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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (34 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Un rumor ahogado se unió al sonido de la lluvia y poco después se desató el pánico: unos se persignaban mientras otros se hincaban de rodillas en el suelo y se frotaban el cabello con el fango en gesto penitente. Los monjes se removieron inquietos, especialmente el abad. Brian estaba desconcertado. Hasta ese momento había tenido al obispo por aliado…, pensó que incluso le debía la vida, pues Morann había avisado a los druidas cuando lo echaron moribundo al vertedero. Pero entonces Brian recordó la advertencia que el prelado le había hecho de no buscar el
sid
. Le había ofendido, y sus palabras incendiarias eran la consecuencia.

Dana, desde el pórtico, notaba que su corazón latía con fuerza. También ella había oído los rumores de que el final de los tiempos estaba cerca, los propios monjes lo habían comentado en el primer capítulo. Sólo faltaban tres años para la conclusión del primer milenio desde el nacimiento de Jesús, pero jamás lo había escuchado de la boca de un clérigo de rango.

—Es la voluntad de Dios que el Maligno recorra el orbe durante un tiempo causando terribles estragos que diezmarán la población —continuó el obispo—. Sólo los más puros, los santos, serán llamados… ¡Arrepentíos de vuestros pecados e implorad misericordia al Altísimo! —Abrió los brazos y abarcó la colina sobre la que se levantaba el monasterio—. ¡Los sellos de las puertas del infierno se romperán, como ha ocurrido aquí esta noche, y tened por seguro que nada bueno saldrá de allí!

El hermano Michel, con el gesto contraído por la ira, hizo amago de avanzar hacia Morann, pero Brian lo contuvo con un gesto seco. El abad se abrió paso y se situó frente a la muchedumbre. Su semblante sereno y la fuerza de sus ojos lograron sosegar los ánimos lo suficiente para hacerse oír. El obispo le lanzó una mirada furibunda, pero no podía impedir que interviniera.

—Las palabras sagradas son ciertas —dijo Brian—, y no niego que algunos han advertido de la inminente llegada del fin del mundo pronosticada por el apóstol. —Antes de que el pánico estallara de nuevo, el abad alzó los brazos y abarcó con ellos el monasterio—. Pero este lugar está consagrado a san Columbano, el más insigne santo irlandés, que cruzó el mar para evangelizar en los tiempos más oscuros que ha vivido el continente. Él fue la luz en el pasado y lo será aquí. ¿Por qué Patrick escogió el túmulo donde se alzaba una antigua fortaleza? ¿No es la fuerza de Dios la que retiene encadenado a Satanás? El monasterio cristiano es la llave que cierra las puertas del infierno; si lo abandonamos en estos años de incertidumbre, la Bestia podría salir de su celda… Es nuestra labor protegerlo, y si nuestra fe no flaquea, Satanás deberá buscar otro lugar para escapar. —El abad hizo una pausa y la gente empezó a hablar en voz baja; no sabían a qué discurso atenerse. Brian entonces concluyó—: Mis hermanos y yo velaremos por que así sea. Sois libres de marcharos…

—Sabias palabras, mi querido abad —dijo el obispo en tono conciliador. Sus ojos habían perdido el rastro de admiración que Brian recordaba de pasados encuentros. Había discutido su autoridad—. No puedo obligaros a que os marchéis si no lo deseáis, sólo pretendía advertir a estos pobres cristianos para que abominen de sus vicios y enderecen su vida.

—Como bien sabéis —intervino entonces Michel—, san Agustín afirmaba que el destino de todos los hombres está sellado por Dios desde el principio de los tiempos. —Sus ojos no disimulaban la cólera que había despertado en él la incendiaria arenga del obispo. Su siniestro aspecto logró apocar al prelado, y Dana, en la distancia, sintió admiración por él—. Las vanas palabras de los hombres no alterarán ni un ápice el destino de todos nosotros, sea el que sea…

Morann, a pesar de la repentina desazón que había aflorado en su mirada, asintió con una beatífica sonrisa. El miedo se reflejaba en el rostro de los presentes; el prelado sabía que la huella de su sermón sería difícil de borrar.

Mientras la muchedumbre regresaba a sus tiendas discutiendo acaloradamente en corros, Dana se acercó hasta el monasterio. Se había previsto la celebración de un humilde banquete en honor de los invitados, e imaginaba la tensión que reinaría en el refectorio, pero la escena que vio al fondo del claustro en obras la dejó atónita. Oculta tras una de las columnas aún sin capitel, vio a Michel fuera de sí, dispuesto a encararse al obispo mientras Brian trataba de contenerlo. La cólera que reflejaba el rostro del monje de mayor edad estremeció a la joven. Jamás lo había visto tan furioso, la oscuridad que vislumbraba en sus pupilas la llenó de negros presagios… Morann, con el semblante pétreo por la tensión, exigió a sus clérigos que buscaran al monarca para emprender el regreso a Mothair.

Cerca de Dana, un grupo de jóvenes sacerdotes del séquito del obispo miraban la escena con desconcierto y temor.

—¿Qué le ocurre a ese monje? ¡Parece endemoniado!

La muchacha reconoció que era cierto. Poco después apareció Cormac, que venía de rendir honores a su hermano, enterrado junto a la cruz del cementerio. Mientras el rey hablaba con el alterado Morann, Brian se acercó y, tras unas breves frases de cortesía, los otros rehusaron su invitación al banquete y se alejaron hacia el camino. Temerosa de que la mirada del rey se cruzara con la suya, Dana escapó de allí.

Antes de llegar a su cobertizo vio que el séquito de los invitados salía precipitadamente del cenobio. El obispo y el monarca habían decidido partir sin demora. Brian avanzaba junto al carruaje y trataba de que reconsideraran su decisión, pero no se detuvieron.

En el interior de cada
rath
, hombres y mujeres decidían su futuro. A partir de ese momento nada sería igual en San Columbano.

Azorada por tan extraños sucesos y por el recuerdo del furibundo rostro de Michel, Dana se retiró al interior de su cobertizo sin percibir la escuálida sombra que, oculta tras una de las tiendas, la observaba fijamente.

Ajeno a la lluvia que lo empapaba, Brian regresó al cenobio y se arrodilló frente a la cruz celta que ahora velaba el cuerpo de Patrick O’Brien, por fin en suelo consagrado. Reflexionaba sobre el efecto que la arenga del obispo tendría en los artesanos y canteros. La abertura del túmulo había puesto en su contra a la Iglesia de Clare; sin embargo, habían desvelado una incógnita que había permanecido oculta durante más de treinta años. Había dedicado mucho tiempo a buscar respuestas entre las ruinas, a comprobar si la historia era cierta. Todo parecía haber ocurrido tal y como relataba el mensaje llegado al monasterio de Bobbio tres décadas antes, y que él había repasado en el archivo una y otra vez. Pero, fiel al Espíritu de Casiodoro hasta el final, Patrick había conservado lo más valioso de su biblioteca y no había muerto en el ataque vikingo sino en la soledad del subterráneo. Deseaba enviar un detallado relato del hallazgo a Gerberto de Aurillac, pero en él figurarían asimismo las nuevas incógnitas que ahora le atormentaban: Patrick O’Brien confiaba en que algún día otros monjes del Espíritu acudieran a San Columbano, y en su agonía dejó escrita con sus uñas una velada acusación.

Brian no había previsto encontrar el cuerpo reseco del antiguo abad ni su postrero mensaje, y sentía un profundo dolor en el pecho. Acarició la tierra bajo la que habían quedado sepultados los restos y susurró una oración. Cada día luchaba por no desviarse de su objetivo principal; mantenía sellados sus secretos e incluso sus sentimientos para no tomar derroteros equivocados. No era ni el mayor ni el más experto de los hermanos del Espíritu, pero todos, y en primer lugar Gerberto, habían confiado en él sin reservas. Era mucho lo que podían perder si se desviaba. Aun así, en esa tarde plomiza necesitaba aliviar el peso que lo atormentaba.

Entre los edificios vio pasar a uno de los monjes rumbo al
scriptorium
. Se cubría con la capucha para protegerse de la lluvia y no lo reconoció; sin embargo, después de la discusión con Michel, deseaba cierto distanciamiento con la comunidad. Tras persignarse, se levantó del suelo y se sacudió la tierra adherida al hábito. Era absurdo seguir engañándose. Ansiaba ver sus ojos azules, siempre expectantes, y su sonrisa dulce mientras jugueteaba con su rubia trenza. Dana siempre había estado cerca de él; había compartido y admirado su mundo. Necesitaba hacerle partícipe de la delicada situación en la que se encontraba la comunidad y además tenía algo doloroso que explicarle. No sería fácil revelarle la última exigencia del rey. Había tenido que aceptarla para evitar mayores problemas… No deseaba separarse de ella. Le dolía imaginar que la joven perdiera su confianza en él, pero era el deber. Encontrarían el modo de afrontarlo.

Capítulo 36

El miedo la fustigó como el lacerante golpe de un látigo cuando la puerta se abrió y un hedor que conocía demasiado bien penetró en la cabaña. Una oscura silueta se recortaba contra la penumbra grisácea del exterior. La lluvia arreciaba y las gotas se escurrían por la grasienta capa.

—Ultán…

—Hola, Dana. Ha pasado mucho tiempo.

Ella se maldijo por no haber previsto aquel encuentro. Debía haber buscado refugio en el cenobio hasta asegurarse de que Ultán había regresado con la comitiva del rey. Nada quedaba del atractivo soldado de antaño. Estaba en presencia de un espectro demacrado. Cuando sonrió, su piel ajada se arrugó en mil pliegues resecos y dejó a la vista sus negras encías; había perdido varios dientes. Dana tragó saliva varias veces antes de recuperar el habla.

—¿Qué haces aquí?

El hombre extendió las manos, sucias.

—He venido a trabajar.

—¿Los monjes…? —comenzó, incrédula.

—¡Me han aceptado! —la cortó—. Tu querido Cormac les permite seguir aquí y les ha rogado que se apiaden de mí. El abad Brian sabe que no es prudente seguir ofendiendo al señor de estas tierras.

—¡Tendrías que estar lejos!

El mundo de Dana se tambaleaba y de pronto tomó conciencia de lo frágil que seguía siendo. Ultán dio un paso al frente y ella retrocedió instintivamente.

—Ya no debes temer nada de mí, Dana. He cambiado. Me siento como si hubiera despertado de una pesadilla. Viajé al continente y he tenido mucho tiempo para pensar y comprender que han sido demasiados los errores. Estoy dispuesto a perdonarte.

—¿Perdonarme? —La joven no podía dar crédito al tono melindroso de su voz.

—Olvidaré todo lo ocurrido… Podemos empezar de nuevo. ¡Aún eres mi esposa!

Aquella última frase consiguió que el miedo se tornara en ira.

—¡El obispo Morann estaba en lo cierto cuando dijo que el mismísimo Satanás aparecería en San Columbano! —Se sorprendió a sí misma de oírse hablar tan mordazmente—. ¿Hablas en serio cuando dices que podemos olvidar?

La cólera afloró en los ojos enrojecidos de Ultán mientras buscaba en los de ella a la criatura sometida e indefensa. Dana transmitía orgullo y desprecio, y eso era más de lo que él estaba dispuesto a soportar.

—Vengo a reconciliarme y me insultas…

Dana conocía bien el tono tenso y pausado de su voz, de furia contenida. Sus pies retrocedieron mientras él seguía bloqueando la única salida.

—Sólo quiero que te marches… —dijo ella bajando el tono.

—¿Qué estás haciendo con esos monjes? Dicen que vivías con el abad y que ahora eres amiga de todos. —La miró con repulsión y añadió—: No te basta con uno, ¿verdad?

—Márchate, por favor. —Las lágrimas pugnaban por aflorar a sus ojos.

—¡Tu casa es mi casa! Eso es un matrimonio. ¿No fue eso lo que nos prometimos?

Ultán comenzó a avanzar lentamente, gozando de su triunfo. La miró de arriba abajo, despacio, y Dana regresó al pasado y sus últimos resquicios de valor se desvanecieron como el humo. Incapaz de controlar su cuerpo, empezó a temblar y a llorar.

—Así me gusta. —El hombre dio un paso más, altivo—. Estás más hermosa que antes…, sin duda complacerás a esos lascivos monjes…

—No, por favor —dijo Dana entre sollozos—. ¡Ultán, te lo suplico!

Luchaba con todas sus fuerzas para no quedar atrapada en su telaraña de palabras y gestos cuando notó la gélida piedra del muro contra su espalda y dio un respingo. Su mente parecía haber reaccionado. Buscó algo a lo que aferrarse. Vio los rostros afables de Finn y Eithne, recordó las conversaciones joviales con los monjes, el rostro atractivo de Brian, sus verdes ojos cálidos… Sintió que las fuerzas volvían a ella y, sin pensarlo, tomó un tronco del montón de leña y se abalanzó contra el hombre. No oyó su propio grito que atravesó el campamento.

Aquella reacción pilló desprevenido a Ultán, que sólo pudo levantar un brazo para evitar que el golpe le hundiera la cabeza. Se desplomó manoteando y aullando de dolor, pero su instinto guerrero regresó y con una zancadilla derribó a su esposa.

—¡Maldita zorra!

Él se levantó rápidamente empuñando una daga.

—¡Si no quieres hacer las paces y ejercer de esposa, lo harás de puta, como antes, o estarás muerta!

—¿Qué está ocurriendo aquí? —tronó una voz.

Ultán torció el gesto lamentando no haber cerrado la puerta a su espalda y se apresuró a guardar el arma. Dana vio a Brian y se levantó de un salto.

—¡Contesta! —El abad había reconocido al agresor—. Tú eres Ultán, ¿verdad? El rey me ha hablado de ti.

—Quise hacer las paces, pero…

El monje se interpuso entre ellos y una repentina angustia atenazó a la mujer.

—¿Estás bien, Dana?

Ella asintió apenas. El frío del terror había penetrado hasta en lo más profundo de su alma; se acercó al fuego.

—¿Es cierto que lo habéis contratado? —logró susurrar.

Los ojos de Brian se oscurecieron. Había llegado el momento de explicárselo y temía su reacción.

—Trabajará un tiempo en las obras, así me lo han pedido el rey Cormac y el obispo. La caridad es una obligación que un benedictino no puede eludir, y después de lo ocurrido no podemos dejar que crezca la animadversión que se ha despertado contra San Columbano.

Ella bajó la cabeza. Las palabras de Brian le dolieron como una fuerte bofetada. Había sido un grave error instalarse en el cenobio y confiar en aquellos monjes.

—Dana, debes comprenderlo —dijo el monje con el dolor reflejado en su rostro.

Entonces reparó en la mancha húmeda del suelo, observó los bajos de la túnica de la mujer e imaginó lo ocurrido. La cólera cegó su temple y, apretando los puños, avanzó hacia Ultán, pero una mano firme lo detuvo.

—No os metáis en mis asuntos —dijo ella con voz seca y mirada distante—. Supongo que al vestir los hábitos también renunciasteis a la violencia…

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