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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (35 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Brian la miró desconcertado ante el rencor que destilaba. El antiguo soldado aprovechó aquel momento para escabullirse de la cabaña.

En cuanto el hedor de su marido comenzó a disiparse, el miedo remitió y la dejó abatida y humillada. La mirada solícita de Brian se le antojaba insoportable.

—Dana, escúchame…

—¡No necesito explicaciones! —le interrumpió ella mientras se volvía para recoger sus escasas pertenencias—. Éste es vuestro monasterio, vos sois el abad y yo soy una simple sirvienta.

La acritud de sus palabras hirió a Brian. Viendo el pánico que se había desatado entre los artesanos, no había tenido más remedio que ceder ante las peticiones del monarca para no agravar más la situación. Debía evitar nuevas arengas en la iglesia de Mothair y entre los jefes de los clanes. Había imaginado la inquietud de Dana, pero se dijo que ellos la protegerían de Ultán y tratarían de mantenerlo alejado del monasterio. Sin embargo, no había podido prever el alcance de su reacción, y no la culpaba.

—¿Te marchas?

Dana se volvió hacia él y se secó las lágrimas con el dorso de las dos manos.

—Debo gratitud a toda la comunidad, pero no puedo permanecer aquí. —Levantó la mano—. ¡No me habléis de perdón! No se trata de eso. ¡Simplemente mi corazón no puede soportar enfrentarse de nuevo a lo que sufrí bajo su yugo! ¡Ya lo habéis visto!

El monje bajó la mirada, abatido. Se hallaba de nuevo ante un sombrío cruce de caminos. Una vez había puesto en peligro la misión por salvarla. Deseaba hacerlo de nuevo, pero ahora todo era distinto. La biblioteca que habían traído y la de Patrick formaban posiblemente la mayor colección de textos del orbe en ese momento, y no estaría debidamente protegida hasta el final de las obras. No podía arriesgarse a que los trabajos se detuvieran. Cuando habló de nuevo, sus palabras le supieron a bilis.

—¿Adónde irás?

Ella se mordió el labio. ¿Acaso había esperado otra reacción? ¿Que le rogara que se quedase junto a él? ¿Que le dijera que Ultán sería expulsado? ¡Sólo era un monje! ¡Su corazón pertenecía a Dios y a sus malditos libros! En eso jamás le había mentido. Su corazón latía desbocado y deseó estar sola.

—No temáis —dijo sin el menor deseo de encontrarse con su mirada anhelante—, en cualquier lugar estaré mejor que aquí. Ahora marchaos, por favor.

Brian permaneció ahí quieto un instante, como si una extraña fuerza dominara su voluntad, pero finalmente, ante la actitud esquiva de la joven, dio media vuelta y salió. El crepúsculo se cernía sobre el cenobio y la sombría niebla lo engulló de inmediato.

Poco después, el cobertizo cerca de la muralla quedaba abandonado.

Con Ultán merodeando por el campamento, a Dana la noche se le antojó siniestra. Evitó las hogueras que brillaban formando coronas anaranjadas en la neblina y salió furtivamente, sin pararse a hablar con nadie. De pronto, aunque se había prometido no ceder, se detuvo para contemplar el lugar donde había encontrado una efímera dicha. Las lágrimas le enfriaban el rostro. No había imaginado que todo acabaría así. De repente recordó algo y se debatió durante un instante. Finalmente suspiró, dio media vuelta y bordeó el campamento rumbo al monasterio.

Adelmo abrió las puertas y la saludó con gesto apenado.

—Sólo quiero rezar un instante en la iglesia —comentó ella forzando una tímida sonrisa—, puede que pasen años antes de que pise de nuevo una.

Los monjes se congregaron a su alrededor con actitud apenada. Michel parecía haber recuperado la calma y la observaba desde la distancia. Nunca había aprobado su presencia en el monasterio, pero no había en él expresión de satisfacción ni de triunfo. La observaba con sus ojos penetrantes, arañando su alma. Cuando Dana lo vio alejarse hacia el
scriptorium
tuvo la extraña sensación de que algo había cambiado en el ambiente del monasterio y no pudo evitar recordar las palabras del obispo acerca del mal que emergería del
sid
. Pero no dijo nada. Ya no formaba parte de ellos.

Los monjes la obsequiaron con palabras de aliento y todo tipo de bendiciones, pero ninguno criticó la decisión del abad que había provocado su marcha. Había esperado otra reacción de ellos, más mundana tal vez, pero se esforzó por no guardarles rencor; eran hombres de Dios, ajenos a las penas humanas, incapaces de comprender cuánto se podía hacer sufrir a una mujer en aquella sociedad de la que ellos se habían apartado. Además, debían absoluta obediencia a su superior.

La ausencia de Brian en el último instante era una nueva herida en su cansado corazón. Había confiado en que esos singulares monjes, que guardaban afiladas espadas en el fondo de un viejo arcón, algún día le ayudarían a buscar a su hijo. Esa expectativa había sido más poderosa incluso que el ruego de los druidas para que permaneciera en el monasterio. Si se marchaba, ya no podría contar con ellos, pero no tenía alternativa. Su cuerpo se estremecía al imaginar que allá en el campamento unos ojos enturbiados por el vino la acechaban llenos de ira y crueldad. Si Dios era misericordioso, tal vez en el futuro podría emprender la ansiada búsqueda de Calhan.

—Quiero estar sola un instante ante la Virgen —se excusó con un hilo de voz.

Intentando no desmoronarse, ascendió la suave pendiente hacia el pequeño templo rogando que nadie la siguiera. Todos los interrogantes que envolvían San Columbano seguían en el aire, pero Dana ya estaba preparada para entender alguna respuesta y sabía dónde podría encontrarla.

Miró la talla de madera oscura y recordó lo que ocultaba. Ese secreto sería el justo pago por el tiempo que había pasado junto a Brian.

Capítulo 37

Sentado en una roca al borde del acantilado, Ultán apuró la jarra de vino y con pulso tembloroso la arrojó al abismo. La oscuridad la engulló y el fragor del mar embravecido ahogó el sonido al estrellarse contra las rocas. Aturdido por el alcohol, no oyó los pasos de la sombra que se acercaba con sigilo y no pudo evitar la mano que lo agarró por la nuca y lo obligó a inclinarse peligrosamente al vacío. El pánico lo invadió, pero fueron inútiles las brazadas buscando zafarse de la poderosa zarpa que lo mantenía a un paso de la muerte.

—¡Piedad! —gimió sabiéndose perdido.

—Sólo quiero una respuesta… Si mientes, lo sabré y ni siquiera te dará tiempo de pedir perdón.

El antiguo soldado se estremeció al escuchar la voz del abad; le sorprendió que un monje tuviera tamaña fuerza. Por un instante pensó en intentar revolverse, pero aquella voz taimada, desprovista de la serenidad propia de un humilde monje, sugería que el menor movimiento causaría su desgracia.

—No sé qué…

—¿Qué hiciste con el pequeño Calhan?

—No sé de qué me habláis.

—¡El hijo de Dana!

Ultán boqueaba, intentaba respirar, pero la mano que asía su nuca apretó con más fuerza.

—Se… se lo entregué a Cormac. Él me lo ordenó. Era su hijo.

—¿Estás seguro de eso?

—Yo… —La angustia le impedía hablar y gruesas lágrimas cayeron hacia el negro abismo. Podía oler la humedad salada que se elevaba del fondo.

—¿Hay alguien que sepa algo más? —preguntó el abad.

—Tal vez alguien de su confianza en la fortaleza… Pero lo ignoro. Cormac no quiso revelarme qué haría con el pequeño, y yo temía su ira.

—¡Sin duda alguien más sabe algo!

—Sé de una cocinera…

—Deirdre… —Notó una punzada de dolor en su pecho. La visión de su cara roída por las ratas y descompuesta seguía viva en su recuerdo. Había muerto por su causa—. Que Dios se apiade de su alma… ¿Alguien más?

—El viejo Donovan. Era el encargado de las cuentas del monarca.

—¿Dónde está?

—No lo sé. En la fortaleza de Cormac, supongo…

Brian rugió y su mano tembló. Ultán gimió presa del pánico, pero de pronto se vio impulsado hacia atrás y cayó sobre la hierba empapada. A pesar de la oscuridad, podía adivinar el rostro encendido del abad. No era un simple monje, de eso estaba seguro.

—Ultán… —susurró Brian con los dientes apretados—. No deseo ofender a Cormac y al obispo Morann. Los recibí como huéspedes de honor y accedí a algunas peticiones, entre ellas a apiadarme de ti. Has sido acogido para que trabajes y redimas tu despreciable conducta. Mancillaste el sagrado vínculo del matrimonio desde el principio. ¡Ni ante los hombres ni ante Dios eres digno de Dana! Esta noche estás borracho, pero mañana marcharás a las canteras acompañando a los carros y ayudarás a los canteros a traer las piedras. Serás justamente compensado por tu labor, pero no quiero ningún problema: jamás molestes a tu esposa. Nosotros no nos sometemos a las Leyes Brehon. —Entornó los ojos y espero a ver cómo el otro se estremecía al comprender la amenaza—. Aquí, quien comete una falta es castigado sin piedad. ¿Lo has entendido?

Ultán asintió, notaba la base del cuello entumecida. Era el momento de plantar cara al monje, pero no tuvo fuerzas para hacerlo. Sus ojos, con la mirada borrosa por efecto del vino, lo veían erguido, con las piernas separadas y los brazos ligeramente abiertos, tenso como las cuerdas de un arpa; la pose de un guerrero presto para el combate.

—Que Dios te guarde.

El monje se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad.

—Sólo me someto a Cormac; no lo olvidéis, hermano Brian… —susurró Ultán entre dientes en cuanto estuvo seguro de que no lo oía.

Capítulo 38

Los rayos del sol se filtraban entre las ramas de los robles, salpicando de una brillante luz amarilla el follaje empapado de rocío y dando una breve tregua al duro invierno. Dana se sentó sobre un viejo tronco, junto al
rath
, y aspiró con fuerza para impregnarse de la paz del bosque. En sus manos tenía los pergaminos manuscritos que había sustraído del interior de la talla de la Virgen. Durante las últimas semanas, en la soledad del robledal, había conseguido desentrañar fragmentos de su abigarrada letra latina, en letras minúsculas y carente de la gracia y regularidad del
Dioscórides
, y había interpretado los trazos y las abreviaturas hasta familiarizarse con la caligrafía. Estaba preparada para entender la crónica narrada y, despacio, pasando el dedo sobre cada línea, se vio arrastrada hacia un tiempo y un lugar extraños, inimaginables en su reducido mundo.

El día amaneció lentamente y un rayo de sol penetró en el desfiladero hasta iluminar la roca gigantesca que se alzaba sobre nuestras cabezas como un dedo sarmentoso y que se hallaba unida a la montaña por una delgada base. Era de color rojizo con vetas negras horizontales. Uno de los guías me sonrió y me dijo el nombre de la piedra, una palabra incomprensible que soy incapaz de reproducir en este relato pero que escuché con una sonrisa, pues cada rincón de aquel extraño paisaje estaba vivo para los beduinos, tenía un nombre y un espíritu al que no debíamos perturbar.

Las noches en el árido desierto eran intensamente frías, y en cuanto me moví, sentí la mordedura de los miembros entumecidos. La pierna me dolía y recé para que la herida no se hubiera infectado. El combate con los salteadores que nos habían sorprendido la tarde anterior había sido encarnizado. Aquellos incautos habían errado al evaluar la capacidad de defensa de la caravana de extranjeros que cruzábamos su agreste territorio y habían pagado cara su osadía. Pero en cuanto el rumor de la derrota se extendiera, todo el clan exigiría nuestras cabezas; esperábamos estar lejos de allí para entonces.

Me levanté con dificultad y me acerqué hasta el hermano Juan, que yacía envuelto en su capa, temblando. Tenía fiebre, y eso me inquietó. Los guías beduinos se encogían de hombros y me señalaban la bolsa, junto a uno de los camellos, donde guardaban ungüentos malolientes cuya eficacia ya habíamos comprobado. Sonreí asintiendo hasta que se alejaron en grupo para extender sus esteras de esparto y frotarse las manos con la fina arena.

Por mi parte, llamé a los monjes, también nosotros debíamos rezar laudes y agradecer a Dios la dicha de un nuevo día. A mi lado, el hermano Michel me sonrió, su pálido semblante se veía cansado. Era extraño ver sus fuerzas menguadas. Mi rostro, quemado por el sol, sin afeitar desde hacía semanas, comenzaba a semejarse a la tez de los resecos pellejos de los guías locales. Había pasado una semana desde que salimos de las murallas de la ciudad santa de Jerusalén, tras ser acogidos por infieles de corazón generoso, y tres días desde que dejamos de avistar la azulada superficie del mar Muerto, siempre rumbo al sur, aunque me cuidaré de revelar nuestro destino por si este escrito cae en manos impías.

El sol nos abrazaba durante el día. Las noches eran gélidas y oíamos a los escorpiones corretear a nuestro alrededor. La profunda impresión de haber hollado los santos lugares donde vivió Nuestro Señor comenzaba a quedar en el olvido ante los peligros que nos acechaban en aquel desierto inhóspito. Además, el estado del hermano Juan, el único monje herido de gravedad en la escaramuza, nos preocupaba profundamente. Si los remedios beduinos no eran suficientes, la arena estéril del desierto sería su tumba.

Mientras rezábamos a nuestro Dios oíamos de fondo el canturreo que alababa la grandeza de Alá; ambas comunidades debíamos respetarnos, ése había sido el mudo pacto entre nosotros. Poco después nos aprestamos a levantar el campamento y a borrar la huella de nuestra presencia enterrando las cenizas de la hoguera y alisando la arena. Nos encontrábamos justo en la entrada del imponente desfiladero: una estrecha garganta de paredes verticales, que penetraba en la montaña formando un sinuoso sendero; una vía angosta, inquietante, cincelada por un torrente seco, que semejaba la entrada a un reino mágico del que hablaban viejas leyendas.

Y algo así era lo que describía el viejo manuscrito. Tal vez sea el momento de revelar el hallazgo de esa carta perdida que Dios quiso devolver a la luz desde un nicho polvoriento oculto en la biblioteca del monasterio de Montecassino, al sur del Lacio, fundado por nuestro padre el santo Benito de Nursia. La excelente calidad del pergamino había preservado el texto, una copia del original escrito siete siglos antes, cuando Roma gobernaba aún el orbe pero ya bajo la luz de la verdadera fe. El cenobio había sido saqueado por los lombardos en el año 584, pero los monjes lograron ocultar parte de los tesoros allí guardados. Por fortuna, el texto fue recuperado siglos más tarde, cuando se restableció el edificio, pero aquella carta, separada del resto del escrito, permaneció oculta hasta hace un año. Cuando recibimos el mensaje del abad, hermano en la fe y unido al Espíritu de Casiodoro, partimos sin dilación para estudiar el hallazgo.

No puedo evitar sentir una profunda fascinación por la mujer que plasmó aquella experiencia. Si los copistas posteriores no realzaron el texto, puedo asegurar sin temor a equivocarme que se trataba de una de las féminas más cultas que el mundo ha conocido. El códice original era un relato detallado del viaje a Tierra Santa efectuado por una audaz monja que vivió en la provincia Gallaecia, en el húmedo extremo occidental de Hispania. Una mujer llamada Egeria —sin duda de noble linaje y de un valor superior al de la mayoría de los hombres— que, deseosa de visitar los sagrados lugares escogidos por Nuestro Señor para encarnarse, emprendió, bajo la protección de nuestro Dios benevolente, una larga singladura, recorriendo miles de millas por las viejas vías romanas y hospedándose en
manio
o en monasterios, hasta ver cumplido su deseo.

Sus pies ascendieron el sagrado monte Sinaí, contempló con lágrimas en los ojos Jerusalén, Belén, Galilea y Hebrón. Recorrió el país de Gesén, el monte Nebo y Samaría. Se encomendó a san Pablo en Tarso, visitó Edesa, Siria, Mesopotamia y otros santos lugares que la Biblia menciona, hasta que su crónica se interrumpe en Constantinopla.

Pero la carta que nos mostró el abad de Montecassino había quedado apartada sin explicación de aquel maravilloso viaje. Egeria había anotado el relato de un pastor que a cambio de un generoso pago estaba dispuesto a guiarla a una ciudad excavada en una agreste montaña a varios días de camino desde Jerusalén, oculta a quienes no sabían cómo llegar a ella. Aseguraba con aire de mercader que su esplendor había durado mil años, aunque el lugar estaba habitado desde poco después del diluvio. Los romanos hicieron de ella un vergel, hasta que un terremoto, veintiséis años antes de que Egeria tomara sus notas, la arrasó. Ahora un puñado de pastores residían entre templos y tumbas majestuosas, excavando aquí y allá con la esperanza de encontrar algo de valor que vender en los mercados de Jerusalén o Damasco. Había demasiados lugares santos a los que Egeria se sentía llamada por su inquebrantable fe, y rehusó la proposición incluso cuando el raposo pastor le aseguró que durante décadas había existido un pequeño monasterio donde se guardaban valiosos escritos de tiempos antiguos que las familias acomodadas ofrecían a cambio de misas y oraciones. La astuta mujer le entregó unas monedas a cambio de cierta información, y la carta terminaba con un extraño plano que señalaba la ciudad y el emplazamiento del cenobio.

Nada más hizo falta para que emprendiéramos, siempre fieles al espíritu de Vivarium y a su fundador Casiodoro, el difícil viaje en busca de aquella biblioteca perdida; ansiábamos encontrar allí lo que la ignorancia y la intransigencia aún hoy echan a perder en tantos lugares. Mientras las piras de manuscritos paganos arden en el viejo orbe, destruyendo la sabiduría de los antiguos sabios cuyos nombres no son Platón o Aristóteles, nosotros tratamos de recuperarla y protegerla, como prometimos, a riesgo de nuestra vida, pues el regalo más valioso de Dios por debajo de la fe es el conocimiento.

Comenzamos a internarnos por el estrecho desfiladero pisando arena y guijarros rojizos y observando la belleza de los muros, de areniscas doradas, rojas y azules, que se erigían verticales a ambos lados. Mientras la garganta se internaba formando curvas sinuosas, yo pensaba en Egeria, en la emoción de la aventura que habría sentido si hubiera accedido a visitar la ciudad perdida.

Nuestro avance por la angosta torrentera era lento, los guías hablaban en voz baja, y antes de dar un paso, observaban cada recodo y pliegue de las rocas. Llevábamos al hermano Juan en una camilla, y los beduinos nos obligaron a amordazarle para que en sus delirios no profiriera un alarido delatador. A una muda señal, uno de ellos, un muchacho imberbe, se adelantó, se perdió entre los meandros del desfiladero y no regresó hasta pasado el mediodía, y lo hizo con una sonrisa en los labios. Había comprobado que ningún peligro nos acechaba y regresó gritando una palabra que jamás olvidaré. El mozalbete nunca había estado allí y sus ojos reflejaban la profunda impresión que le había causado ver el primer resquicio de la ciudad: Petra.

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