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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (38 page)

BOOK: Musashi
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El viejo sacerdote, único que iba a pie, caminaba al paso de los jinetes, hacia el humo de la fogata.

Cuando el grupo se aproximó, los sacerdotes susurraron entre ellos:

—Es el viejo maestro.

Tras haberlo confirmado, retrocedieron una buena distancia y se alinearon ceremoniosamente, como si fuesen a celebrar un rito sagrado, para saludar a Nikkan y su séquito.

—¿Os habéis encargado de todo? —inquirió Nikkan nada más llegar.

Inshun hizo una reverencia y respondió:

—Tal como ordenaste. —Entonces se volvió hacia los oficiales y añadió—: Gracias por venir.

Mientras los samuráis saltaban uno tras otro de sus caballos, su jefe replicó:

—No es ninguna molestia. ¡Gracias a ti por hacer el verdadero trabajo!... Vamos a ello, muchachos.

Los oficiales fueron a inspeccionar los cadáveres y tomaron algunas notas. Luego su jefe regresó al lado de Inshun.

—Enviaremos gente de la ciudad para que limpien el estropicio. Por favor, dejadlo todo tal como está.

Dicho esto, los cinco hombres montaron de nuevo en sus caballos y se alejaron.

Nikkan hizo saber a los sacerdotes que ya no eran necesarios. Tras hacerle reverencias, empezaron a marcharse en silencio. También Inshun se despidió de Nikkan y Musashi y se alejó.

En cuanto los hombres se hubieron ido, hubo una gran cacofonía. Los cuervos se abatieron, aleteando gozosamente.

Farfullando por encima de aquel estrépito, Nikkan se acercó a Musashi y le dijo con naturalidad:

—Perdóname si te ofendí el otro día.

—En absoluto. Fuiste muy amable. Soy yo quien debe darte las gracias. —Musashi se arrodilló e hizo una profunda reverencia ante el viejo sacerdote.

—Levántate del suelo —le ordenó Nikkan—. Este campo no es lugar para hacer reverencias.

Musashi se puso en pie.

—¿Te ha enseñado algo la experiencia que has tenido aquí? —le preguntó el sacerdote.

—Ni siquiera estoy seguro de lo que ha ocurrido. ¿Puedes decírmelo?

—Por supuesto —respondió Nikkan—. Esos oficiales que acaban de marcharse trabajan a las órdenes de Ōkubo Nagayasu, quien ha sido enviado recientemente para administrar Nara. Son nuevos en el distrito y los rōnin han aprovechado su desconocimiento del lugar... asaltando a inocentes transeúntes, haciendo chantajes, jugando, largándose con las mujeres, allanando las casas de las viudas..., causando toda clase de problemas. Los hombres del administrador no podían controlarlos, pero sabían que había unos quince cabecillas, incluidos Dampachi y Yasukawa.

—Como sabes, ese Dampachi y sus compinches te tomaron ojeriza. Como temían atacarte, idearon lo que les pareció un plan inteligente, según el cual los sacerdotes del Hōzōin lo harían por ellos. Las difamaciones acerca del templo, atribuidas a ti, fueron obra suya, lo mismo que los carteles. Se aseguraron de que yo fuese informado de todo ello, presumiblemente convencidos de que soy estúpido.

Los ojos de Musashi tenían un brillo risueño mientras escuchaba.

—Lo pensé un poco y llegué a la conclusión de que era una oportunidad ideal para hacer una limpieza doméstica en Nara —siguió diciendo el abad—. Le hablé a Inshun de mi plan, él estuvo de acuerdo y ahora todo el mundo es feliz..., los sacerdotes, los administradores y también los cuervos. ¡Ja, ja!

Había otra persona que también era supremamente feliz. El relato de Nikkan había disipado todas las dudas y temores de Jōtarō, el cual estaba como en éxtasis. Empezó a entonar una cancioncilla improvisada mientras danzaba como un pájaro aleteante.

¡Una limpieza doméstica, oh,

una limpieza doméstica!

Al oír su voz sin afectación, Musashi y Nikkan se volvieron a mirarle. El muchacho se había puesto la máscara de la curiosa sonrisa y señalaba con su espada de madera los cuerpos diseminados. Asestando de vez en cuando un golpe a las aves, siguió cantando:

Sí, vosotros, cuervos,

en ocasiones

es necesaria una limpieza doméstica,

pero no sólo en Nara.

Así la naturaleza

lo renueva todo.

Para que la primavera brote de nuevo,

quemamos las hojas,

quemamos los campos.

A veces queremos que nieve,

a veces queremos una limpieza doméstica.

¡Oh, vosotros, cuervos!

¡Comed a gusto! ¡Qué festín!

Sopa directa de las cuencas de los ojos

y espeso sake rojo.

Pero no toméis demasiado,

o sin duda os emborracharéis.

—¡Ven aquí, muchacho! —le dijo severamente Nikkan—. Deja de hacer el tonto y tráeme unas piedras.

—¿Como ésta? —preguntó Jōtarō, cogiendo una piedra que estaba cerca de sus pies y mostrándosela.

—Sí, como ésa. ¡Trae muchas!

—¡Sí, señor!

Mientras el chico recogía las piedras, Nikkan se sentó y escribió en cada una Namu Myōhō Renge-kyō, la sagrada invocación de la secta Nichiren. Luego se las devolvió a Jōtarō y le pidió que las esparciera entre los muertos. Mientras el pequeño así lo hacía, Nikkan juntó las palmas y entonó una sección del Sutra del Loto.

—Esto cuidará de ellos —dijo al finalizar—. Ahora los dos podéis continuar vuestro camino. Yo regresaré a Nara.

El anciano se marchó tan bruscamente como había llegado, caminando con su acostumbrada rapidez, antes de que Musashi hubiera tenido ocasión de darle las gracias o convenir cuándo volverían a verse.

Musashi se quedó mirando un momento al anciano que se retiraba y, de repente, corrió hasta darle alcance.

—¡Reverendo sacerdote! ¿No te olvidas de algo? —Dio unos golpecitos a su espada mientras le hacía esta pregunta.

—¿Qué?

—No me has dado ninguna orientación, y, como no puedo saber cuándo volveremos a vernos, apreciaría algún consejo tuyo.

La boca desdentada del abad emitió su peculiar risa seca.

—¿Es que no lo entiendes todavía? Lo único que puedo enseñarte es que eres demasiado fuerte. Si sigues enorgulleciéndote de tu fuerza, no llegarás a los treinta años. Ya ves, hoy mismo podrían haberte matado fácilmente. Piensa en ello y decide cómo vas a comportarte en el futuro.

Musashi le escuchaba en silencio.

—Hoy has logrado algo, pero no ha estado bien ni mucho menos. Como aún eres joven, no puedo culparte, pero es un grave error creer que el camino del samurai no consiste más que en una demostración de fuerza. No obstante, yo tiendo a pecar del mismo defecto, por lo que no estoy realmente cualificado para aleccionarte. Debes estudiar cómo han vivido Yagyū Sekishūsai y el señor Kōizumi de Ise. Sekishūsai fue mi maestro, y el señor de Kōizumi el suyo. Si los tomas por modelos y tratas de seguir sus pasos, puede que llegues a conocer la verdad.

Cuando Nikkan calló, Musashi, que había estado mirando el suelo, profundamente pensativo, alzó la vista. El anciano sacerdote ya había desaparecido.

El feudo de Koyagyū

El valle de Yagyū se encuentra al pie del monte Kasagi, al nordeste de Nara. A principios del siglo XVII existía allí una pequeña y próspera comunidad, demasiado amplia para considerarla un mero pueblo, pero no tan populosa o bulliciosa para poder llamarla ciudad. Habría sido llamada con naturalidad el pueblo de Kasagi, pero sus habitantes se referían a su hogar como la Heredad Kambe, nombre heredado de la antigua época en que dominaban las grandes fincas solariegas privadas.

En medio de la comunidad se alzaba la Casa Principal, un castillo que servía como símbolo de la estabilidad gubernamental y, al mismo tiempo, como centro cultural de la región. Una muralla que recordaba las antiguas fortalezas rodeaba la Casa Principal. Las gentes de la zona, así como los antepasados de su señor, se habían instalado cómodamente allí desde el siglo X, y el actual dirigente era un hacendado rural en la mejor tradición, que extendía la cultura entre sus súbditos y siempre estaba preparado para proteger su territorio aun a costa de su vida. A la vez, sin embargo, evitaba cuidadosamente toda intervención seria en las guerras y querellas de los señores de otros distritos. En una palabra, era aquél un feudo pacífico, gobernado de una manera ilustrada.

Allí no se veían señales de la depravación o degeneración asociadas a los samuráis sin trabas ni obligaciones. Era totalmente distinto a Nara, donde los antiguos templos celebrados en la historia y la cultura popular se estaban echando a perder. Sencillamente, no se permitía que los elementos perturbadores ingresaran en la vida de la comunidad.

El mismo entorno militaba contra la fealdad. Las montañas de la sierra de Kasagi no eran menos asombrosamente hermosas al anochecer que con el alba, y el agua era limpia y pura, un agua ideal, según decían, para hacer té. Los ciruelos de Tsukigase crecían cerca, y los ruiseñores cantaban desde la estación en que se funde la nieve hasta la de las tormentas, sus tonos tan cristalinos como las aguas de los arroyos de montaña.

Cierta vez un poeta escribió que «en el lugar donde ha nacido un héroe, las montañas y los ríos son frescos y claros». De no haber nacido ningún héroe en el valle de Yagyū, las palabras del poeta podrían haber estado vacías, pero era en verdad un lugar natal de héroes, y de ello nadie podía ofrecer mejor prueba que los mismos señores de Yagyū. En aquella gran casa incluso los servidores pertenecían a la nobleza. Muchos procedían de los arrozales, se habían distinguido en combate y ascendido hasta convertirse en leales y competentes ayudantes.

Yagyū Muneyoshi Sekishūsai había instalado su residencia, después de retirarse, en una casita de montaña a cierta distancia de la Casa Principal. Ya no evidenciaba el menor interés por el gobierno local ni tenía idea de quién ostentaba el poder en aquellos momentos. Tenía varios hijos y nietos capacitados, así como servidores dignos de confianza para ayudarle y guiarle, y no erraba al suponer que el pueblo estaba siendo gobernado de la misma manera que cuando él estaba al frente.

Cuando Musashi llegó al distrito, habían transcurrido unos diez días desde la batalla en la planicie de Hannya. A lo largo del camino había visitado algunos templos, el Kasagidera y el Jōruriji, donde había visto reliquias de la era Kemmu. Se alojó en la posada local con la intención de descansar un poco, tanto física como espiritualmente.

Un día, vestido de manera informal, fue a dar un paseo con Jōtarō.

—Es sorprendente —dijo Musashi, deslizando la mirada por los campos cultivados y a los agricultores dedicados a sus tareas—. Sorprendente —repitió varias veces.

Finalmente Jōtarō le preguntó:

—¿Qué es lo sorprendente? —Para él, lo más sorprendente era el modo en que Musashi hablaba consigo mismo.

—Desde que salí de Mimasaka, he estado en las provincias de Settsu, Kawachi e Izumi, en Kyoto y Nara, y nunca he visto un lugar como este.

—Bueno, ¿y qué? ¿Qué hay aquí tan diferente?

—En primer lugar, hay muchos árboles en las montañas.

Jōtarō se echó a reír.

—¿Árboles? En todas partes hay árboles, ¿o no?

—Sí, pero aquí es distinto. Todos los árboles de Yagyū son viejos, y eso significa que aquí no ha habido guerras ni tropas enemigas que quemaran o talaran los bosques. También significa que no ha habido hambrunas, por lo menos durante muchísimo tiempo.

—¿Eso es todo?

—No. Los campos también son verdes, y la cebada nueva ha sido bien pisoteada para reforzar las raíces y hacer que crezca bien. ¡Escucha! ¿No oyes el sonido de los tornos de hilar? Parece provenir de cada casa. ¿Y no has observado que cuando pasan viajeros con buenas ropas los agricultores no les dirigen miradas de envidia?

—¿Algo más?

—Como puedes ver, hay muchas mujeres jóvenes trabajando en los campos. Eso significa que el distrito es rico y que aquí la vida transcurre con normalidad. Los niños crecen sanos, a los ancianos se les trata con el debido respeto y los hombres y mujeres jóvenes no huyen para llevar una vida incierta en otros lugares. Está claro que el señor del distrito es acaudalado, y sin duda las espadas y armas de fuego de su armería se mantienen pulidas y en la mejor condición.

—No veo nada tan interesante en todo eso —se quejó Jōtarō.

—Humm, me extrañaría que lo vieras.

—En fin, no has venido aquí para admirar el paisaje. ¿No vas a luchar con los samurais de la casa de Yagyū?

—Luchar no lo es todo en el arte de la guerra. Los hombres que lo creen así y se dan por satisfechos con tener comida y un sitio donde dormir son meros vagabundos. A un estudiante serio le interesa mucho más adiestrar su mente y disciplinar su espíritu que desarrollar las habilidades marciales. Tiene que aprender toda clase de cosas, geografía, irrigación, los sentimientos de la gente, sus modales y costumbres, sus relaciones con el señor de su territorio. Quiere saber lo que ocurre dentro del castillo, no sólo lo que sucede en el exterior. En esencia, quiere ir a todos los lugares que le sea posible y aprender todo cuanto pueda.

Musashi comprendía que esta explicación probablemente significaba poco para Jōtarō, pero sentía la necesidad de ser sincero con el muchacho y no darle respuestas a medias. No mostraba impaciencia por las numerosas preguntas que le hacía, y a lo largo del camino siguió dándole respuestas meditadas y serias.

Tras haber visto el exterior del castillo de Koyagyū, como se conocía apropiadamente a la Casa Principal, y examinado con detenimiento el valle, regresaron a la posada.

Había una sola posada, pero era grande. El camino era una sección de la carretera de Iga, y mucha gente que peregrinaba al Jōruriji o al Kasagidera pernoctaba allí. Por la noche siempre se encontraban diez o doce caballos de carga atados a los árboles cerca de la entrada o bajo los aleros frontales.

La sirvienta que les siguió a su habitación les preguntó:

—¿Habéis ido a dar un paseo? —Llevaba unos pantalones de escalar montañas y, de no haber sido por su obi rojo femenino, podría haber sido confundida con un chico. Sin esperar respuesta, añadió—: Ahora podéis bañaros si queréis.

Musashi se encaminó al baño, mientras Jōtarō, notando que allí había una nueva amiga de su misma edad, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—No lo sé —respondió la muchacha.

—Debes de estar loca si no conoces tu propio nombre.

—Me llamo Kocha.

—Es un nombre gracioso. —Jōtarō se echó a reír.

—¿Qué tiene de gracioso? —quiso saber Kocha, al tiempo que le golpeaba con el puño.

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