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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (33 page)

BOOK: Musashi
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Mientras permanecía allí en pie, un joven monje que regresaba al Ōzōin pasó por su lado y le miró con suspicacia.

Musashi se quitó el sombrero y le preguntó:

—¿Podría molestarte pidiéndote cierta información?

—¿Qué quieres saber?

—¿Es éste el templo llamado Ōzōin?

—Sí, eso es lo que dice en la placa.

—Me han dicho que el Hōzōin está en la colina Abura. ¿Es cierto?

—Está justo detrás de este templo. ¿Vas ahí a un encuentro de esgrima?

—Sí.

—Entonces permíteme que te dé un consejo. Olvídalo.

—¿Por qué?

—Es peligroso. Comprendo que alguien impedido de nacimiento vaya ahí a que le enderecen las piernas, pero no veo ninguna razón por la que cualquiera con unos buenos miembros rectos haya de ir ahí para que le dejen paralítico.

El monje tenía un buen físico y era un tanto distinto del monje corriente de la secta Nichiren. Según él, el número de aspirantes a guerreros había crecido tanto que incluso en el Hōzōin habían llegado a considerarlos como un estorbo. Al fin y al cabo, el templo era un santuario para la luz de la ley de Buda, como indicaba su nombre. Su verdadero interés radicaba en la religión, y las artes marciales eran sólo una actividad secundaria, por así decirlo.

Kakuzenbō In'ei, el abad anterior, había visitado con frecuencia a Yagyū Muneyoshi. A través de su asociación con éste y su amigo, el señor Kōizumi de Ise, el abad se había interesado por las artes marciales y finalmente se había dedicado a la esgrima como pasatiempo. Luego había ideado nuevas maneras de usar la lanza, lo cual, como Musashi ya sabía, era el origen del tan estimado estilo Hōzōin.

In'ei tenía ahora ochenta y cuatro años y estaba completamente senil. Apenas veía a nadie, e incluso cuando recibía una visita era incapaz de seguir la conversación. Sólo podía estar sentado y hacer movimientos ininteligibles con su boca desdentada. No parecía comprender nada de lo que le decían. En cuanto a la lanza, la había olvidado del todo.

—Como puedes ver —concluyó el monje tras explicarle todo esto—, no te serviría de mucho ir ahí. Probablemente no podrías entrevistarte con el maestro, y aunque lo hicieras, no aprenderías nada. —Sus bruscos modales dejaron bien claro que estaba deseoso de librarse de Musashi.

Aunque era consciente de que el monje no le tomaba en serio, Musashi insistió:

—He oído hablar de In'ei y sé que es cierto lo que has dicho de él. Pero también sé que un sacerdote llamado Inshun se ha convertido en su sucesor. Dicen que aún está estudiando pero que ya conoce todos los secretos del estilo Hōzōin. Según lo que he oído, aunque ya tiene muchos estudiantes, nunca se niega a orientar a quien le visita.

—Ah, Inshun —dijo el monje desdeñosamente—. Son rumores infundados. Inshun es en realidad un alumno del abad del Ōzōin. Después de que In'ei empezara a acusar su edad, nuestro abad creyó que sería vergonzoso que la reputación del Hōzōin se echara a perder, por lo que enseñó a Inshun los secretos de la lucha con lanza, lo que él mismo había aprendido de In'ei, y luego se encargó de que Inshun fuese nombrado abad.

—Comprendo —dijo Musashi.

—Pero ¿aún quieres ir ahí?

—Bueno, después de haber viajado tanto...

—Sí, claro.

—Has dicho que está detrás de aquí. ¿Es mejor dar la vuelta por la izquierda o la derecha?

—No es necesario que des la vuelta. Es mucho más rápido ir directamente a través de nuestro templo. No tiene pérdida.

Musashi le dio las gracias y pasó ante la cocina del templo, hacia el fondo del recinto, que con su almacén de pasta de alubias y una huerta de considerable tamaño, se parecía mucho al terreno alrededor de la casa de un agricultor acaudalado. Más allá del jardín vio el Hōzōin.

Caminando por el suelo blando entre hileras de colza, rábanos y cebolletas, vio que a un lado había un viejo cortando verduras. Encorvado sobre su azada, miraba atentamente la hoja. Todo lo que Musashi podía ver de su rostro era un par de cejas blancas como la nieve, y aparte del ruido de la azada al chocar con las piedras, el silencio era absoluto.

Musashi supuso que el anciano era un monje del Ōzōin. Se dispuso a dirigirle la palabra, pero el hombre estaba tan absorto en su trabajo que le pareció descortés molestarle.

Sin embargo, al pasar en silencio por su lado, se dio cuenta repentinamente de que el viejo le estaba mirando los pies por el rabillo del ojo. Aunque el hombre no se movía ni hablaba, Musashi sintió que una fuerza aterradora le atacaba, una fuerza como la del relámpago que rasga las nubes. Aquello no era una ensoñación. Sentía realmente que la misteriosa energía atravesaba su cuerpo y, aterrado, dio un salto. Se sentía acalorado, como si acabara de evitar un golpe mortífero de espada o lanza.

Mirando por encima del hombro, vio que el hombre encorvado aún estaba vuelto hacia él mientras la azada seguía su movimiento incesante. «¿Qué diablos habrá sido eso?», se preguntó, pasmado por la energía que le había golpeado.

Cuando llegó a la entrada del Hōzōin su curiosidad seguía viva. Mientras esperaba que saliera un servidor, pensó: «Inshun debe de ser todavía joven. El monje ha dicho que In'ei está senil y se ha olvidado por completo de la lanza, pero me pregunto...». El incidente en el jardín permanecía en el fondo de su mente.

Llamó a voz en cuello dos veces más, pero la única respuesta fue el eco de los árboles circundantes. Reparó en un gong grande al lado de la entrada y lo tocó. Casi de inmediato le llegó la respuesta desde lo más profundo del templo.

Un sacerdote salió a recibirle, un hombre alto y fornido. De haber sido uno de los sacerdotes-guerreros del monte Hiei, podría haber estado al frente de un batallón. Acostumbrado como estaba a recibir con mucha frecuencia visitas de gente como Musashi, le dirigió una breve mirada e inquirió:

—¿Eres un shugyōsha?

—Sí.

—¿A qué has venido?

—Quisiera conocer al maestro.

—Entra —le dijo el sacerdote, e hizo un gesto hacia la derecha de la entrada, sugiriendo indirectamente a Musashi que debía lavarse los pies primero.

Había un barril rebosante de agua suministrada por una tubería de bambú y, apuntando aquí y allá, unos diez pares de sandalias desgastadas y sucias.

Musashi siguió al sacerdote por un corredor ancho y oscuro. El religioso le mostró una antesala y le dijo que esperase. Flotaba en el aire el olor a incienso, y a través de la ventana se veían las anchas hojas de un llantén. Aparte de las maneras poco ceremoniosas del gigante que le había franqueado la entrada, nada de lo que veía indicaba que hubiera algo fuera de lo corriente en aquel templo.

Cuando reapareció, el sacerdote le tendió un registro y un tintero, diciéndole:

—Escribe tu nombre, dónde has estudiado y qué estilo utilizas. —Le habló como si diera instrucciones a un niño.

El título del registro decía: «Lista de personas que visitan este templo para estudiar. Administrador del Hōzōin». Musashi abrió el libro y echó un vistazo a los nombres, cada uno anotado bajo la fecha en la que el samurai o estudiante había realizado su visita. Siguiendo el estilo de la última entrada, anotó la información requerida, omitiendo el nombre de su maestro.

El sacerdote, por supuesto, estaba especialmente interesado en ese dato.

La respuesta de Musashi fue esencialmente la misma que diera en la escuela Yoshioka. Había practicado el uso de la porra bajo la dirección de su padre, «sin poner demasiado empeño en ello». Desde que decidió estudiar en serio, tomó por maestro cuanto hay en el universo, así como los ejemplos dados por sus predecesores en todo el país. Terminó diciendo:

—Todavía estoy en proceso de aprendizaje.

—Humm. Probablemente ya lo sepas, pero desde la época de nuestro primer maestro, el Hōzōin ha sido celebrado en todas partes por sus técnicas de lanza. La lucha que se realiza aquí es ruda, y no hay excepciones. Antes de que sigas adelante, quizá deberías leer lo que está escrito al comienzo del registro.

Musashi cogió el libro, lo abrió y leyó la estipulación, que antes había pasado por alto. Decía así: «Habiendo acudido aquí con el propósito de estudiar, absuelvo al templo de toda responsabilidad en caso de que sufra lesiones físicas o fallezca».

—Estoy de acuerdo —dijo Musashi con una leve sonrisa.

Aquello no era más que sentido común para cualquiera decidido a convertirse en un guerrero.

—Muy bien. Ven por aquí.

El dōjō era inmenso. Los monjes debían de haber sacrificado una sala de lectura o algún otro gran edificio del templo para crearlo. Musashi nunca había visto una sala con columnas de semejante circunferencia, y también observó restos de pintura, pan de oro y pigmento blanco en el armazón del montante, cosas que no se encontraban en las salas de práctica ordinarias.

Musashi no era el único visitante. Más de diez estudiantes-guerreros estaban sentados en la zona de espera, con un número similar de estudiantes-sacerdotes. Además, había varios samuráis que parecían meros observadores. Todos estaban tensos, observando a dos lanceros en un encuentro de práctica. Nadie miró hacia Musashi cuando se sentó en un rincón.

Según un letrero que colgaba de la pared, si cualquiera quería luchar con lanzas auténticas el desafío debía ser aceptado, pero los combatientes que ahora estaban en la pista utilizaban largas varas de roble. No obstante, un golpe con aquellas lanzas de práctica podía ser en extremo doloroso, incluso fatal.

Al cabo de un rato uno de los luchadores fue derribado, y mientras regresaba cojeando y derrotado a su sitio, Musashi vio que uno de sus muslos ya se había hinchado hasta adquirir el tamaño de un tronco. Incapaz de sentarse, se apoyó con dificultad en una rodilla y extendió adelante la pierna herida.

—¡El siguiente! —gritó el hombre que estaba en la pista, un sacerdote de modales singularmente arrogantes.

Llevaba atadas a la espalda las mangas de su hábito, y todo su cuerpo, piernas, brazos, hombros, incluso la frente, parecía consistir en músculos abultados. La vara de roble que sostenía en posición vertical medía por lo menos diez pies de largo.

Entonces habló uno de los hombres que habían llegado aquel día. Se ató las mangas con una correa de cuero y salió a la pista de prácticas. El sacerdote permaneció inmóvil mientras su adversario iba a la pared, elegía una alabarda y se enfrentaba a él. Hicieron sendas reverencias, como era de rigor, pero apenas habían terminado cuando el sacerdote emitió un aullido como de sabueso salvaje y simultáneamente descargó su vara sin miramientos en el cráneo del otro.

—El siguiente —dijo, volviendo a su posición original.

Eso fue todo: el retador estaba listo. No parecía muerto todavía, pero el mero acto de alzar la cabeza del suelo era superior a sus fuerzas. Un par de estudiantes-sacerdotes salieron a la pista y se lo llevaron cogido por las mangas y la cintura del kimono. En el suelo, detrás de él, se extendía un reguero de saliva mezclada con sangre.

—¡El siguiente! —gritó de nuevo el sacerdote, con el mismo malhumor.

Al principio Musashi creyó que era el maestro de segunda generación Inshun, pero los hombres sentados a su alrededor le dijeron que no, que era Agón, uno de los discípulos veteranos que eran conocidos como los «Siete pilares del Hōzōin». Añadieron que Inshun nunca tenía que intervenir personalmente en un encuentro, porque uno de aquéllos siempre ponía a los retadores fuera de combate.

—¿No hay nadie más? —bramó Agón, ahora sosteniendo la lanza de práctica horizontalmente.

El fornido administrador estaba comparando su registro con las caras de los hombres que esperaban. Señaló a uno.

—No, hoy no... Volveré en algún otro momento.

—¿Y tú?

—No, hoy no me siento del todo en condiciones.

Uno tras otro renunciaron, hasta que Musashi vio que el dedo le señalaba.

—¿Y tú?

—Si te place...

—¿«Si te place»? ¿Qué significa eso?

—Significa que me gustaría luchar.

Musashi se levantó y todos los ojos se centraron en él. El altivo Agón se había retirado de la pista y charlaba animadamente con un grupo de sacerdotes, pero cuando pareció que había salido otro retador, hizo una mueca de hastío y dijo con indolencia:

—Que alguien me sustituya.

—Adelante —le acuciaron—. Hay sólo uno más.

Agón cedió y regresó con indiferencia al centro de la pista. Cogió de nuevo la reluciente vara de madera negra, con la que parecía totalmente familiarizado. En rápido orden, adoptó una actitud de ataque, dio la espalda a Musashi y atacó en la otra dirección.

—¡Yaaa! —gritó como un rocho enfurecido, abalanzándose hacia la pared del fondo y golpeando salvajemente con la lanza una sección utilizada para prácticas.

Las tablas habían sido sustituidas poco antes, pero pese a la elasticidad de la madera nueva, la lanza sin hoja de Agón las rompió.

—¡Yuuu!

Su grotesco grito de triunfo reverberó en la sala mientras extraía la lanza, y avanzó hacia Musashi, dando pasos de danza más que andando, el vapor alzándose de su cuerpo musculoso. Se apostó a cierta distancia y miró furibundo a su contrincante. Musashi había salido sólo con su espada de madera, y ahora permanecía inmóvil y, al parecer, un poco sorprendido.

—¡Preparado! —gritó Agón.

Se oyó una risa seca al otro lado de la ventana, y una voz dijo:

—¡No seas necio, Agón! ¡Mira, patán estúpido, mira! No vas a habértelas con una tabla.

Sin variar su postura, Agón miró hacia la ventana.

—¿Quién está ahí? —gritó.

La risa continuó, y entonces se hicieron visibles por encima del alféizar, como si las hubiera colgado allí un anticuario, una calva reluciente y un par de cejas blancas como la nieve.

—No te hará ningún bien, Agón. Esta vez no. Deja que el hombre espere hasta pasado mañana, cuando regrese Inshun.

Musashi, que también había vuelto la cabeza hacia la ventana, vio que se trataba del anciano al que había visto camino del Hōzōin, pero apenas lo había reconocido cuando la cabeza desapareció.

Agón hizo caso de la advertencia del anciano hasta el punto de relajar la sujeción del arma, pero en cuanto su mirada volvió a cruzarse con la de Musashi, lanzó un juramento en dirección a la ventana ahora vacía... e hizo caso omiso del consejo que había recibido.

Mientras Agón aferraba con renovada fuerza su lanza, Musashi, deseoso de guardar las formas, le preguntó:

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