Tal era el poder de los inapreciables ojos mágicos del sobremundo, que podían exaltar a su portador a mundos de maravilla o hundirlo en el más tenebroso de los horrores. Por ello eran tan codiciados. Y así, Iucounu, el Mago Reidor, envió a un reacio ladrón, Cugel el Astuto, a una fantástica búsqueda para apoderarse de las valiosas y encantadas lentes violetas: en un arriesgado viaje por bosques de maravilla y paisajes encantados, a través de un mundo donde magia y ciencia son una sola cosa.
Jack Vance
Los ojos del sobremundo
La saga de la tierra moribunda II
ePUB v2.0
Zacarias01.09.12
Título original:
The Eyes of the Overworld
Jack Vance, 1966
Traducción: Domingo Santos
Portada: Antoni Garcés
Editor original: Zacarias (v1.0)
ePub base v2.0
En las alturas por encima del río Xzan, en el emplazamiento de algunas antiguas ruinas, Iucounu el Mago Reidor había edificado una mansión a su gusto particular: una excéntrica estructura de inclinados gabletes, con balcones, miradores, cúpulas, junto con tres torres espiraladas de cristal verde a través de las cuales la luz del sol brillaba en retorcidos destellos y con colores peculiares.
Detrás de la casa y al otro lado del valle, las bajas colinas se extendían como dunas hacia el horizonte, hasta el límite de la visión. El sol proyectaba cambiantes medias lunas de negras sombras; excepto esto, las colinas no tenían ningún detalle que las distinguiera: eran desnudas y solitarias. El Xzan, que brotaba en el Viejo Bosque al este de Almery, pasaba por debajo para luego, a tres leguas al oeste, unirse con el Scaum. Allí estaba Azenomei, una ciudad vieja más allá de todo recuerdo, notable no sólo por su feria, que atraía a gente de toda la región. En la feria de Azenomei Cugel había instalado un tenderete para la venta de talismanes.
Cugel era un hombre de muchas habilidades, con una disposición a la vez flexible y pertinaz. Era de largas piernas, mano diestra, dedos ligeros, lengua suave. Su pelo era del negro más negro, crecía hasta muy abajo de su frente, cubriéndola hasta casi las cejas. Sus penetrantes ojos, su larga e inquisitiva nariz y su sonriente boca proporcionaban a su delgado y huesudo rostro una expresión de vivacidad, sinceridad y afabilidad. Había conocido muchas vicisitudes, que le habían enseñado cautela, discreción y dominio a la vez de la osadía y del disimulo. Tras entrar en posesión de un antiguo ataúd de plomo -de cuyo contenido se había librado-, lo había convertido en un cierto número de tablillas de plomo que, estampadas con los apropiados sellos y runas, ofrecía a la venta en la feria de Azenomei.
Desgraciadamente para Cugel, a menos de veinte pasos de su tenderete, un cierto Fianosther había montado un gran puesto con artículos de mayor variedad y más obvia eficacia, de modo que cada vez que Cugel paraba a un transeúnte para alabarle los méritos de su mercancía, éste se limitaba a mostrarle el artículo que acababa de comprarle a Fianosther y proseguía su camino.
Al tercer día de la feria Cugel había vendido solamente cuatro tablillas, a precios apenas por encima del coste del plomo en si, mientras Fianosther apenas daba abasto en servir a sus clientes. Ronco de gritar fútiles atractivos, Cugel cerró su tenderete y se acercó al puesto de Fianosther a fin de inspeccionar su modo de construcción y la forma en que se cerraba y aseguraba la puerta.
Fianosther, al verle, le hizo señas de que se acercara.
—Entra, amigo mío, entra. ¿Cómo va tu negocio?
—Con toda sinceridad, no muy bien -dijo Cugel-. Me siento a la vez perplejo y decepcionado, porque mis talismanes no son obviamente inútiles.
—Puedo resolver tu perplejidad -dijo Fianosther-. Tu tenderete ocupa el emplazamiento del antiguo patíbulo, y ha absorbido esencias de desgracia. Pero creo que estabas examinando la forma en que están unidos los tablones de mi puesto. Lo verás mejor desde dentro, pero primero debo acortar la cadena del erb cautivo que vigila el lugar durante la noche.
—No es necesario —dijo Cugel—. Mi interés era solamente curiosidad.
—En cuanto a la decepción que sufres —prosiguió Fianosther—, no tiene por qué persistir. Observa estas estanterías. Verás que mis reservas están agotándose rápidamente.
Cugel no pudo hacer más que asentir ante aquello.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo?
Fianosther señaló a un hombre al otro lado del camino, totalmente vestido de negro. Era un hombre bajo, de piel amarillenta, calvo como una piedra. Sus ojos parecían nudos en una plancha de madera; su boca era ancha y curvada en una mueca de crónica sonrisa.
—Ahí está Iucounu el Mago Reidor —dijo Fianosther—. Dentro de poco acudirá a mi puesto e intentará comprar un libro rojo en particular, el compendio de Dibarcas Maior, que estudió bajo el gran Phandaal. Mi precio es más alto del que piensa pagar, pero es un hombre paciente y regateará al menos durante tres horas. En este tiempo, su casa queda desatendida. Contiene una enorme colección de artefactos taumatúrgicos, instrumentos y activantes, así como rarezas, talismanes, amuletos y grimorios. Me siento ansioso por adquirir esos artículos. ¿Necesito decir más?
—Todo esto está muy bien —dijo Cugel—, ¿pero cómo puede dejar Iucounu su casa sin ningún guardia o vigilante?
Fianosther hizo un gesto con las manos.
—¿Por qué no? ¿Quién se atrevería a robarle a Iucounu el Mago Reidor?
—Éste es precisamente el pensamiento que me retiene —respondió Cugel—. Soy un hombre de recursos, pero no un insensato temerario.
—Hay una fortuna a ganar —afirmó Fianosther—. Cosas deslumbrantes, maravillas más allá de todo valor, así como sortilegios, filtros y elixires. Pero recuerda, no te animo a nada, no te aconsejo nada; si eres detenido, tan sólo me has oído alabar las riquezas de Iucounu el Mago Reidor. Pero ahí viene. Rápido: vuélvete de espaldas para que no pueda ver tu rostro. ¡Estará tres horas aquí, eso te lo garantizo!
Iucounu entró en el puesto, y Cugel se inclinó para examinar una botella que contenía un homúnculo flotando en un líquido preservador.
—¡Mis saludos, Iucounu! —exclamó Fianosther—. ¿Por qué te has retrasado? ¡He rechazado magníficas ofertas por un cierto grimorio rojo, todo en tu beneficio! Y aquí… ¡contempla esta cajita! Fue hallada en una cripta cerca del emplazamiento de la antigua Karkod. Todavía está sellada, y ¿quién sabe qué maravilla puede contener? Mi precio son unos modestos doce mil terces.
—Interesante —murmuró Iucounu—. La inscripción…, déjame ver…, hummm. Sí, es auténtica. La caja contiene huesos de pescado calcinados, que eran usados en todo el Gran Motholam como purgante. Quizá valga entre diez o doce terces como curiosidad. Poseo cajitas eones más viejas, que datan de la Era del Fulgor.
Cugel avanzó con aire casual hasta la puerta, salió a la calle, y se puso a caminar arriba y abajo, considerando todos los detalles de la proposición tal como se la había planteado Fianosther. Superficialmente, el asunto parecía razonable: allí estaba Iucounu; allá estaba su casa, henchida de riquezas. Evidentemente, un simple reconocimiento no le podría hacer ningún daño. Cugel se dirigió hacia el este, siguiendo la orilla del Xzan.
Las retorcidas torres de cristal verde se alzaron contra el cielo azul oscuro, con la luz escarlata del sol prendida en las volutas. Cugel hizo una pausa, estudió cuidadosamente los alrededores. El Xzan discurría junto a él sin el menor sonido. Cerca, medio escondido entre álamos negros, alerces verde pálido y colgantes sauces había un poblado…, una docena de chozas de piedra habitadas por barqueros y campesinos de las tierras junto al río: gente que se ocupaba exclusivamente de sus propios asuntos.
Cugel estudió la forma de aproximarse a la casa: un serpenteante camino enlosado con piedra marrón oscuro. Finalmente decidió que cuanto más franca fuera su aproximación, menos complejas necesitarían ser sus explicaciones, si le eran exigidas. Empezó a subir la colina, y la mansión de Iucounu pareció gravitar sobre él. Llegó al patio delantero, hizo una pausa para examinar los alrededores. Al otro lado del río las colinas se extendían hasta perderse en la lejana bruma, tan lejos como el ojo podía alcanzar.
Cugel avanzó decidido hasta la puerta, llamó, pero no obtuvo respuesta. Estudió la situación. Si Iucounu, como Fianosther, mantenía un animal guardián, podía sentirse tentado de emitir algún sonido si era provocado. Cugel llamó en varios tonos: gruñendo, maullando, gimiendo.
Silencio.
Se dirigió de puntillas a una ventana y miró a una estancia tapizada en gris pálido, que contenía solamente un taburete en el cual, en una campana de cristal, había un roedor muerto. Cugel rodeó la casa, investigando cada ventana, y finalmente llegó al gran salón del antiguo edificio. Trepó ágilmente los toscos peldaños, saltó uno de los parapetos de adorno de Iucounu, y en un santiamén se halló dentro de la casa.
Estaba en un dormitorio. En una tarima, seis gárgolas que sostenían un lecho tenían sus cabezas vueltas hacia el intruso. De dos zancadas Cugel alcanzó un arco que se abría a una habitación exterior. Allí las paredes eran verdes y los muebles negros y rosados. Abandonó la habitación por un balcón que rodeaba una habitación central, iluminada por la luz que penetraba por unos miradores muy altos en las paredes. Debajo había cajas, baúles, estanterías y perchas conteniendo todo tipo de objetos: la maravillosa colección de Iucounu.
Cugel se detuvo allí, tenso como un pájaro, pero el silencio lo tranquilizó: era el silencio de un lugar vacío. De todos modos, había violentado la propiedad de Iucounu el Mago Reidor, y convenía ir con cuidado.
Cugel descendió un tramo de escaleras circulares hasta el gran salón. Se detuvo asombrado, rindiendo a Iucounu el tributo de una franca maravilla. Pero su tiempo era limitado; debía robar rápido y seguir su camino. Extrajo su saco; recorrió el salón, seleccionando con cuidado aquellos objetos de gran valor y pequeño tamaño: una vasija pequeña de asta, que emitía nubes de notables gases cuando eran apretadas algunas de sus protuberancias; un cuerno de marfil del que brotaban voces del pasado; un pequeño escenario donde pequeños trasgos vestidos de época aguardaban dispuestos para interpretar antiguas obras cómicas; un objeto como un racimo de uvas de cristal, cada una de las cuales mostraba una borrosa visión de uno de los mundos de los demonios; una vara de la que emanaban dulces de diversos sabores; un antiguo anillo grabado con runas; una piedra negra rodeada por nueve zonas de impalpable color. Pasó junto a centenares de jarras de polvos y líquidos, y se apartó también de las vasijas que contenían cabezas preservadas en coloreadas sustancias. Luego pasó a las estanterías repletas de libros, volúmenes de todos los tamaños, entre los que seleccionó con cuidado, tomando con preferencia aquellos encuadernados en terciopelo púrpura, el color característico de Phandaal. Seleccionó también reproducciones de antiguos mapas, y el pergamino despertado así de su sopor exhalaba un intenso olor a moho.
Volvió a la parte frontal del salón, pasando una urna donde se exhibían una veintena de pequeños cofrecillos metálicos, sellados con corroías cintas de gran antigüedad. Cugel seleccionó tres al azar; eran inesperadamente pesados. Pasó junto a varios enormes motores cuya finalidad le hubiera gustado explorar, pero el tiempo iba pasando y era mejor que empezara a pensar en volver a Azenomei y al puesto de Fianosther…