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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (36 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Dana oyó pasos tras ella y, aturdida, levantó la cabeza. Absorbida por la lectura, había descuidado la atención. Recorrió con la mirada el claro del bosque, temerosa, pero al ver la silueta del hábito surgir de la espesura, sonrió. Una parte de ella lamentó la interrupción.

Se apresuró a ocultar los pergaminos en su zurrón y asió el códice medicinal que permanecía en su regazo. ¿Se conservaría el resto del relato del viaje en las entrañas de la Virgen? Recordaba haber dejado varias hojas similares, para disimular su saqueo, por lo que no albergaba esperanzas de conocer el desenlace. Estaba segura de que los monjes habían detectado la ausencia de las hojas que se había llevado, pero nada le habían recriminado en sus regulares visitas desde que los druidas les explicaron cómo llegar a su humilde
rath
.

El hermano Adelmo apareció entre los gruesos troncos del borde del claro y al verla, como siempre, sentada en el viejo tronco caído junto al pequeño
rath
, la saludó con un gesto cordial.

—La paz sea contigo, Dana.

—Bienvenido, hermano.

El monje cruzó el pequeño claro.

—¿No ha venido Eber? —preguntó ella, intrigada.

—Los trabajadores sufren golpes y caídas —respondió encogiéndose de hombros—. Debe atender sus necesidades. Por cierto, ha plantado un huerto de plantas medicinales frente al herbolario.

Ella asintió con orgullo; el monje irlandés velaba por los de su sangre casi como un padre.

—¿Has avanzado? —preguntó Adelmo señalando el tratado.

La joven posó sus manos sobre el viejo códice.

—Extraños remedios los de estos latinos… Algunas de las plantas que se describen tienen propiedades increíbles.

Adelmo asintió satisfecho.

—Todos los
frates
nos alegramos de que no hayas renunciado a tu aprendizaje.

—Eso me resulta curioso —comentó ella, pensativa—. Sé que en otras tierras las mujeres no están llamadas a cultivar la mente.

El monje torció el gesto.

—¡Pero aquí las mujeres siempre han mirado a los hombres a la cara! El hermano Eber insiste en ello una y otra vez. Es cierto que no es así en buena parte del orbe, pero la historia recuerda a numerosas mujeres cuyo valor y tesón, dada su condición, acrecientan aún más el mérito.

Dana pensó en Egeria y en su maravilloso viaje a tierras lejanas. Adelmo la miraba sonriente y añadió con gesto orgulloso:

—Algunas de ellas son fuente inspiradora del Espíritu de Casiodoro. Hace setenta años, una mujer llamada Wiborada ejercía de cuidadora de la biblioteca del monasterio de Saint Gall, en el centro de Europa. Dominaba el arte de encurtir los pergaminos y de encuadernar códices. En la noche de Walpurgis, una visión le advirtió del peligro, y Wiborada amaba tanto aquellos libros que se levantó de madrugada para ocultar la colección bajo tierra. A los pocos días se produjo una cruenta batalla, los locales vencieron a los invasores pero el fuego consumió el monasterio. Poco después encontraron el cuerpo de Wiborada, mutilado y vejado, sobre la húmeda tierra, debajo de la cual, enterrada, se halló intacta la biblioteca.

—Una triste historia.

—¡Una sublime lección para todos nosotros! ¡Era de los nuestros! —exclamó el veneciano con genuina emoción—. De hecho, deseamos que Wiborada sea proclamada santa de la Iglesia
[9]
.

Dana conocía la secreta vocación de aquellos
frates
. Hacía ya dos meses que no habitaba en el monasterio, sin embargo seguía sintiéndose parte de ellos. Su pequeño
rath
se hallaba a sólo una hora del cenobio si se conocía el intrincado camino que llevaba hasta allí a través de la espesura del robledal. Cuando el viento era favorable podía oír el sereno tañido de Santa Brígida anunciando los oficios. Brian había dado permiso a los monjes para que la visitaran, y a Dana no le faltaron las viandas que Roger le reservaba generosamente. Sólo una vez se había presentado el abad en su cabaña. El encuentro fue breve y tenso, salpicado de silencios incómodos para ambos, pero bastó para remover sus sentimientos. La mirada esmeralda del monje flotaba perenne en su mente.

Al poco de marcharse, la nieve cubrió la región, y Dana, como la naturaleza, se replegó en sí misma durante los fríos y grises días del invierno. Los druidas velaban por ella, aunque eran recibidos con una sonrisa ausente. Nadie le reprochó su huida precipitada de San Columbano, pero seguían estando convencidos de que su destino estaba vinculado al monasterio y a sus clérigos. «Todo requiere su tiempo», decía Eithne.

Mientras vagaba perdida en sus reflexiones se percató de la tensión que había aflorado en el rostro del hermano Adelmo: miraba con el ceño fruncido la espesura al tiempo que rozaba un bulto que ocultaba en el costado, bajo el hábito.

—Hermano Adelmo, ¿ocurre algo? —preguntó inquieta, dejando el libro a un lado.

—Esta vez no he venido sólo a visitarte. Brian me ha remitido un mensaje para que nos encontremos aquí.

Ella dio un respingo.

—¿Dónde está?

—Imagino que no tardará en llegar. —El
frate
la miró sombrío—. Desde la noche en que accedimos al
sid
no ha vuelto a ser el mismo… Pero en ninguno de los capítulos del monasterio ha compartido el motivo de su desazón. Sólo el hermano Michel sabe lo que azora su alma, pero insiste en que seamos pacientes.

Dana no supo qué decir y volvió el rostro para no mostrar su consternación.

—Durante el día pasa mucho tiempo alejado del monasterio, y por las noches se recluye en el interior del
sid
. Ha asumido personalmente la investigación del hallazgo —explicó Adelmo sin disimular su propio desconcierto—. Revisa a conciencia cada uno de los pergaminos de Patrick antes de trasladarlo arriba. Está buscando algo y…

Como si su mención lo hubiera convocado, Brian surgió de entre la espesura; los estaba observando.

Dana se levantó conmovida. El abad parecía agotado, pero una luz potente brillaba en sus ojos.

—¡Hermano Adelmo! ¡Dana! —Hizo esfuerzos por sonreír y avanzó hacia ellos lentamente, no podía disimular la tensión que dominaba su cuerpo.

El monje veneciano se acercó y hablaron en susurros. Poco después Adelmo sacó una espada enfundada en una vaina de cuero que había mantenido oculta bajo el hábito. Dana comprendió que ésa era la razón por la que lo había llamado y se estremeció. En cuanto el abad se ciñó el arma, Adelmo se despidió de Dana y desapareció rumbo al monasterio.

Dana miraba a Brian intrigada. Su corazón latía con fuerza en su presencia, pero no podía evitar que el hecho de verlo empuñando un arma la inquietara en lo más hondo.

—Celebro verte de nuevo, Dana.

—Yo también —respondió ella, cohibida—. Sé que las obras siguen a buen ritmo.

Brian la observó y dulcificó sus facciones. Temía proponerle sus intenciones y optó por demorar el momento.

—Los avances son patentes casi a diario —indicó un tanto ausente—. Mientras no falte piedra…

—¿Y la biblioteca?

Los ojos del abad destellaron. No podía renunciar a compartir su emoción con ella, como antaño.

—Hemos iniciado su reconstrucción por dentro —explicó con una sonrisa enigmática—. Nuestro astuto arquitecto, Berenguer, divide a los hombres en cuadrillas de doce y cada día los envía a un lugar distinto. Siempre entran en el edificio con los ojos vendados y son convenientemente desorientados.

Dana captó el deseo de Brian y quiso prolongar aquel momento de intimidad, dejando a un lado las viejas heridas.

—Hace unas semanas me dijeron que vais a construir unas puertas que se abren solas… ¿Magia?

—¡Ciencia! —exclamó Brian henchido de orgullo—. Como dijo el sabio griego Arquímedes: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo».

—Eso suena a herejía…

—En el
sid
he encontrado fragmentos perdidos de la
Hidráulica
de Herón de Alejandría, donde se describe la técnica de usar vapor de agua para mover objetos pesados. —No disimulaba su disgusto ante la irreparable pérdida—. A la humanidad le costará muchos siglos alcanzar la sabiduría de ese enigmático hombre.

—¿Y cómo están los ánimos en el campamento? —quiso saber ella, consciente de que desde la abertura del túmulo sus proyectos pendían de un hilo.

El monje mudó el rostro.

—Por las noches se ven resplandores cerca del círculo de piedras y se escuchan extraños cánticos. Aparecen restos de ofrendas a los pies de los robles más antiguos y florece el comercio de amuletos. —Hablaba con desaprobación—. El miedo impulsa a recuperar ritos de expiación.

—La fe en Cristo es aún joven aquí —dijo Dana a modo de justificación pensando en cómo lo diría Eber para no escandalizar a los monjes foráneos—. Muchos de estos robles ya medraban antes de que san Patricio fuera traído como esclavo durante su infancia…

—No es malo recordar el pasado —convino el abad—, pero creer en él es un camino hacia la perdición.

El silencio se instaló entre ambos, hasta que Dana se decidió por fin a quebrarlo.

—Reconozco que esta visita me desconcierta. Lo que he visto antes…

Los ojos de Brian refulgieron con determinación. Después de semanas de pesquisas, había llegado el momento.

—Salvo Adelmo, la comunidad no conoce mis intenciones y dudo que las aprobaran.

Dana lo miraba desconcertada. Le había visto esa misma expresión una vez, hacía mucho tiempo, en la sórdida mazmorra de Cormac.

—¿Y por qué os habéis reunido aquí? —inquirió ella, intrigada.

—Porque aquí estamos a mitad de camino del lugar al que vamos —explicó él con una sonrisa, pero viendo su expresión de extrañeza, se acercó, rozando con la mano la espada enganchada al cíngulo con una hebilla metálica, y añadió—: Dana, desde que te marchaste, uno de mis objetivos ha sido encontrar a Donovan, el tesorero de Cormac. —Aquello captó de inmediato la atención de la muchacha—. Ultán confesó que él podía saber el paradero de Calhan.

Brian calló durante un instante e intentó zafarse de la imaginaria voz de Michel conminándole a que recobrara la sensatez. Se había visto obligado a renunciar a la presencia de Dana, pero los anhelos y las desdichas de la mujer seguían profundamente arraigados en su alma. Era consciente de que estaba alcanzando la última frontera de los sentimientos que podía permitirse como benedictino, pero se conformaría con su gratitud, que sería eterna e incorruptible si lograba tener éxito en aquella empresa. Suspiró y continuó—: He tardado mucho tiempo, pero con la ayuda de los ancianos, y un buen puñado de peniques, ahora sé dónde está. —Dio un paso hacia ella y sonrió abiertamente—. He decidido rescatarlo para convencerle de que hable. Y deseo que me acompañes, aunque te advierto que puede ser peligroso.

Dana no dudó ni un instante; no tenía nada que perder. Sintió una oleada de calor en el pecho y deseó lanzarse a los brazos de Brian. Él la miraba con gesto anhelante, pero de pronto se volvió hacia el bosque.

Con el corazón desbocado, Dana escondió el libro y los pergaminos en el
rath
, cogió su capa y siguió al monje.

Capítulo 39

Mientras cruzaban el robledal a buen paso, Brian le explicó que Donovan se encontraba retenido en un viejo torreón de vigilancia, cerca del acantilado, al sur de Mothair. Se hallaban a media jornada de camino, pero Dana le guió por senderos que pocos conocían, y cuando alcanzaron la pradera que moría en el risco sólo era mediodía. No hablaron de nada más. Brian luchaba contra los remordimientos de saber que de nuevo estaba poniendo en peligro la misión de los
frates
, y Dana trataba de contener sus emociones repitiéndose que el destino de Calhan podía volver a escurrírsele de los dedos.

Justo en el borde del risco se erguía una torre cuadrada y estrecha, de dos plantas de altura, hecha de pizarra oscura y cubierta de moho. El viento había arrancado la techumbre años atrás y el abandono la había inclinado peligrosamente sobre el vacío. Era un torreón en ruinas, parecía a punto de derrumbarse.

—Cormac se ha deshecho de su tesorero —dijo Brian—, pero por alguna razón, lo mantiene con vida; dos soldados hacen guardia. Este lugar está aislado, sólo los pastores lo frecuentan. Los druidas han estado vigilando y sabemos que un clérigo del castillo acude a diario para traer víveres. Nadie tiene idea de qué piensa hacer el rey con él.

Dana tenía un mal presagio.

—Cormac no deja cabos sueltos —comentó—. Me extraña que Donovan esté retenido aquí, con sólo dos soldados… Si escapara, no dudaría en denunciar a su señor. —Tras un instante de reflexión, acabó confiándole una duda que la reconcomía desde hacía un rato—: Primero Deirdre, ahora el tesorero… Ambos le fueron fieles durante décadas. ¿Por qué tantas precauciones por un simple niño? En realidad, nadie sabe que es hijo suyo, y yo no soy digna de crédito.

El rostro de Brian se oscureció; observaba la negra torre recortada contra el cielo gris, cargado de lluvia, y ni apartó la mirada ni dijo nada. Algo en su actitud pensativa intrigó a Dana. Aquella arriesgada acción ocultaba motivos que el monje callaba, estaba segura.

Aguardaron apostados tras unos matorrales que les permitían observar la llanura desde una distancia prudencial. Dana no sabía cuál era el plan del monje, pero decidió esperar. Sus cuerpos permanecieron juntos, inmóviles, sintiendo el calor del contacto.

Al rato, un soldado salió del torreón y caminó con aire aburrido por la planicie. Brian se puso tenso.

—Es el momento.

Dana le cogió del brazo, angustiada. Se olvidó de su condición de monje y le habló con familiaridad.

—Brian, ¿estás seguro?

Él vaciló. Se quitó la cruz y le pasó la mano por el rostro. La lucha que se libraba en su interior era intensa. Ella cerró los ojos, reconfortada por la caricia, y al abrirlos de nuevo él ya se estaba alejando.

—Haz lo posible por que no te reconozcan —susurró ella sin saber si podría oírla—, o el monasterio sufrirá la ira del rey.

Al ver al solitario monje, cubierto con la capucha, que se acercaba con paso tranquilo, el soldado se irguió. Levantó su lanza y al momento la bajó de nuevo, aunque seguía mostrando una actitud desconfiada.

—¡Parece que el rey se siente generoso! Ya han venido a traernos víveres esta mañana.

—Esta vez me envía para que administre los sacramentos al prisionero —comentó el monje en gaélico al tiempo que aceleraba el paso.

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