—¿Qué? —exclamó Cugel, ultrajado—. ¿Parezco tan inocente? El precio es excesivo.
El soplador de vidrio volvió a colocar en su sitio herramientas, tubos de soplar y crisoles, sin mostrar ninguna preocupación ante la indignación de Cugel.
—El universo no evidencia ningún signo de estabilidad. Todo fluctúa, sube, baja, en ciclos; todo está impregnado de mutabilidad. Mis precios, que siguen los ritmos del cosmos, obedecen a las mismas leyes, y varían de acuerdo con la ansiedad del cliente.
Cugel retrocedió, disgustado, y el soplador de vidrio aprovechó la circunstancia para apoderarse de las dos lentillas.
—¿Qué pretendes? —exclamó Cugel.
—Devolver el cristal al crisol; ¿qué otra cosa?
—¿Y qué hay de la lentilla que me pertenece?
—La retengo como recuerdo de nuestra conversación.
—¡Espera! —Cugel inspiró profundamente—. Estaría dispuesto a pagar tu exorbitante precio si la nueva lentilla fuera tan clara y perfecta como la vieja.
El soplador de vidrio inspeccionó primero una, luego la otra.
—A mis ojos las dos son idénticas.
—¿Qué hay del foco? —desafió Cugel—. ¡Mira a través de las dos, luego da tu opinión!
El soplador de vidrio alzó ambas lentillas a sus ojos.
Una le ofreció una visión del sobremundo, la otra le transmitió una visión de la realidad. Golpeado por la discordancia, el soplador de vidrio se tambaleó, y hubiera caído si Cugel, en un esfuerzo por proteger las lentillas, no lo hubiera sostenido y guiado hasta un banco.
Cugel tomó las lentillas y arrojó tres terces al soplador de vidrio.
—Todo es mutabilidad, y así tus cien terces han fluctuado a tres.
El soplador de vidrio, demasiado absorto para replicar nada, murmuró algo y luchó por tender una mano, pero Cugel salió de su taller y se alejó.
Regresó a la posada. Allá se vistió con sus antiguas ropas, manchadas y desgarradas por el duro trato, y echó a andar a lo lago de la orilla del Xzan.
Mientras caminaba imaginó la inminente confrontación, intentando anticipar cualquier posible contingencia. Allá delante, la luz del sol destelló a través de las espirales de cristal verde de las torres: ¡la morada de Iucounu!
Cugel se detuvo para observar la excéntrica estructura. ¡Cuántas veces durante su viaje se había imaginado de pie allí, con Iucounu el Mago Reidor al alcance de su mano!
Subió el serpenteante sendero de losas marrón oscuro, y cada paso incrementó la tensión de sus nervios. Se acercó a la puerta delantera, y vio en el pesado panel un objeto que antes no había observado: un rostro tallado en la antigua madera, un rostro flaco de mejillas y mandíbula contraídas, ojos muy abiertos, labios crispados, la boca abierta en un grito de desesperación o quizá de desafío.
Con la mano alzada para llamar a la puerta, Cugel sintió que un estremecimiento se apoderaba de su alma.
Retrocedió del contorsionado rostro de madera, se volvió para seguir la mirada de los ciegos ojos…, cruzando el Xzan y más allá por encima de las imprecisas y desnudas colinas, tendiéndose hacia tan lejos como la vista podía alcanzar. Revisó sus planes. ¿Había algún fallo? ¿Algún peligro para él? Ninguno era evidente. Si Iucounu descubría la sustitución, Cugel siempre podía alegar error y sacar la lentilla genuina. ¡Había tanto que ganar con tan poco riesgo! Se volvió de nuevo y llamó al pesado panel.
Pasó un minuto. Lentamente, la puerta se abrió. Una corriente de aire frío lo abofeteó, arrastrando consigo un olor amargo que Cugel no pudo identificar. La luz del sol, sesgada por encima de su hombro, cruzó la puerta y se derramó sobre el suelo de piedra. Cugel contempló inseguro el vestíbulo, reluctante de entrar sin una invitación expresa.
—¡Iucounu! —llamó—. ¡Sal, para que pueda entrar en tu casa! ¡No quiero más acusaciones injustas!
Dentro hubo como una agitación, un lento resonar de pies. Iucounu salió de una habitación lateral, y Cugel creyó detectar un cambio en su fisonomía. La gran cabeza blanda y amarilla parecía más suelta que antes: las mandíbulas pendían fláccidas, la nariz colgaba como una estalactita, la mandíbula era poco más que un botón bajo la gran boca retorciente.
Iucounu llevaba un sombrero cuadrado marrón con cada una de las cuatro esquinas alzadas, una blusa marrón adamascada en negro, pantalones sueltos de gruesa tela marrón oscuro con bordados también negros…, unas ropas elegantes que Iucounu llevaba sin gracia, como si le fueran ajenas y se sintiera incómodo en ellas; dirigió a Cugel un saludo que éste encontró extraño:
—Bien, colega, ¿a qué vienes? Nunca aprenderás a caminar por los techos con las manos. —E Iucounu se cubrió la boca con las manos para ocultar una risita.
Cugel alzó las cejas, entre la sorpresa y la duda.
—No es éste mi propósito. He venido con un encargo de gran importancia: a saber, que la misión que emprendí en beneficio tuyo ha sido terminada satisfactoriamente.
—¡Excelente! —Exclamó Iucounu—. Ahora ya puedes darme las llaves de la caja del pan.
—¿La caja del pan? —Cugel le miró sorprendido. ¿Se había vuelto loco Iucounu?—. Soy Cugel, a quien enviaste al norte en una misión. ¡He vuelto con la lentilla mágica que permite ver el sobremundo!
—¡Por supuesto, por supuesto! —exclamó Iucounu—. Brzm—szzst. Me temo hallarme un poco extraviado entre tantas situaciones contrastadas; nada es como antes. ¡Pero te doy la bienvenida, Cugel, por supuesto! Todo está claro. ¡Te fuiste, has vuelto! ¿Cómo está el amigo Firx? Bien, espero. He añorado su compañía. ¡Un excelente compañero, Firx!
Cugel asintió con la cabeza, sin demasiado fervor.
—Sí, Firx ha sido realmente un amigo, una infatigable fuente de ánimos.
—¡Excelente! ¡Pero entra! Iré a buscar un refresco. ¿Qué prefieres: sz—mzsm o szk—zsm?
Cugel miró de reojo a Iucounu. Su comportamiento era más que peculiar.
—No conozco ninguno de los dos, así que prescindo de ambos, con la correspondiente gratitud, por supuesto. ¡Pero observa! ¡La lentilla mágica violeta! —y Cugel mostró la copia de cristal que había conseguido hacía tan sólo unas pocas horas.
—¡Excelente! —declaró Iucounu—. Lo has hecho muy bien, y tus transgresiones…, ahora lo recuerdo todo, tras buscar entre las múltiples circunstancias…, quedan en consecuencia declaradas nulas. ¡Pero dame la lentilla! ¡Debo ponerla a prueba!
—Por supuesto—dijo Cugel—. Te sugiero respetuosamente que, a fin de captar todo el esplendor del sobremundo, traigas tu propia lentilla y mires simultáneamente a través de las dos. Este es el único método apropiado.
—¡Cierto, completamente cierto! Mi lentilla; ¿dónde la escondería ese testarudo truhán?
—¿«Testarudo truhán»? —inquirió Cugel—. ¿Ha estado alguien trasteando con tus tesoros?
—Sí, es una forma de decirlo. —Iucounu lanzó una risita salvaje, luego pateó con ambos pies hacia un lado y cayó pesadamente al suelo, desde donde se dirigió al desconcertado Cugel—. Todo es uno, y ya nada tiene importancia, puesto que todo tiene que transpirar ahora en el esquema mnz. Sí. Tengo que consultar con Firx.
—En una ocasión anterior —dijo Cugel pacientemente—, sacaste tu lentilla de un armarito en aquella habitación que hay allá.
—¡Silencio! —ordenó Iucounu con repentina irritación. Se izó trabajosamente en pie—. ¡Szsz! Sé muy bien dónde está guardada la lentilla. ¡Todo está coordinado! Sígueme. ¡Descubriremos inmediatamente la esencia del sobremundo! —Emitió un ladrido de extemporánea risa, y Cugel lo miró de nuevo, más sorprendido que nunca.
Iucounu se deslizó en la estancia adyacente y regresó con la caja que contenía la lentilla mágica. Hizo un gesto imperioso a Cugel.
—Quédate exactamente donde estás. ¡No te muevas, recuerda a Firx!
Cugel asintió obediente con la cabeza. Iucounu tomó su lentilla.
—Ahora… ¡el nuevo objeto! Cugel le tendió la lentilla de cristal.
—¡Ponlas en tus ojos, las dos juntas, para que puedas gozar de toda la gloria del sobremundo!
—¡Sí! ¡Así es como debe ser! —Iucounu alzó las dos lentillas y las aplicó a sus ojos. Cugel, esperando verlo caer paralizado por la discordancia, agarró la cuerda que había traído consigo para atar al insensible sabio; pero Iucounu no mostró signos de impotencia. Miró a uno y otro lado, cloqueando de una manera particular.
—¡Espléndido! ¡Soberbio! ¡Una visión de puro placer!
—Se quitó las lentillas y las depositó con cuidado en el estuche. Cugel le miró hoscamente.
—Me siento muy complacido —dijo Iucounu, haciendo un sinuoso gesto con manos y brazos que desconcertó aún más a Cugel—. Sí —prosiguió Iucounu—, lo has hecho bien, y la insensata ofensa a mi persona queda olvidada. Ahora todo lo que falta es la devolución de mi indispensable Firx, y para ello debo colocarte en un tanque. Serás sumergido en un líquido apropiado durante aproximadamente veintiséis horas, que seguramente serán suficientes para hacer salir a Firx.
Cugel hizo una mueca. ¿Cómo podía uno razonar con un mago no sólo bufonesco e irascible, sino también loco?
—Una inmersión así podría muy bien afectarme adversamente —señaló con cautela—. Sería mucho mejor concederle a Firx un período de adaptación.
Iucounu pareció favorablemente impresionado por la sugerencia, y expresó su satisfacción por medio de una extremadamente intrincada danza, que realizó con una agilidad notable para un hombre de sus cortas piernas y corpulento cuerpo. Terminó la demostración con un gran salto en el aire, aterrizando sobre su cuello y hombros, con los brazos y piernas agitándose como los de un escarabajo vuelto boca arriba. Cugel lo contempló fascinado, preguntándose si estaba vivo o muerto.
Pero Iucounu, parpadeando ligeramente, recuperó su postura erguida.
—Debo perfeccionar las presiones y empujes exactos —rumió—. De otro modo hay violación. La eluctancia aquí es de un orden distinto que en el ssz—pntz. —Emitió otra gran risotada, echando hacia atrás la cabeza, y mirando al interior de la abierta boca Cugel vio, más que una lengua, una garra blanca.
Instantáneamente comprendió la razón del extraño comportamiento de Iucounu. De alguna forma, la criatura como Firx se había metido en el cuerpo de Iucounu y había tomado posesión de su cerebro. Cugel se frotó la mandíbula, interesado. ¡Una sorprendente situación! Pensó profundamente. Lo esencial ahora era saber si la criatura retenía la maestría de Iucounu de la magia. Cugel dijo:
—¡Tu sabiduría me asombra! ¡Estoy lleno de admiración! ¿Has añadido algo a tu colección de curiosidades taumatológicas?
—No; ya hay bastante con lo que tengo —declaró la criatura a través de la boca de Iucounu—. Pero ahora siento la necesidad de relajarme. La evolución que he realizado hace un momento me pide un poco de tranquilidad.
—Nada más sencillo —dijo Cugel—. La forma más efectiva para ello es apretar con intensidad el Lóbulo de la Volición Directiva.
—¿De veras? —inquirió la criatura—. Lo intentaré; déjame ver: éste es el Lóbulo de la Antítesis, y aquí está la Circunvolución de la Configuración Subliminal… Szzm.
Hay muchas cosas aquí que me desconciertan; nada era así en Achernar —la criatura lanzó a Cugel una aguda mirada para ver si el desliz había sido captado. Pero Cugel adoptó una actitud de completo aburrimiento; y la criatura prosiguió tanteando entre los distintos elementos del cerebro de Iucounu—. Ah, sí, aquí: el Lóbulo de la Volición Directiva. Ahora, una fuerte y brusca presión.
El rostro de Iucounu se crispó, los músculos se relajaron, y el corpulento cuerpo se derrumbó al suelo. Cugel saltó por encima y en un abrir y cerrar de ojos ató brazos y piernas de Iucounu y colocó una cinta adhesiva sobre su enorme boca.
Entonces Cugel bailó unos pasos propios. ¡Todo había ido perfectamente! Iucounu, su casa y su enorme colección de utensilios mágicos estaban a su disposición. Cugel miró el impotente bulto caído en el suelo y lo arrastró al exterior, donde podría cercenar convenientemente aquella enorme cabezota amarilla, pero el recuerdo de las numerosas indignidades, molestias y humillaciones que había sufrido en manos de Iucounu le hicieron detenerse. ¿Debía hallar Iucounu tan rápidamente el olvido, sin llegar a saber lo que le esperaba y sin remordimientos? ¡En absoluto! Cugel devolvió el fláccido cuerpo al interior, y se sentó en un banco cercano para meditar. Al cabo de unos momentos el cuerpo se agitó, abrió los ojos, hizo un esfuerzo por levantarse y, hallándolo imposible, se volvió para examinar a Cugel primero con sorpresa, luego con indignación. De su boca escaparon sonidos perentorios, que Cugel recibió con un gesto indiferente. Finalmente se puso en pie, examinó las ligaduras y la cinta de la boca, las aseguró doblemente, luego se dedicó a efectuar una cuidadosa inspección de la casa, en busca de trampas, engaños o cazabobos que el retorcido Iucounu hubiera podido instalar para los intrusos. Fue extremadamente cauteloso durante su inspección de la sala de trabajo de Iucounu, sondeándolo todo con un largo baston, pero si Iucounu había preparado algo no era evidente. Cugel miró en la estanterías de Iucounu y encontró azufre, acuastel, tintura de zyche y hierbas, con todo lo cual preparó un viscoso elixir amarillento. Arrastró el fláccido cuerpo a la sala de trabajo, le administró la poción, lanzó órdenes y persuasiones y finalmente, con Iucounu aún más intensamente amarillo por el azufre ingerido, con el acuastel humeando en sus oídos, con Cugel jadeando y sudando por el esfuerzo, la criatura de Achernar se extirpó a golpe de garras del estremecido cuerpo. Cugel la atrapó en un gran mortero de piedra, la redujo a pasta con una mano de almirez de hierro, la disolvió con espíritu de vitriolo, añadió desinfectante aromático y echó el limo resultante por un desagüe. Iucounu volvió a la consciencia y miró a Cugel con unos ojos inquietantemente intensos. Cugel le administró una exhalación de raptogen y el Mago Reidor, poniendo los ojos en blanco, volvió al estado de apatía.
Cugel se sentó para descansar un poco. Existía un problema: cómo mantener mejor inmovilizado a Iucounu mientras pasaban cuentas. Finalmente, tras buscar en uno o dos manuales, cerró la boca de Iucounu con un compuesto sellante, sujetó su vitalidad con un conjuro no demasiado complicado, luego lo metió en un alto tubo de cristal, que suspendió de una cadena en el vestíbulo.
Una vez hecho esto, y con Iucounu de nuevo consciente, Cugel retrocedió con una sonrisa afable en sus labios.