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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

Los ojos del sobremundo (21 page)

BOOK: Los ojos del sobremundo
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—Tócalo con la lengua, apriétalo contra tu frente, luego mira a través suyo.

—¡Veo una procesión! —exclamó Haxt—. Hombres y mujeres a centenares, y a miles, avanzando ante mí. Mi madre y mi padre caminan en cabeza, luego mis abuelos…, ¿pero quiénes son los otros?

—Tus antepasados —declaró Voynod—, cada cual con su traje característico, hasta el homúnculo primordial del cual derivamos todos nosotros. —Recuperó el anillo y, rebuscando en su bolsillo, sacó una gema de brillo mate, azul y verde—. ¡Ahora observad, mientras arrojo esta joya al Scamander! —Y tiro la joya por la borda. Trazó un arco en el aire y cayó al agua con un chapoteo—. ¡Ahora, tiendo simplemente la palma de mi mano, y la gema regresa! —Y efectivamente, mientras el grupo miraba, hubo un húmedo destello y allí estaba de nuevo la gema, descansando en la palma de la mano de Voynod—. Con esta gema un hombre no necesita temer nunca a la penuria. Cierto, no es de gran valor, pero puede ser vendida repetidas veces… ¿Qué otra cosa puedo mostraros? Este pequeño amuleto quizá. Francamente, es de naturaleza erótica, y despierta una intensa emoción en la persona hacia la que se dirige su potencia. Hay que ser cautelosos con su uso; y, por supuesto, aquí tengo un indispensable auxiliar: un talismán con la forma de una cabeza de carnero, elaborado por orden del emperador Dalmasmius el Tierno, para no herir la sensibilidad de ninguna de sus diez mil concubinas… ¿Y qué otra cosa hay? Oh, aquí: mi varilla, que une instantáneamente cualquier objeto a cualquier otro. La mantengo firmemente metida en su funda para evitar que suelde inadvertidamente mis nalgas a los pantalones o mi bolsa a la punta de mis dedos. El objeto posee muchas utilidades. ¿Qué más? Dejadme ver… ¡Ah, sí! Un cuerno con una singular cualidad. Cuando es puesto en la boca de un cadáver, estimula la emisión de sus veinte últimas palabras. Insertado en el oído del cadáver, permite la transmisión de información al cerebro sin vida… ¿Y qué sale por aquí? Oh, si, por supuesto: ¡un pequeño dispositivo que ha proporcionado mucho placer! —Y Voynod mostró una muñeca que realizó una declamación épica, cantó una canción más bien libertina e intercambió algunas palabras con Cugel, que permanecía acuclillado en primera fila, observándolo todo con gran atención.

Finalmente Voynod se cansó de aquella exhibición, y los peregrinos se fueron uno tras otro a dormir.

Cugel permaneció despierto, con las manos tras la cabeza, mirando a las estrellas y pensando en la inesperadamente amplia colección de instrumentos y dispositivos taumatúrgicos de Voynod.

Cuando estuvo seguro de que ya todos dormían, se puso en pie e inspeccionó la durmiente forma de Voynod. La bolsa estaba bien cerrada y sujeta bajo el brazo de Voynod, como Cugel había esperado. Cugel se dirigió hacia la pequeña despensa, donde eran guardadas las provisiones, y tomó una cierta cantidad de manteca, que mezcló con harina para producir una pasta de color blanco. Dobló un trozo de papel grueso, formando una cajita pequeña, y la llenó con la pasta. Luego regresó a su sitio y se durmió.

A la mañana siguiente arregló las cosas para que Voynod, como por accidente, le viera untando la hoja de su espada con la pasta.

Voynod se mostró instantáneamente horrorizado.

—¡No puede ser! ¡Estoy asombrado! ¡Oh, pobre Lodermulch!

Cugel le hizo señas de que guardara silencio.

—¿Qué estás diciendo? —murmuró—. Simplemente estoy protegiendo mi espada contra la oxidación.

Voynod agitó la cabeza con inexorable determinación.

—¡Todo está claro! ¡Mataste a Lodermulch para conseguir esto! ¡No tengo otra alternativa que comunicar el hecho a los atrapaladrones de Erze Damath!

Cugel hizo un gesto implorante.

—¡No te precipites! ¡Te has equivocado por completo; soy inocente!

Voynod, un hombre alto y taciturno con ojeras púrpura bajo los ojos, una larga mandíbula y una frente alta y picuda, alzó una mano.

—Nunca he tolerado el homicidio. El principio de equicalencía debe ser aplicado en este caso, y es necesario un castigo riguroso. ¡Como mínimo, el malhechor no debe aprovecharse de su acto!

—¿Te refieres a esta pasta? —inquirió delicadamente Cugel.

—Exactamente —dijo Voynod—. La justicia no exige menos.

—Eres un hombre severo —exclamó angustiado Cugel—. Admito que no tengo más elección que someterme a tu juicio.

Voynod extendió su mano.

—El ungüento, entonces, y puesto que obviamente te hallas abrumado por los remordimientos, no diré nada más sobre el asunto.

Cugel frunció pensativamente los labios.

—Que así sea. De todos modos, ya he untado mi espada. En consecuencia, sacrificaré el resto del ungüento a cambio de tu dispositivo erótico y su complemento, junto con algunos otros talismanes menores.

—¿He oído correctamente? —bramó Voynod—. ¡Tu arrogancia trasciende todo! ¡Esos artículos son de un valor incalculable!

Cugel se alzó de hombros.

—Este ungüento también es de un inestimable valor comercial.

Tras una larga discusión, Cugel entregó la pasta a cambio de un tubo que proyectaba un concentrado azul a una distancia de cincuenta pasos, junto con un pergamino de listaba dieciocho fases del Ciclo Laganético; y con esos artículos tuvo que contentarse.

No mucho más tarde las dispersas ruinas de Erze Damath aparecieron en la orilla occidental: antiguas villas ahora derruidas y abandonadas en medio de jardines invadidos por la maleza.

Los peregrinos tomaron pértigas para impulsar la balsa hacia la orilla. En la distancia apareció la punta del Obelisco Negro, ante la que todos lanzaron gritos de alegría. La balsa avanzó de través por el Scamander y finalmente fue amarrada a uno de los semiderruidos muelles.

Los peregrinos saltaron a la orilla para reunirse en torno a Garstang, que se dirigió al grupo:

—Con enorme satisfacción os digo que me siento descargado de mi responsabilidad. ¡La ciudad santa donde Gilfig pronunció el Dogma Gneustico! ¡Donde fustigó a Kazue y denunció a Enxis el Mago! ¡No es imposible que los sagrados pies hayan pisado este mismo polvo que pisamos ahora nosotros! —Garstang hizo un gesto dramático hacia el suelo, y los peregrinos, mirando hacia abajo, agitaron inquietos los pies—. Sea como sea, aquí estamos, y cada uno de nosotros tiene que sentirse aliviado. El camino fue tedioso y no desprovisto de peligro. Cincuenta y nueve emprendimos la marcha desde el valle de Pholgus. Bamish y Randol fueron atrapados por grues en el campo de Sagma; en el puente que cruza el Asc se nos unió Cugel; en el Scamander perdimos a Lodermulch. Ahora quedamos cincuenta y siete, camaradas todos, probados y fieles, ¡y es triste disolver nuestra asociación, que todos recordaremos mientras vivamos!

»Dentro de dos días empiezan los Ritos Lustrales. Hemos llegado a tiempo. Aquellos que no han gastado todos sus fondos en el juego —aquí Garstang lanzó una severa mirada hacia Cugel— pueden buscar alojamientos confortables. Los que se han arruinado tendrán que arreglárselas como mejor puedan. Ahora nuestro viaje ha terminado; a partir de aquí cada cual seguirá su camino, aunque volveremos a encontrarnos necesariamente todos dentro de dos días en el Obelisco Negro. ¡Adiós hasta entonces!

Los peregrinos se dispersaron, algunos caminando a lo largo de la orilla del Scamander hacia una cercana posada, otros girando hacia un lado y dirigiéndose a la ciudad propiamente dicha.

Cugel se acercó a Voynod.

—Desconozco esta región, como bien sabes; quizá puedas recomendarme una posada confortable y no demasiado cara.

—Por supuesto —dijo Voynod—. Yo me dirijo precisamente a una de ellas: la Hostería del Viejo Imperio Dástrico, que ocupa el edificio de un antiguo palacio. A menos que las condiciones hayan cambiado, se ofrece un lujo suntuoso y exquisitas viandas a un precio no excesivo.

La perspectiva mereció la aprobación de Cugel; ambos hombres cruzaron las amplias avenidas del viejo Erze Damath, pasaron junto a hacinamientos de chozas de estuco, luego atravesaron una zona donde no había edificios de ninguna clase y las avenidas creaban como un vacío tablero de ajedrez, y finalmente entraron en un distrito de grandes mansiones habitadas en medio de intrincados jardines. La gente de Erze Damath era agraciada, aunque un poco más morena que la de Almery. Los hombres iban vestidos exclusivamente de negro: pantalones ajustados y chaquetas con borlas también negras; las mujeres lucían espléndidas túnicas amarillas, rojas, naranjas y magentas, y sus zapatillas resplandecían con lentejuelas naranjas y negras. Los azules y los verdes eran raros, ya que eran considerados colores de desgracia, y el púrpura significaba muerte.

Las mujeres llevaban altas plumas en el pelo, mientras que los hombres exhibían pretenciosos discos negros por cuyo orificio emergían sus cabelleras. Un bálsamo resinoso parecía estar muy de moda, y todos aquellos con los que tropezó Cugel exhalaban vaharadas de áloes o mirra o carcinto. En conjunto, la gente de Erze Damath no parecía menos cultivada que la de Kauchique, y mucho más vital que los apagados ciudadanos de Azenomei.

Ante ellos apareció la Hostería del Viejo Imperio Dástrico, no lejos del propio Obelisco Negro. Con gran insatisfacción de Cugel y Voynod, el lugar estaba completamente ocupado, y el encargado se negó a admitirles.

—Los Ritos Lustrales han atraído a todo tipo de devotos —explicó—. Seréis afortunados si encontráis alojamiento en algún lado.

Sus palabras demostraron ser certeras: Cugel y Voynod fueron de posada en posada, sin encontrar nada en ninguna de ellas. Finalmente, en las afueras occidentales de la ciudad, en el borde mismo del Desierto de Plata, fueron admitidos en una enorme taberna de apariencia más bien dudosa: la Posada de la Lámpara Verde.

—Hace diez minutos no os hubiera admitido —dijo el posadero—, pero los atrapaladrones detuvieron a dos personas que se alojaban aquí, acusándoles de salteadores de caminos y malhechores empedernidos.

—Espero que ésta no sea la tendencia general de tu clientela —dijo Voynod.

—¿Y quién puede decirlo? —respondió el posadero—. Mi negocio es proporcionar comida y bebida y alojamiento, nada más. Los rufianes y los facinerosos también tienen que comer, beber y dormir, tanto como los sabios y los policías. Todos ellos han pasado en una u otra ocasión por mis puertas, y, después de todo, ¿qué sé yo de vosotros?

Estaba oscureciendo, y sin más historias Cugel y Voynod se alojaron en la Posada de la Lámpara Verde. Tras lavarse y refrescarse, bajaron a la sala común para cenar. Era una estancia considerablemente grande, con vigas ennegrecidas por el tiempo, un suelo de baldosas marrón oscuro y varios postes y columnas de arañada madera, cada uno de ellos con una lámpara. La clientela era heterogénea, como el posadero había apuntado, mostrando docenas de trajes y complexiones. Hombres del desierto descarnados como serpientes, vestidos con pantalones de cuero, se sentaban a un lado; al otro había cuatro con rostros blancos, con turbantes de seda roja, que no pronunciaban una palabra. Junto a la barra del fondo se sentaba un grupo de espadachines con pantalones marrones, capas negras y sombreros de cuero, todos con una joya esférica colgando de una cadena de oro en su oreja.

Cugel y Voynod tomaron una cena de apreciable calidad, aunque algo toscamente servida, luego se quedaron sentados allí bebiendo vino y considerando cómo pasar la velada. Voynod decidió ensayar los gritos de pasión y los frenesíes devotos que serian exhibidos en los ritos lustrales. En consecuencia, Cugel le pidió que le prestara su talismán de estimulación erótica.

—Las mujeres de Erze Damath se muestran prometedoras y, con ayuda del talismán, podría ampliar mi conocimiento de sus capacidades.

—Ni lo sueñes —dijo Voynod, apretando fuertemente su bolsa contra su costado—. Y mis razones no necesitan ser ampliadas.

Cugel frunció hoscamente el ceño. Voynod era un hombre cuyos grandiosos conceptos personales parecían particularmente retorcidos y desagradables, en razón de su enfermiza, delgada y melancólica apariencia.

Voynod apuró su jarra, con una meticulosa frugalidad que Cugel encontró adicionalmente irritante, y se puso en pie.

—Me retiro a mi habitación.

Mientras se daba la vuelta, uno de los espadachines, que cruzaba tambaleante la estancia, tropezó con él. Voynod restalló una ácida observación, que el otro decidió no ignorar.

—¿Cómo te atreves a usar estas palabras conmigo? ¡Desenvaina y defiéndete, o te rebanaré la nariz del rostro! —y el hombre tiró de su espada.

—Como quieras —dijo Voynod—. Un momento a que prepare mi espada. —Con un guiño a Cugel, untó su espada con la pasta, luevo se volvió hacia su oponente—. ¡Prepárate a morir, mi buen amigo! —Y saltó grandilocuentemente hacia delante. El otro, que había observado los preparativos de Voynod, comprendió que se enfrentaba a magia y permaneció inmovilizado por el terror. Voynod hizo un floreo y atravesó a su oponente, tras lo cual limpió la hoja de su espada con el sombrero del caído.

Los compañeros del muerto que estaban junto al mostrador empezaron a ponerse en pie, pero se detuvieron cuando Voynod se volvió para enfrentárseles con gran aplomo.

—¡Id con cuidado, gallitos de corral! ¡Observad el destino de vuestro compañero! ¡Murió por el poder de mi hoja mágica, que es de un metal inexorable y corta la roca y el acerco como si fuesen mantequilla! ¡Vedlo! —Y Voynod golpeó fuertemente contra uno de los pilares de madera. La hoja fue a chocar contra una abrazadera metálica y se partió en una docena de trozos. Voynod se inmovilizó desconcertado, pero los compañeros del muerto se lanzaron contra él.

—¿Qué decías de tu hoja mágica? ¡Nuestras hojas son de acero ordinario, pero muerden profundo! —Y en un momento Voynod quedó hecho pedazos.

Los espadachines se volvieron entonces hacia Cugel.

—¿Y tú que dices? ¿Quieres compartir la suerte de tu camarada?

—¡En absoluto! —afirmó Cugel—. Este hombre solamente era mi sirviente, que me llevaba la bolsa. Soy un mago; ¡observad este tubo! ¡Proyectaré concentrado azul contra el primer hombre que me amenace!

Los espadachines se alzaron de hombros y se dieron la vuelta. Cugel tomó la bolsa de Voynod, luego hizo un gesto al posadero.

—Ten la amabilidad de retirar esos cadáveres; luego tráeme otra jarra de vino con especias.

—¿Qué hay de la cuenta de tu camarada? —preguntó el posadero, frunciendo el ceño.

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