclaraba una tira de tela y cantaba una canción que había aprendido en el Okuni Kabuki. Cada vez que tiraba de la tela con estampación floral, creaba una ilusión de flores de cerezo arremolinadas.

La brisa del amor

tira de la manga de mi kimono.

¡Oh, cuánto pesa la manga!

¿Es pesada la brisa del amor?

Jōtarō estaba sobre el muro de la acequia, y sus ojos vivaces observaban la escena y sonreían amistosamente.

—Cantas bien, tía —le dijo.

—¿Qué es eso? —preguntó Akemi. Miró al chiquillo con aspecto de gnomo que tenía una larga espada de madera y un enorme sombrero de junco—. ¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Y qué quieres decir al llamarme tía? ¡Aún soy joven!

—Muy bien..., dulce jovencita. ¿Qué te parece eso?

—Basta ya —dijo ella riendo—. Eres demasiado pequeño para galantear. ¿Por qué no te suenas la nariz en lugar de hacer eso?

—Sólo quería hacerte una pregunta.

—¡Oh, no! —exclamó, consternada—. ¡Allá va mi tela!

—Voy a por ella.

Jōtarō corrió por la orilla del río y recogió la tela con su espada. Reflexionó en que, por lo menos, el arma era útil en una situación como aquélla. Akemi le dio las gracias y le preguntó qué deseaba saber.

—¿Hay por aquí una casa de té que se llama Yomogi?

—Claro, es mi casa, y está ahí.

—¡Me alegra oír eso! He pasado largo tiempo buscándola.

—¿Por qué? ¿De dónde vienes?

—De allá —respondió él, señalando vagamente.

—¿Y eso dónde puede ser?

Él titubeó.

—No estoy seguro del todo.

Akemi soltó una risita.

—No importa, pero ¿por qué te interesa la casa de té?

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