Los del poblado les persiguieron con arpones. El primero que arrojaron atravesó la espalda de Garstang. Cayó sin un sonido. Cugel dio media vuelta y apuntó con el tubo, pero el conjuro se había agotado y solamente apareció una desvaída exudación. Los del poblado prepararon sus armas para lanzar una segunda andanada; Cugel gritó una maldición, se agachó y echó a correr en zigzag, y los arpones pasaron por encima de él y fueron a clavarse en la arena de la playa.
Cugel agitó su puño una última vez, luego huyó a toda velocidad hacia el bosque.
Cugel avanzó furtivamente por el viejo bosque, paso a paso, deteniéndose a menudo para escuchar el quebrarse de una rama o una suave pisada o incluso la exhalación de un aliento. Sus precauciones, aunque frenaban su marcha, no era ni teóricas ni poco prácticas; otros seres merodeaban el bosque con ansiedades y anhelos contrapuestos a los suyos. Durante todo un terrible crepúsculo había estado huyendo y distanciando finalmente a un par de deodands; en otra ocasión se detuvo en seco en el borde mismo de un claro donde vagabundeaba un leucomorfo: por todo ello Cugel se había vuelto más desconfiado y furtivo que nunca, deslizándose de árbol en árbol, atisbando y escuchando, corriendo a toda velocidad por los lugares despejados con un extravagante paso ligero, como si el contacto con el suelo hiciese que le dolieran los pies.
Un atardecer llegó a un pequeño y húmedo claro rodeado por manduares negros, altos e imponentes como encapuchados monjes. Unos escasos rayos rojizos penetraban sesgados en el claro, iluminando un único y retorcido membrillo, del que colgaba un trozo de pergamino. Oculto en las sombras, Cugel estudió largamente el claro, luego avanzó unos pasos y tomó el pergamino. En caracteres apresuradamente garabateados había un mensaje:
¡Zaraides el Sabio hace una generosa oferta! Aquel que encuentre este mensaje puede solicitar y obtener una hora de juiciosos consejos sin ningún gasto por su parte. En un montículo cercano se abre una cueva; el Sabio será hallado dentro.
Cugel estudió con asombro el pergamino. Una enorme pregunta se dibujó en el aire: ¿por qué Zaraides ofrecería sus consejos con un desprendimiento tan casual? La gratuidad tan alegremente anunciada era algo rarísimo en el mundo: de una forma u otra, la Ley de la Equivalencia prevalecía siempre. Si Zaraides ofrecía consejo —dejando a un lado la premisa del absoluto altruísmo—, esperaría algo a cambio: un mínimo de infatuación del amor propio, o el conocimiento de acontecimientos lejanos, o una educada atención ante el recitado de sus odas, o algún servicio similar. Y Cugel volvió a leer el mensaje, con su escepticismo aumentado si cabe. Hubiera echado el pergamino a un lado si no sintiera una auténtica y urgente necesidad de información: saber el camino más seguro hacia la casa del Iucounu, junto con un método para inutilizar los poderes del Mago Reidor.
Cugel miró a su alrededor, buscando el montículo al que Zaraides se refería. Al otro lado del claro el terreno parecía elevarse, y alzando los ojos Cugel observó allá arriba un conjunto de troncos retorcidos y denso follaje, como si un cierto número de daobados crecieran sobre un terreno elevado.
Cugel avanzó por el bosque con el máximo de vigilancia, y finalmente se vio detenido por una repentina prominencia rocosa de color gris coronada de árboles y enredaderas: indudablemente el promontorio en cuestión.
Cugel se inmovilizó, tironeando de su barbilla, exhibiendo los dientes en una sonrisa de duda. Escuchó: la tranquilidad y el silencio eran absolutos. Manteniéndose en las sombras, prosiguió, dando la vuelta al promontorio, y finalmente llegó ante la cueva: una abertura en arco abierta en la roca, de la altura de un hombre, tan ancha como sus brazos tendidos. Encima colgaba un cartel impreso en caracteres desiguales:
ENTRAD: ¡SOIS BIENVENIDOS!
Cugel miró a uno y otro lado. No se veía ni oía nada en el bosque. Avanzó unos cautelosos pasos, atisbó dentro de la cueva, sólo vio oscuridad.
Cugel retrocedió. Pese a los ánimos dados por el cartel, no se sentía inclinado a seguir avanzando. Acuclillándose, examinó con intensidad la cueva.
Pasaron quince minutos. Cugel cambió de postura; y ahora, a la derecha, observó a un hombre que se acercaba, con unas precauciones apenas un poco menos elaboradas que las suyas. El recién llegado era de mediana estatura y llevaba las toscas ropas de un campesino: pantalones grises, una blusa color orín, un sombrero marrón inclinado sobre la frente. Tenía un rostro redondo y de rasgos vulgares, con una nariz respingona, ojos muy pequeños y separados y una recia mandíbula poblada por una especie de pelusa negruzca. Aferraba en su mano un pergamino similar al que había encontrado Cugel.
Cugel se puso en pie. El recién llegado se detuvo, luego siguió avanzando.
—¿Eres tú Zaraides? Si es así, me llamo Fabeln, el herborista; estoy buscando un buen lugar donde crezcan los puerros silvestres. Además, mi hija siempre está como distraída y languidece por momentos, y ya no quiere llevar mis cestas; por eso…
Cugel alzó una mano.
—Te equivocas; Zaraides sigue en su cueva.
Fabeln entrecerró, desconfiado, los ojos.
—Entonces, ¿quién eres tú?
—Soy Cugel; como tú, busco iluminación.
Fabeln asintió aprobadoramente.
—¿Has consultado ya a Zaraides? ¿Es certero, puede confiarse en él? ¿Realmente no pide ningún pago por sus prospectivas?
—Correcto en todos sus detalles —dijo Cugel—. Zaraides, que al parecer es omnisciente, habla por la simple alegría de transmitir información. Mis perplejidades han sido resueltas.
Fabeln lo inspeccionó de soslayo.
—¿Por qué entonces aguardas a un lado de la cueva?
—También soy herborista, y estoy preparando nuevas preguntas, específicamente con relación a un claro cercano lleno de puerros silvestres.
—¿De veras? —exclamó Fabeln, haciendo chasquear agitadamente los dedos—. Entonces prepáralas con cuidado, y mientras las piensas yo entraré y preguntaré por la laxitud de mi hija.
—Como quieras —dijo Cugel—. De todos modos, si no te importa esperar un poco, apenas necesito tiempo para preparar mis preguntas.
Fabeln hizo un gesto jovial.
—En ese corto período de tiempo puedo entrar y volver a salir de la cueva, pues soy un hombre tan rápido que a veces incluso parezco brusco.
Cugel inclinó la cabeza.
—En este caso, adelante.
—Seré breve. —Y Fabeln entró en la cueva—. ¿Zaraides? —llamó—. ¿Eres Zaraides el Sabio? Soy Fabeln, y quiero hacerte algunas preguntas. ¿Zaraides? Ten la bondad de salir un poco. —Su voz se hizo algo más apagada. Cugel escuchó atentamente, oyó el abrir y cerrar de una puerta, luego silencio. Pensativo, se dispuso a esperar.
Pasaron los minutos…, luego una hora. El sol rojo descendió por el camino celeste de la tarde y se ocultó tras el túmulo. Cugel empezó a impacientarse. ¿Dónde estaba Fabeln? Inclinó la cabeza hacia un lado: ¿De nuevo el abrir y cerrar de una puerta? Sí, y allí estaba de vuelta Fabeln: ¡todo iba bien, entonces!
Fabeln miró al exterior desde la cueva.
—¿Dónde está Cugel el herborista? —Su voz era seca y dura—. Zaraides no se sentará a la mesa del banquete ni discutirá sobre puerros, excepto de la forma más general, hasta que tú te presentes.
—¿Un banquete? —preguntó Cugel con interés—. Entonces, ¿la bondad de Zaraides se extiende hasta tan lejos?
Por supuesto: ¿no has observado el salón lleno de tapices, los vasos de cristal tallado, la sopera de plata?
—Fabeln hablaba con un cierto énfasis taciturno que desconcertó a Cugel—. Pero ven; tengo prisa, y no quiero esperar. Si ya has cenado, informaré a Zaraides.
—En absoluto —dijo Cugel con dignidad—. Enrojecería de humillación si afrentara así a Zaraides. Adelante; te sigo.
—Entonces ven. —Fabeln se dio la vuelta; Cugel le siguió al interior de la cueva, donde su olfato se vio asaltado por un olor nauseabundo. Se detuvo. Creo notar un hedor… que me afecta desagradablemente.
—Yo noté lo mismo —dijo Fabeln—. Pero una vez cruzada la puerta, el olor desaparece.
—Eso confío —dijo Cugel, irritado—. Echaría abajo mi apetito. Así pues…
Mientras hablaba se vio invadido por una serie de pequeños y rápidos seres, de piel fría y húmeda y empapados del olor que encontraba tan detestable. Hubo un clamor de voces agudas; su espada y su bolsa le fueron arrebatadas; una puerta se abrió; Cugel fue empujado al interior de una conejera de bajo techo. A la luz de una oscilante llama amarilla vio a sus captores: criaturas de la mitad de su altura, de piel pálida, rostro puntiagudo, con las orejas en la parte superior de sus cabezas. Caminaban ligeramente encorvadas, y sus rodillas parecían articuladas en dirección contraria a las de los hombros, y sus pies, enfundados en sandalias, parecían muy suaves y flexibles.
Cugel miró a su alrededor, maravillado. Cerca de él estaba agachado Fabeln, mirándole con un odio mezclado con maliciosa satisfacción. Cugel vio entonces que el cuello de Fabeln estaba rodeado por una banda de metal, a la que estaba unida una larga cadena también metálica. Al fondo de la conejera había acurrucado un hombre de largo pelo blanco, también con un collar y una cadena. Mientras Cugel lo observaba, los seres—rata colocaron un collar en su cuello.
—¡Atrás! —exclamó Cugel, consternado—. ¿Qué significa esto? ¡Protesto contra ese tratamiento!
Los seres—rata le dieron un empujón y se alejaron corriendo. Cugel vio que de sus traseros botaban largas colas escamosas, que asomaban de una forma curiosa de las negras blusas que llevaban.
La puerta se cerró; los tres hombres quedaron solos.
Cugel se volvió furioso a Fabeln.
—¡Me engañaste; dejaste que me capturasen! ¡Ésta es una ofensa grave!
Fabeln rió amargamente.
—¡No menos grave que la forma en que tú me engañaste a mí! Fui atrapado por culpa de tu artero truco; así que me aseguré de que tú no escaparas tampoco.
—¡Esto es una malicia inhumana! —rugió Cugel—. ¡Me encargaré de que recibas lo que te mereces!
—Bah —dijo Fabeln—. No me aburras con tus quejas. En cualquier caso, no te atraje a la cueva sólo por malicia.
—¿No? ¿Tienes algún otro motivo aún más perverso?
—Y muy simple: los seres—rata son listos. Aquél que atraiga a otros dos a la cueva gana su libertad. Tú ya eres uno en mi cuenta; necesito sólo encontrar a un segundo, y seré libre. ¿No es así, Zaraides?
—Sólo en sentido general —respondió el viejo—. Puede que no puedas anotarte a este hombre en tu cuenta; si la justicia fuera absoluta, tú y él seríais mis dos puntos; ¿acaso no fue mi pergamino el que os atrajo a la cueva?
—¡Pero no dentro! —declaró Fabeln—. ¡Aquí está la sutil distinción que hay que tener en cuenta! Los seres—rata están de acuerdo conmigo, y por eso no has sido liberado.
—En este caso —dijo Cugel—, te proclamo a ti como uno de mis puntos, puesto que fui yo quien te envió dentro de la cueva para ver lo que hallabas dentro.
Fabeln se alzó de hombros.
—Éste es un asunto que vas a tener que discutir con los seres—rata. —Frunció el ceño y parpadeó con sus pequeños ojillos—. ¿Y por qué no puedo proclamarme yo mismo en mi propia cuenta? Es un punto que vale la pena tener en cuenta.
—En absoluto, en absoluto —les llegó una voz aguda desde detrás de una rejilla—. Solamente tomamos en cuenta a aquellos que nos son proporcionados tras el encarcelamiento. Fabeln no es anotado en la cuenta de nadie. En cambio, a él se le ha anotado un punto, es decir, la persona de Cugel. Zaraides sigue con una puntuación de cero.
Cugel probó el collar que sujetaba su cuello.
—¿Qué ocurrirá si no consigo proporcionaros a otros dos?
—Tienes un mes de tiempo; no más. Si fracasas en este mes, eres devorado.
Fabeln, con una voz sobria y calculadora, dijo:
—Creo que puedo considerarme libre. A no mucha distancia aguarda mi hija. De repente se ha encaprichado con los puerros silvestres y en consecuencia ya no me es útil ni para mi casa ni para mi negocio. A través de ella puedo verme fácilmente libre. —Y Fabeln asintió con categórica satisfacción.
—Será interesante observar tus métodos —observó Cugel—. ¿Dónde se la puede hallar exactamente, y cómo piensas traerla hasta aquí?
La expresión de Fabeln se volvió artera y rencorosa.
—¡No pienso decirte nada! ¡Si quieres atraer puntos, busca tus propios métodos!
Zaraides hizo un gesto hacia un pupitre donde había hojas de pergamino.
—Yo ato mensajes persuasivos a semillas aéreas, que luego son soltados en el bosque. El método es de una utilidad cuestionable, puesto que atrae a los que pasan hasta la boca de la cueva, pero no los anima a seguir más allá. Me temo que solamente me queden cinco días de vida. Si tan sólo tuviera mis libros, mis grimorios, mis volúmenes de trabajo. ¡Cuántos conjuros, cuántos conjuros! Acabaría con esta madriguera; convertiría a cada uno de esos hombres roedores en un estallido de fuego verde. Castigaría a Fabeln por engañarme… Hummm. ¿El Giratorio? ¿El Deprimente Prurito de Lugwiler?
—El Conjuro del Enquistamiento Remoto tiene sus partidarios —sugirió Cugel.
Zaraides asintió.
—La idea es recomendable… Pero se trata de un sueño inútil: mis conjuros me fueron arrebatados y llevados a algún lugar secreto.
Fabeln bufó y se volvió hacia un lado. De detrás de la puerta les llegó una chillona advertencia:
—Los lamentos y las excusas son pobres sustitutos a los puntos. ¡Emulad a Fabeln! ¡Alardea ya de un punto, y planea un segundo para mañana! ¡Esto sí es un buen prisionero!
—¡Yo lo capturé! —afirmó Cugel—. ¿Acaso no tenéis honestidad? Yo lo envié a la cueva; ¡debería ser anotado a mi cuenta!
Zaraides lanzó una vehemente protesta.
—¡En absoluto! ¡Cugel distorsiona el asunto! ¡Si hay que hacer justicia, tanto Cugel como Fabeln deben ser anotados a mi cuenta!
—¡Todo sigue como antes! —dijo la chillona voz.
Zaraides agitó las manos y se puso a escribir pergaminos con un furioso celo. Fabeln se dirigió a una banqueta y se sentó en plácida reflexión. Cugel, arrastrándose junto a él, dio una patada a una de las patas de la banqueta y envió a Fabeln al suelo. Este se levantó y se lanzó contra Cugel, que le arrojó la banqueta.
—¡Orden! —exclamó la voz chillona—. ¡Orden, o habrá penalizaciones!