Los ojos del sobremundo (17 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Los ojos del sobremundo
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Sonó un gong, procedente de una dirección que Cugel no pudo determinar. Los armónicos vibraron en el aire, y cuando murieron la inaudible música se hizo casi audible. Desde muy lejos del valle llegó uno de los Seres Alados, cargado con una forma humana, cuya edad y sexo Cugel no pudo determinar. Planeó junto al risco y dejó caer su carga. Cugel creyó oir un débil grito y la música fue triste, majestuosa, sonora. El cuerpo pareció caer lentamente desde aquella gran altura y golpeó finalmente contra la base del risco. El Ser Alado, tras dejar caer el cuerpo, planeó hasta un alto reborde, donde dobló las alas y se irguió de pie como un hombre, mirando al valle.

Cugel se agazapó detrás de una roca. ¿Había sido visto? No podía estar seguro. Dejó escapar un profundo suspiro. Aquel triste y dorado mundo del pasado no le gustaba; cuanto más pronto pudiera abandonarlo, mejor. Examinó el anillo que le había dado Faresm, pero la gema brillaba como un cristal opaco, sin ninguna de las parpadeantes chispas que señalarían la dirección de TOTALIDAD. Era como Cugel había temido. Faresm había errado en sus cálculos, y Cugel nunca podría regresar a su propio tiempo.

El sonido de un aleteo le hizo mirar hacia el cielo. Se acurrucó tanto como le permitía la protección de la roca. La melancólica música creció y suspiró de nuevo, mientras a la luz del sol poniente la alada criatura planeaba sobre el risco y dejaba caer su víctima. Luego se posó en el reborde con un gran batir de alas y entró en una cueva.

Cugel se puso en pie y corrió agachado por el sendero, bajo el ambarino atardecer.

El sendero penetraba finalmente en un bosquecillo, y allí se detuvo Cugel para recuperar el aliento, tras lo cual siguió avanzando con mayores precauciones. Cruzó una franja de terreno cultivado donde se alzaba una choza vacía. Cugel la consideró como un refugio para la noche, pero creyó ver una forma oscura espiando desde el interior y pasó de largo.

El sendero se alejaba de los riscos, cruzando onduladas colinas, y justo antes de que el anochecer diera paso a la noche Cugel llegó a un poblado erigido en las orillas de un estanque.

Cugel se acercó prudentemente, pero se sintió animado por los signos de limpieza y buena economía doméstica. En un parque al lado del estanque se alzaba un pabellón posiblemente pensado para la música, el mimo o la declamación; rodeando el parque había una serie de casitas estrechas y pequeñas con altos gabletes, cuyos bordes estaban alzados en decorativas curvas. En el lado opuesto del estanque había un edificio más grande, con una adornada fachada de madera entrelazada y placas esmaltadas rojas, azules y amarillas. Tres altos gabletes servían como techo, y el central sostenía un panel intrincadamente tallado, mientras que los dos laterales mostraban una serie de pequeñas lámparas azules esféricas. En la parte frontal había una amplia pérgola que abrigaba unos bancos, mesas y un espacio despejado, todo ello iluminado con lámparas dé papel rojas y verdes. Allá descansaba la gente del poblado, inhalando incienso y bebiendo vino, mientras jóvenes y doncellas cabrioleaban al son de una excéntrica y agitada danza tocada por flautas y una concertina.

Envalentonado por la placidez de la escena, Cugel se acercó. La gente era de un tipo que nunca antes había encontrado, de no gran estatura, con cabezas generalmente anchas y largos e inquietos brazos. Su piel era de un intenso color calabaza; sus ojos y dientes eran negros; su pelo, también negro, colgaba liso a ambos lados de los rostros de los hombres y terminaba en un fleco de cuentas azules, mientras que las mujeres sujetaban su pelo con anillos blancos y pasadores, formando peinados de no poca complejidad. Lo rasgos mostraban barbillas y pómulos pronunciados; los grandes ojos, muy separados, caían de una curiosa manera en las comisuras exteriores. Las narices y las orejas eran largas y estaban bajo un considerable control muscular, proporcionando una gran viveza a los rostros. Los hombres llevaban faldellines negros de volantes, chaquetas marrones, sombreros consistentes en un ancho disco negro, un cilindro negro, otro disco más pequeño, todo ello rematado por una bola dorada. Las mujeres llevaban pantalones negros, chaquetas marrones con discos esmaltados en el ombligo, y en cada nalga una falsa cola de plumas verdes o rojas, posiblemente un indicativo de su estado marital.

Cugel surgió a la luz de las lámparas; inmediatamente todas ls conversaciones se interrumpieron. Las narices se pusieron rígidas, los ojos miraron, las orejas se fruncieron con curiosidad. Cugel sonrió a derecha e izquierda, agitó las manos en un saludo campechano que quería incluirlos a todos, y se sentó en una mesa vacía.

Hubo murmullos de sorpresa en distintas mesas, demasiado bajos para alcanzar los oídos de Cugel. Finalmente uno de los más viejos se levantó y se acercó a la mesa de Cugel. Dijo unas frases que Cugel consideró ininteligibles, porque, con una base insuficiente, el dispositivo de Faresm no había podido desentrañar aún su significado. Cugel sonrió educadamente, tendió las manos abiertas con las palmas hacia arriba en un gesto de bienintencionada impotencia. El viejo habló de nuevo, con una voz un poco más seca, y de nuevo Cugel indicó su incapacidad de entender. El viejo dio a sus orejas un seco tirón desaprobador y se dio la vuelta. Cugel hizo una seña al propietario, señaló el pan y el vino de una mesa cercana, y dio a entender su deseo de que le fuera traído lo mismo.

El propietario dijo algo que, pese a ser ininteligible, Cugel fue capaz de interpretar. Extrajo una moneda de oro y, satisfecho, el propietario se alejó.

Las conversaciones se reanudaron en varias mesas, y al cabo de poco tiempo los vocablos empezaron a tener significado para Cugel. Cuando hubo comido y bebido, se puso en pie y se dirigió hacia la mesa del viejo que primero le había hablado, donde hizo una respetuosa reverencia.

—¿Tengo tu permiso para unirme a tu mesa?

—Por supuesto, si ésta es tu inclinación. Siéntate.

—El viejo señaló una silla—. Por tu comportamiento supuse que eras no sólo ciego y sordo, sino también afligido por un retraso mental. Al menos, ahora resulta claro que puedes hablar y oír.

—Y también profeso la racionalidad —dijo Cugel—. Como viajero que viene de lejos, e ignorante de vuestras costumbres, pensé que era mejor observar primero durante unos momentos, no fuera a cometer un error social.

—Ingenioso pero peculiar —fue el comentario del viejo—. De todos modos, tu conducta no ofrece una contradicción explícita a la ortodoxia. ¿Puedo inquirir la urgencia que te trae a Farwan?

Cugel miró su anillo; el cristal estaba mate y muerto: TOTALIDAD se hallaba claramente en otro lugar.

—Mi país natal carece de cultura; así que viajo para ver si puedo aprender las modas y estilos de la gente más civilizada.

—¡No me digas! —El viejo meditó el asunto por unos instantes, luego asintió su aprobación—. Tus ropas y fisonomía son de un tipo que no me resulta familiar; ¿dónde se halla tu país de origen?

—¡En una región tan remota —dijo Cugel— que nunca hasta este instante tuve conocimiento de la existencia del país de Farwan!

El viejo aplanó sorprendido sus orejas.

—¿Qué? ¿El glorioso Farwan, desconocido? ¿Las grandes ciudades de Impergos, Tharuwe, Rhaverjand…, todas ellas sin haber sido nunca oídas? ¿Y qué hay de los ilustres sembers? Seguro que la fama de los sembers ha llegado hasta vosotros. Ellos expulsaron a los piratas de las estrellas; ellos trajeron el mar a la Tierra de las Plataformas; ¡el esplendor del palacio de Padara está más allá de toda descripción!

Cugel negó tristemente con la cabeza.

—Ningún rumor de esta extraordinaria magnificencia ha llegado a mis oídos.

El viejo administró a su nariz un saturnino retorcimiento. Cugel era claramente un bobalicón. Dijo secamente:

—Las cosas son como yo las he dicho.

—No lo dudo en absoluto —dijo Cugel—. De hecho, admito ignorancia. Pero cuéntame más, porque es posíble que me vea obligado a permanecer largo tiempo en esta región. Por ejemplo: ¿qué hay de los Seres Alados que moran en el risco? ¿Qué clase de criaturas son?

El viejo señaló hacia el cielo.

—Si tuvieras los ojos de un titvit nocturno tal vez notaras una luna oscura que gira en torno a la Tierra, y que es invisible excepto cuando arroja su sombra encima del sol. Los Seres Alados son habitantes del mundo oscuro, y su auténtica naturaleza es desconocida. Sirven al Gran Dios Yelisea de esta manera: cuando llega el momento de la muerte para un hombre o una mujer, los Seres Alados son informados de ello por la norna de la persona moribunda. Entonces descienden sobre el infortunado y se lo llevan a sus cuevas, que en realidad constituyen la abertura mágica a la bendita tierra de Byssom.

Cugel se reclinó en su asiento, con sus negras cejas alzadas en un irónico arco.

—Por supuesto, por supuesto —dijo, con una voz que el viejo consideró insuficientemente ansiosa.

—No puede haber ninguna duda respecto a la veracidad de los hechos tal como los he expuesto. La ortodoxia deriva de este fundamento axiomático, y los dos sistemas se refuerzan mutuamente; en consecuencia, cada uno queda doblemente validado.

Cugel frunció el ceño.

—Las cosas se producen indudablemente tal como dices…, ¿pero son los Seres Alados exactos siempre en la elección de sus víctimas?

El viejo golpeteó irritadamente la mesa.

—La doctrina es irrefutable, puesto que aquellos que toman los Seres Alados jamás sobreviven, ni siquiera aquellos que parecen hallarse en el mejor estado de salud. De acuerdo que la caída contra las rocas conduce a la muerte, pero es la bondad de Yelisea la que considera adecuado garantizar una extinción rápida antes que el desarrollo de un posiblemente doloroso cáncer. El sistema es beneficioso en su conjunto. Los Seres Alados acuden en busca solamente de los moribundos, que luego son arrojados a través del risco a la bendita tierra de Byssom. Ocasionalmente algún herético argumenta de otra forma, y en ese caso… Pero estoy seguro de que tú compartes el punto de vista ortodoxo.

—De todo corazón —afirmó Cugel—. Los dogmas de vuestra creencia son exactamente demostrables. —Y dio un largo sorbo a su vino. Cuando depositaba el vaso, un murmullo de música susurró cruzando el aire: unos acordes infinitamente dulces, infinitamente melancólicos. Todos los que permanecían sentados debajo de la pérgola guardaron silencio…, aunque Cugel no estaba seguro de que hubieran oído la música.

El viejo se inclinó ligeramente hacia delante y dio un sorbo a su vaso. Solamente entonces alzó la vista.

—Los Seres Alados están pasando ahora por encima mío.

Cugel tironeó pensativamente de su barbilla.

—¿Cómo se protege uno de los Seres Alados?

La pregunta estaba mal formulada; el viejo le miró con ojos llameantes, un acto que incluía el que sus orejas se enrollaran hacia delante.

—Si una persona va a morir, los Seres Alados aparecen. Si no, no necesita temer nada.

Cugel asintió varias veces.

—Has aclarado mi perplejidad. Mañana, puesto que tú y yo nos hallamos evidentemente rebosantes de salud, iremos a pasear un poco por las inmediaciones del risco.

—No —dijo el viejo—, y por esta razón: la atmósfera a tal elevación es insalubre; es probable que una persona inhale allí humos nocivos, que ocasionan daños importantes a la salud.

—Comprendo perfectamente —dijo Cugel—. ¿Abandonamos este deprimente tema? Por ahora estamos vivos y protegidos en cierto modo por las enredaderas que envuelven la pérgola. Comamos y bebamos y observemos cómo se divierten los jóvenes del poblado, que por cierto bailan con gran agilidad.

El viejo apuró su vaso y se puso en pie.

—Tú puedes hacer como quieras; para mi, ya es hora de mi Ritual de Humildad, un acto que forma parte integrante de nuestra creencia.

—Yo haré algo parecido un poco más tarde —dijo Cugel—. Te deseo que disfrutes plenamente de tu rito.

El viejo se marchó de la pérgola, y Cugel fue dejado solo. Al cabo de un rato algunos de los jóvenes, atraídos por la curiosidad, se le acercaron, y Cugel explicó de nuevo su presencia, aunque con menos énfasis sobre la bárbara tosquedad de su país nativo, porque varias muchachas se habían unido al grupo y Cugel se sentía estimulado por su exótico colorido y la vivacidad de sus actitudes. Fue servido mucho vino, y Cugel se dejó convencer de intentar los pateos, saltos y cabriolas que componían el baile local, que realizó sin excesivo descrédito.

El ejercicio lo llevó a una cercana proximidad con una muchacha especialmente seductora, que dijo llamarse Zhiaml Vraz. Al término del baile, ella rodeó con su brazo la cintura de él, lo condujo de vuelta a la mesa y se sentó sobre su regazo. Aquel acto de familiaridad no excitó ninguna desaprobación aparente entre los otros del grupo, y Cugel se sintió más envalentonado.

—Todavía no he reservado ninguna habitación para dormir; quizá debiera hacerlo antes de que se haga demasiado tarde.

La muchacha hizo una seña al posadero.

—¿Quizás has reservado alguna habitación para este extranjero de rostro tallado al cincel?

—Por supuesto; se la mostraré para que diga si le gusta.

Condujo a Cugel hasta una agradable habitación en la planta baja, amueblada con una cama, una cómoda, una alfombra y una lámpara. En una pared colgaba un tapiz tejido en púrpura y negro; en otra había una representación de un bebé particularmente feo que parecía atrapado o comprimido en un globo transparente. La habitación le encantó a Cugel; se lo hizo saber al posadero y regresó a la pérgola, donde la gente estaba empezando a dispersarse. La muchacha Zhiaml Vraz seguía allí, sin embargo, y dio la bienvenida a Cugel con una calidez que fundió los últimos vestigios de su cautela. Tras otro vaso de vino, se inclinó hacia el oído de ella.

—Quizás esté yendo demasiado aprisa; quizá confíe demasiado en mi vanidad; quizás esté contraviniendo el decoro normal del poblado…, pero, ¿hay alguna razón por la que no vayamos los dos a mi habitación, y allí nos divirtamos un poco?

—Ninguna en absoluto —dijo la muchacha—. No estoy casada, y hasta entonces puedo hacer lo que quiera, porque ésta es nuestra costumbre.

—Excelente —dijo Cugel—. ¿Te importa pasar antes y esperar dentro de la habitación, o caminar discretamente hasta la parte de atrás?

—Iremos juntos; ¡no hay necesidad de escondernos!

Fueron juntos a la habitación, y realizaron un cierto número de ejercicios eróticos, tras los cuales Cugel se hundió en el sueño del absoluto agotamiento, porque el día había sido abrumador.

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