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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (32 page)

BOOK: Musashi
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Finalmente el samurai se echó a reír.

—¡Andar contigo hace que el camino parezca más corto!... Y tú, joven dama, ¿adonde te diriges?

—A Nara, pero no sé a qué lugar de la ciudad. Hay un rōnin al que trato de localizar desde hace alrededor de un año, y como me he enterado de que muchos de ellos se han reunido recientemente en Nara, me propongo ir allá, aunque admito que ese rumor no es gran cosa para seguir adelante.

Apareció ante ellos el puente Uji. Bajo los aleros de una casa de té, un anciano muy aseado, provisto de una tetera enorme, repartía sus existencias entre los clientes, sentados a su alrededor en taburetes. Al ver a Shōda, le saludó cordialmente.

—¡Qué grato es ver a alguien de la casa de Yagyū! —le dijo—. ¡Entrad, entrad!

—Tan sólo quisiéramos descansar un poco. ¿Podrías darle al chico unos dulces?

Jōtarō permaneció en pie mientras sus acompañantes se sentaban. Para él, sentarse y descansar era un aburrimiento. Cuando llegaron los pasteles, los cogió y subió corriendo a una pequeña colina detrás de la casa de té.

Mientras sorbía su té, Otsū preguntó al anciano:

—¿Todavía falta mucho hasta Nara?

—Sí. Incluso un buen andarín probablemente no llegaría más allá de Kizu antes de la puesta de sol. Una chica como tú debería pasar la noche en Taga o Ide.

Entonces intervino Shōda.

—Esta joven lleva buscando a alguien desde hace meses. Pero no sé... ¿Crees que en estos tiempos está segura una joven que viaja a Nara sola y sin saber dónde va a alojarse?

La pregunta dejó pasmado al viejo.

—¡Ni siquiera debería pensar en ello! —dijo rotundamente. Volviéndose a Otsū, agitó una mano ante su cara y añadió—: Renuncia por completo a esa idea. Si tuvieras la seguridad de que vas a estar con alguien sería distinto, pero en caso contrario Nara puede ser un lugar muy peligroso.

El propietario se sirvió una taza de té y les contó lo que sabía de la situación en Nara. Al parecer, la mayoría de la gente tenía la impresión de que la antigua capital era un lugar tranquilo y apacible con innumerables templos pintorescos y ciervos domados, un lugar al que no perturbaban las guerras ni la hambruna, pero lo cierto era que la ciudad ya no respondía en absoluto a esa imagen. Después de la batalla de Sekigahara, nadie sabía cuántos rōnin del bando perdedor habían ido a esconderse allí. En su mayoría eran partidarios de Osaka pertenecientes al Ejército Occidental, samuráis que ahora carecían de ingresos y tenían pocas esperanzas de encontrar otra profesión. Como el poder del shogunado Tokugawa aumentaba de un año a otro, era dudoso que aquellos fugitivos volvieran alguna vez a ser capaces de ganarse la vida en campo abierto con sus espadas.

Según la mayoría de los cálculos, entre 120.000 y 130.000 samuráis habían perdido sus posiciones. Los Tokugawa vencedores habían confiscado fincas que representaban unos ingresos anuales de treinta y tres millones de fanegas de arroz. Aun cuando se tomara en consideración a los señores feudales a los que se había permitido establecerse de nuevo a una escala más modesta, por lo menos ochenta daimyōs, con un total de ingresos estimado en veinte millones de fanegas, habían sido desposeídos. Sobre la base de que por cada quinientas fanegas a tres samuráis les habían cortado sus amarras, obligándoles a ocultarse en distintas provincias, e incluyendo sus familias y servidores, el número total no podía ser inferior a cien mil.

La zona alrededor de Nara y el monte Kōya estaba llena de templos y, en consecuencia, a las fuerzas de Tokugawa les resultaba difícil patrullarla. Por el mismo motivo, era un lugar ideal para esconderse, y los fugitivos se trasladaban allí en tropel.

—Hombre —dijo el anciano—, el famoso Sanada Yukimura se esconde en el monte Kudo, y dicen que Sengoku Sōya está en la vecindad del Hōryūji y Ban Dan'emon en el Kōfukuji. Podría nombrar a más.

Todos ellos eran hombres marcados, a los que se les podía matar de inmediato si se dejaban ver. Su única esperanza de futuro era que la guerra estallara de nuevo.

El viejo opinaba que la situación no sería tan mala si sólo esos rōnin famosos estuvieran ocultos, puesto que todos ellos tenían cierto prestigio y podían ganarse la vida y sostener a sus familias. Sin embargo, complicaban las cosas los samuráis indigentes que merodeaban por las calles apartadas del centro y pasaban tales apuros que venderían sus espadas si pudieran. La mitad de ellos se dedicaban a pelearse, jugar y turbar la paz de otras maneras, con la esperanza de que los disturbios que causaban harían que las fuerzas de Osaka se levantaran en armas. La ciudad de Nara, en otro tiempo tranquila, se había convertido en un nido de bandidos. Para una joven atractiva como Otsū, ir allí equivaldría a verterse aceite en el kimono y arrojarse a una hoguera. El propietario de la casa de té, emocionado por sus propias palabras, concluyó rogando con vehemencia a Otsū que cambiara de idea.

La joven, ahora dubitativa, permaneció un rato en silencio. De haber tenido la menor indicación de que Musashi podría estar en Nara, no habría pensado dos veces en el peligro. Pero lo cierto era que no había nada que la incitara a seguir adelante. Se había limitado a errar hacia Nara... como lo había hecho hacia otros lugares durante el año transcurrido desde que Musashi la dejó plantada en el puente de Himeji.

Al ver su expresión de perplejidad, Shōda se dirigió a ella.

—Has dicho que te llamas Otsū, ¿no es cierto?

—Bien, Otsū, te lo digo no sin vacilación, pero ¿por qué no abandonas la idea de ir a Nara y te vienes conmigo al feudo de Koyagyū? —Sintiéndose obligado a decirle más acerca de sí mismo y asegurarle que sus intenciones eran honorables, añadió—: Mi nombre completo es Shōda Kizaemon, y estoy al servicio de la familia Yagyū. Resulta que mi señor, ahora octogenario, ya no está en activo y padece un terrible aburrimiento. Cuando has dicho que te ganabas la vida tocando la flauta, se me ha ocurrido que sería un gran consuelo para él que estuvieras a su disposición para distraerle con tu música de vez en cuando. ¿Crees que podría interesarte?

El anciano intervino de inmediato con una entusiasta aprobación.

—No hay duda de que deberías ir con él. Como probablemente sepas, el viejo señor de Koyagyū es el gran Yagyū Muneyoshi. Ahora que se ha retirado, ha adoptado el nombre de Sekishūsai. En cuanto su heredero, Munenori, señor de Tajima, regresó de Sekigahara, le llamaron a Edo y nombraron instructor de la casa del shōgun. En fin, no hay familia más grande en Japón que los Yagyū. Ser invitado a Koyagyū es ya un honor. ¡Por favor, no dejes de aceptar!

Al saber que Kizaemon era un oficial de la famosa casa de Yagyū, Otsū se felicitó por haber adivinado que no era un samurai ordinario. Aun así, le resultaba difícil responder a su proposición.

Ante su silencio, Kizaemon le preguntó:

—¿No quieres venir?

—No se trata de eso. No podría desear una oferta mejor, pero temo que mi habilidad con la flauta no esté a la altura de un gran hombre como Yagyū Muneyoshi.

—Oh, no lo pienses más. Los Yagyū son muy diferentes de los otros daimyōs. Sekishūsai, en particular, tiene los gustos sencillos y tranquilos de un maestro de la ceremonia del té. Creo que le molestaría más tu falta de confianza en ti misma que esa imaginaria carencia de habilidad musical.

Otsū comprendió que ir a Koyagyū en vez de errar sin rumbo por Nara le ofrecía cierta esperanza, por ligera que fuese. Desde la muerte de Yoshioka Kampó, los Yagyū eran considerados por muchos como los más grandes exponentes de las artes marciales en el país. Era de esperar que espadachines procedentes de todas partes llamaran a su puerta, e incluso era posible que hubiera un registro de visitantes. ¡Qué feliz sería ella si en esa lista encontrara el nombre de Miyamoto Musashi!

Pensando sobre todo en esa posibilidad, respondió entusiasmada:

—Si crees de veras que es correcto, iré.

—¿Vendrás conmigo? ¡Magnífico! Te estoy muy agradecido... Humm, dudo de que una mujer pueda recorrer todo el camino antes de que anochezca. ¿Sabes montar a caballo?

—Sí.

Kizaemon agachó la cabeza por debajo de los aleros y alzó la mano en dirección al puente. El mozo de caballos que aguardaba allí llegó corriendo con un caballo y Kizaemon se lo ofreció a Otsū. Él caminó a su lado.

Jōtarō los vio desde la elevación detrás de la casa de té y los llamó.

—¿Os vais ya?

—Sí, nos vamos.

—¡Esperadme!

Habían recorrido la mitad del puente Uji cuando Jōtarō les dio alcance. Kizaemon le preguntó qué había estado haciendo y él respondió que en el bosquecillo de la colina había muchos hombres dedicados a cierto juego. No sabía de qué se trataba, pero parecía interesante.

El mozo de caballos se echó a reír.

—Debía de ser la chusma de los rōnin en una sesión de juego. No tienen bastante dinero para comer, así que atraen a los viajeros con sus juegos y los dejan completamente desplumados. ¡Qué vergüenza!

—¿Quieres decir que practican juegos de azar para ganarse la vida? —le preguntó Kizaemon.

—Sí, y los jugadores cuentan entre los mejores —respondió el mozo—. Muchos otros se han vuelto secuestradores y chantajistas. Son tan brutales que nadie puede hacer nada para pararles los pies.

—¿Por qué el señor del distrito no los arresta o expulsa?

—Son demasiados..., tantos que no podría enfrentarse a ellos. Si todos los rōnin de Kawachi, Yamato y Kii se unieran, serían más fuertes que sus propias tropas.

—Tengo entendido que Kōga también está llena de ellos.

—Sí. Hasta allí llegaron en su huida los de Tsutsui. Están decididos a resistir hasta la próxima guerra.

—Seguís hablando así sobre los rōnin —intervino Jōtarō—, pero algunos de ellos deben de ser buenos hombres.

—Eso es cierto —convino Kizaemon.

—¡Mi maestro es un rōnin!

Kizaemon se echó a reír y dijo;

—Así que por eso hablas en su defensa. Eres muy leal... Dijiste que vas camino del Hōzōin, ¿no es cierto? ¿Tu maestro es de ahí?

—No lo sé con seguridad, pero me dijo que, si no le encontraba ahí, ellos me dirían dónde está.

—¿Cuál es su estilo de esgrima?

—No lo sé.

—¿Eres su discípulo y no conoces su estilo?

—Señor —dijo el mozo de caballos—. Hoy la esgrima está de moda, todo el mundo la estudia por ahí. Sólo en este camino uno puede encontrarse con cinco o diez practicantes cualquier día de la semana. Y eso se debe a que ahora hay muchos más rōnin que antes dedicados a dar lecciones.

—Supongo que ése es en parte el motivo.

—Se sienten atraídos porque han oído decir que si uno es diestro con la espada, los daimyō se pegarán por contratarlos a cambio de cuatro o cinco mil fanegas de arroz al año.

—Una manera rápida de enriquecerse, ¿eh?

—Exactamente. Si uno piensa en ello, es para asustarse. Vamos, si hasta este chico tiene una espada de madera. Probablemente cree que sólo ha de aprender a golpear con ella a la gente para convertirse en un hombre de veras. Hay muchos así, y lo triste del caso es que, al final, la mayoría de ellos pasarán hambre.

Jōtarō sintió un acceso de cólera.

—¿Qué estás diciendo? ¡Atrévete a repetirlo!

—¡Oídle! Parece una pulga llevando un mondadientes, pero ya se imagina que es un gran guerrero.

Kizaemon se echó a reír.

—Vamos, Jōtarō, no te enfades, o volverás a perder ese tubo de bambú.

—¡No lo perderé! ¡No os preocupéis por mí!

Siguieron adelante, Jōtarō malhumorado y silencioso, los demás contemplando la lenta puesta de sol. Por fin llegaron al embarcadero del transbordador en el río Kizu.

—Aquí es donde te dejamos, muchacho. Pronto oscurecerá, por lo que será mejor que te des prisa. Y no pierdas tiempo por el camino.

—¿Otsū? —dijo Jōtarō, creyendo que la joven iría con él.

—Ah, olvidé decírtelo —respondió ella—. He decidido ir con este caballero al castillo de Koyagyū. —El chiquillo pareció anonadado—. Cuídate —añadió Otsū, sonriente.

—Debería haber sabido que acabaría otra vez solo. —Cogió una piedra y la hizo rebotar en la superficie del agua.

—Bueno, sin duda nos veremos uno de estos días. Tu hogar parece ser la carretera y también yo viajo un poco.

Jōtarō no parecía querer moverse de allí.

—Dime a quién estás buscando —le pidió—. ¿Qué clase de persona es?

Sin responderle, Otsū se despidió agitando la mano.

Jōtarō corrió a lo largo de la orilla y saltó al mismo centro del pequeño transbordador. Cuando la embarcación, envuelta en la luz rojiza del sol poniente, estaba a mitad del río, el chiquillo miró atrás y apenas tuvo tiempo de ver el caballo de Otsū y a Kizaemon en el camino del templo Kasagi. Estaban en el valle, más allá del punto donde el río se estrecha de súbito y es engullido lentamente por las primeras sombras de las montañas.

El Hōzōin

Los estudiantes de las artes marciales conocían invariablemente el Hōzōin. Si un hombre que afirmaba ser un estudiante serio se refería a él como a otro templo cualquiera, ésa era razón suficiente para que le considerasen como un impostor. También entre la población local era algo bien sabido, aunque, curiosamente, pocos estaban familiarizados con el Depósito Shōsōin que, con su inapreciable colección de objetos de arte antiguos, era mucho más importante.

El templo estaba situado en la colina Abura, en medio de un vasto y frondoso bosque de cedros. Era exactamente la clase de lugar que habitarían los duendes. También allí había recordatorios de las glorias del período de Nara, las ruinas de un templo, el Ganrin'in, y de la enorme casa de baños pública construida por la emperatriz Kōmyō para los pobres, pero todo lo que quedaba de esos edificios eran las piedras diseminadas de los cimientos que sobresalían entre el musgo y los hierbajos.

Musashi consiguió orientarse sin dificultad hasta la colina Abura, pero una vez allí miró a su alrededor con perplejidad, pues el bosque era un nido que cobijaba a otros muchos templos. Los cedros habían resistido los embates del invierno y se habían bañado con las primeras lluvias primaverales, y ahora el verdor de sus hojas era el más intenso. Por encima de sus ramajes se podía distinguir a la luz crepuscular las suaves curvas femeninas del monte Kasuga. Las montañas lejanas aún estaban iluminadas por la brillante luz del sol.

Aunque ninguno de los templos parecía ser el que buscaba, Musashi fue de portal en portal inspeccionando las placas en las que estaban inscritos sus nombres. Tan absorta estaba su mente en encontrar el Hōzōin, que cuando vio el letrero del Ōzōin al principio lo leyó mal, puesto que sólo el primer carácter, el que se leía Ō, era diferente. Aunque en seguida se dio cuenta de su error, de todos modos echó un vistazo al interior. El Ōzōin parecía pertenecer a la secta Nichiren. Por lo que Musashi sabía, el Hōzōin era un templo Zen que no tenía ninguna conexión con Nichiren.

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