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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (32 page)

BOOK: Las horas oscuras
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—Estos trazos bien podrían ser letras —aventuró por fin Roger.

Los signos, irregulares y separados, dificultaban su interpretación. El hermano Michel se acercó y pasó suavemente sus dedos sarmentosos por cada hendidura. Con los ojos cerrados fue identificando los trazos, como si evocara el terrible momento en que fueron trazadas.

—Es una palabra… —musitó totalmente concentrado en la sensación de las yemas de los dedos—. Es latín…

Los demás se inclinaron en silencio, para no interrumpir al monje, y acercaron la antorcha.

—No es fácil, pero diría…
proc…tor…
No…
prodictor
indicó al cabo de un momento. Su voz recorrió el
sid
y reverberó en las losas.

Dana sintió un temblor en el ambiente seguido de un súbito escalofrío.

—Traidor —tradujo Brian con la mirada fija en el monje de mayor edad.

Un tenso silencio se posó sobre los
frates
. El cambio en el semblante de Brian impresionó a Dana. La gravedad de su expresión daba a entender que comprendía el significado de aquel hallazgo, y la muchacha se preguntó si ése sería el verdadero motivo de su obsesiva búsqueda, uno de esos secretos que el abad guardaba con celo y que ella ansiaba conocer. Excepto Michel, el resto de los monjes parecían tan desconcertados como ella ante la reacción de Brian.

—¿Qué puede significar? —preguntó finalmente Adelmo.

Brian levantó el rostro, demudado.

—Por favor, hermanos, dejadme solo. Yo me encargaré de dejar el arca en su lugar. Mañana regresaremos a por el cuerpo de este hombre de Dios para darle descanso en tierra sagrada. Adelmo, al alba manda aviso al rey Cormac para que nos acompañe en los funerales de su hermano. Más adelante sacaremos la biblioteca.

No pudo continuar hablando, y su abatimiento fue respetado por la comunidad. Encendieron una antorcha y la clavaron en el centro de la cámara. El abad sonrió agradecido y se acercó de nuevo al cadáver. Permaneció en silencio, absorto en la contemplación de tan truculenta escena.

Cuando Dana se aprestaba a internarse en el corredor con los otros
frates
le pareció ver una lágrima en el rostro de Brian. Avanzó hacia la salida sumida en sus cavilaciones. Ardía en deseos de preguntar, pero ante la severa mirada de Michel nadie se atrevía a murmurar nada. De pronto algo distrajo su atención: al final del pasadizo se oía barullo. Adelmo, que encabezaba la comitiva, aceleró el paso.

Cuando salieron al foso de la cabaña, varios hombres los miraban desde la puerta, sin atreverse a cruzar. Por lo visto la llegada de los monjes no había pasado desapercibida en el campamento y algunos, imaginando las intenciones de los religiosos con la bella joven, se habían acercado al cobertizo de Dana para curiosear. Al menos cinco hombres miraban horrorizados la tierra amontonada en el interior de la cabaña.

—¡Hemos visto el corredor que se interna bajo el promontorio! —gritó uno con cara de pánico mientras señalaba el agujero en el suelo—. ¡El interior de un
sid
no es lugar para monjes cristianos!

—¡Hay fuerzas que es mejor no molestar si no se quiere atraer la desgracia! —espetó otro.

—¡Regresad a vuestras tiendas! —ordenó Michel con voz imperiosa y con fuego en la mirada—. Nada hay de interés aquí.

Los hombres dieron un paso atrás.

—Os hemos visto entrar en la cabaña —dijo uno de ellos—, y como tardabais tanto en salir… —Su mirada se posó en Dana, que ardió de cólera al imaginar las morbosas conjeturas.

—Si no selláis el túmulo, ningún obrero querrá trabajar en el monasterio —advirtió otro.

Adelmo sonrió mientras agitaba el pequeño
marsupium
atado al cinto.

—Aquí no ha ocurrido nada —anunció con firmeza—. Vuestra lealtad con los monjes será generosamente recompensada.

El tintineo de los peniques cayendo en sus temblorosas manos consiguió calmar los alterados ánimos. Regresar a la miseria les causaba más pavor que lo que pudiera haber dentro del túmulo.

Todos volvieron a sus tiendas. El veneciano exhibía una amplia sonrisa, pero en sus ojos se reflejaba la misma inquietud que en sus hermanos. Ya en el exterior, Dana aspiró una profunda bocanada de aire frío y húmedo y alzó la mirada en busca de las estrellas; sin embargo, flotaba sobre ellos un manto de plomiza oscuridad, preludio del grisáceo amanecer. En el campamento, llantos infantiles y algún repentino lamento rasgaron el silencio. La muchacha pensó con pavor que la inquietud reinante era consecuencia de la profanación del
sid
.

Michel se pasó la mano por el rostro con gesto grave.

—En cuanto esto trascienda, comenzarán los problemas. Estamos llamando demasiado la atención.

Capítulo 34

Los cascos de los caballos habían sido cubiertos con paños de lana, al igual que las ruedas del carruaje, de madera oscura y sin emblemas. La ciudad de Carcasona, en plena Nochebuena, abrió discretamente la puerta de Aude para permitir el paso de la silenciosa comitiva hasta el palacio. Los soldados de la fortaleza obedecían las estrictas órdenes del conde Roger I de Carcasona; escoltaban en silencio a los recién llegados por las calles intrincadas de la población amurallada, pero todos se preguntaban quién viajaba en el carruaje y la causa de tanta discreción. La treintena de hombres, entre soldados y monjes, que formaban la comitiva avanzaban en silencio, exhaustos, anhelando poder descansar por fin esa noche.

Cuando finalmente se detuvieron en una plaza, ante la puerta del palacio condal, un hombre maduro, corpulento, de tupido pelo cano y porte orgulloso, se separó de un grupo de soldados. Roger I se acercó hasta el carruaje. Su capa de armiño brillaba bajo la trémula luz de las antorchas que sostenía su guardia personal. Cuando la portezuela se abrió, el conde extendió los brazos en señal de bienvenida.

—¡Gerberto de Aurillac! —tronó la poderosa voz del conde, ajeno a la discreción con la que se había llevado a cabo la entrada de la comitiva a la ciudad.

El hombre que descendió del carruaje sonrió con afecto. Ambos se miraron buscando entre canas y arrugas al amigo que conservaban en el recuerdo.

—Conde Roger… celebro veros de nuevo.

Gerberto de Aurillac rondaba los sesenta años, pero una incipiente calva había ampliado notablemente su tonsura. Era enjuto y su rostro parecía consumido por la fatiga. Vestía un hábito de lana negra de buena calidad, sencillo pero impecable, signo de que no era un simple monje. Había pasado casi un año desde que había renunciado al obispado de Reims y seguía siendo el consejero más preciado del emperador Otón III. En su alargado rostro destacaba una nariz aguileña y unos ojos oscuros que destilaban inteligencia y astucia, aunque en aquel momento brillaban tamizados por una sombra de inquietud.

El conde, de rostro poblado por una barba espesa y prácticamente blanca, dio un paso al frente y abrazó calurosamente al recién llegado.

—Ha pasado mucho tiempo —le susurró al oído, dejando a un lado los formalismos. Ambos habían prosperado en la ardua ascensión hacia el poder, pero en ese momento eran dos viejos amigos que se reencontraban después de muchos años alejados—. Prometisteis que nos visitaríais a menudo.

—No sabéis cuánto añoro ese tiempo en que podía prometer con entera libertad, convencido de que ninguna responsabilidad me ataría. Dios me ha encomendado múltiples misiones y a ellas me debo en cuerpo y alma.

Roger soltó una carcajada y palmeó el hombro del prelado.

—¡Veo que vuestra lengua sigue tan florida como antaño!

Gerberto sonrió con aire abatido. Deseaba conversar amigablemente con el conde, pasar el resto de la noche reviviendo anécdotas del pasado, pero un peso frío le aplastaba el alma. Habían viajado desde Roma sin apenas descansar durante diez días. Antes de poder respirar aliviado y festejar con el conde la noticia, debía verificar si el mensaje recibido era cierto.

Roger señaló una figura esbelta que se recortaba bajo el dintel de la puerta del castillo.

—Ella es quien ha propiciado vuestra dicha; supongo que tendréis ganas de verla. Llegó hace dos días de Barcelona, con su marido; no quería perderse este encuentro.

Gerberto abrió las manos y sonrió; la figura se movió. Las antorchas le permitieron admirar la belleza de Ermesenda de Carcasona, hija de Roger y esposa de Ramón Borrell, conde de Barcelona. La conocía desde que era niña, ya que fue su padre quien, muchos años atrás, acogió a un joven Gerberto, curioso, inquieto, ávido de conocimientos no siempre ortodoxos, y lo encomendó años después al entonces conde de Barcelona Borrell II, padre de Ramón y futuro suegro de Ermesenda. La joven que se acercaba risueña tenía veinticinco años y llevaba su juvenil lozanía con elegancia regia. Al admirar sus delicados rasgos, su rostro ovalado y la dulzura de sus ojos color miel, Gerberto recordó a su madre, Adelaida de Rouergue, y sintió una punzada en el corazón. Fue un dolor lejano que creía sepultado, dominado ya después de tantos años.

Un halo de dignidad envolvía a la joven: había nacido hija de reyes para ser esposa de reyes, pero era algo más que la consorte del conde de Barcelona, y eso lo llenaba de orgullo. Se acercó a Gerberto y besó sus manos casi con lágrimas en los ojos. Aquel hombre poblaba los recuerdos de sus padres, y era una leyenda entre los monjes de las abadías cercadas de San Hilario y San Pedro de Rodes.

—Hermana del Espíritu, es una dicha veros de nuevo.

—Hermano del Espíritu, es un honor recibir vuestra visita en persona.

—¿Dónde está vuestro marido?

—Retirado en nuestros aposentos. Sabéis que prefiere mantenerse al margen. Os verá por la mañana.

Gerberto asintió; no todos estaban llamados a seguir la senda de los hermanos del Espíritu. Pero su acuciante inquietud no tardó en aflorar; había hecho un largo viaje reconcomido por el ansia.

—Debo verlo con mis propios ojos… —musitó él.

Ante la sonrisa complaciente de Roger, se miraron cómplices hasta que Gerberto asintió. Ermesenda era una de las pocas mujeres iniciadas en el Espíritu de Casiodoro. Había tenido acceso a numerosos códices de distintas materias y, gracias a su sabiduría, gobernaba con su esposo, impartía justicia junto a los jueces de la Corte, e incluso sustituía al conde en la regencia cuando él estaba ausente.

—Cuando recibí vuestro mensaje —dijo la joven condesa—, mandé varias partidas de rastreadores en su búsqueda. Lo encontraron merodeando cerca del monasterio de San Juan de la Peña. Cinco buenos guerreros murieron para detenerle.

El prelado la tomó suavemente por los hombros y la obligó a mirarla.

—Demasiada sangre, ya lo sé —indicó con pesar pero sin perder la firmeza que delataba el brillo de sus ojos—, pero es necesario evitar que esas sombras descubran el nuevo refugio de la biblioteca. Es la luz de la sabiduría o la oscuridad de la ignorancia lo que está en lid ahora.

—Lo sé. Rezo todos los días por Brian de Liébana —la voz de Ermesenda tembló al pronunciar ese nombre, como si todo su cuerpo se estremeciera al evocar recuerdos no demasiado lejanos y cargados de intensas emociones— y los
frates
que le acompañan.

Gerberto miró a ambos, suplicante. Estaba agotado, pero necesitaba despejar la incertidumbre que lo atormentaba. Roger lo comprendió y señaló la fortaleza.

—Está en las mazmorras.

—Yo iré con él, padre —indicó Ermesenda mostrándose, como siempre, indómita y valiente.

Varios soldados siguieron al prelado y a la hija del conde hacia las mazmorras de la fortaleza.

—¿Qué sabéis de Berenguer, el primo de mi esposo? —preguntó ella mientras accedían a los sórdidos pasadizos.

—Está cumpliendo su mayor anhelo —contestó Gerberto con orgullo.

—Levantando la biblioteca… —musitó Ermesenda con un brillo de admiración en la mirada.

—Una oración en piedra para que Dios permita su preservación, eso dice siempre.

—También rezo por él. ¡Cuánto le extrañamos en Barcelona!

Gerberto deseaba hacerle partícipe de los detalles de aquella delicada misión, pero antes necesitaba compartir sus temores y finalmente se los confesó.

—Cuando recibí vuestro mensaje, mi corazón saltó de alegría; sin embargo, el lugar y el momento de la captura me tienen desconcertado. Hace un año ese demonio llamado Vlad Radú deambulaba por el ducado de Cantabria. Mandamos algunos monjes al monasterio de Liébana y lograron mantenerlo aislado y protegido. Y ahora, de pronto, tras un apacible año, encontramos a Vlad acechando el recóndito cenobio de San Juan de la Peña, en los Pirineos. ¿Por qué? ¿Dónde ha estado todo este tiempo?

—Gracias a Dios, ahora podréis preguntárselo directamente —dijo Ermesenda con cierto orgullo en sus dulces facciones.

Los soldados los condujeron a una celda en el fondo de un lóbrego corredor. El hedor era intenso y la oscuridad parecía querer devorar la luz de la única antorcha que portaban.

Unos gruesos barrotes los protegían de una sombra sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el muro y el rostro cubierto por la capucha. La capa era lo único que le había permitido conservar el carcelero que lo custodiaba. Dos gruesas argollas lo retenían encadenado por los pies a la pared del fondo.

Ermesenda se puso la mano en la boca para silenciar el horror que le provocaba la visión. Gerberto ya la había enfrentado antes, pero aun así el miedo no tardó en aparecer, era inevitable: se encontraban frente a un
strigoi
que se había preparado durante años para doblegar la voluntad de los hombres minando su templanza. El prelado se acercó con cautela hasta la reja.

—Vlad Radú —dijo tratando de que su voz sonara firme, humillante; un nimio desquite por tanta sangre derramada—. El séptimo
strigoi
. Llevaba mucho tiempo aguardando este encuentro. Parece que tu búsqueda ha acabado aquí.

La negra capa comenzó a oscilar convulsivamente. Gerberto creyó que la frustración estaba atacando el cuerpo del
strigoi
y sonrió para sí.

—Ahora pagarás por todos tus crímenes.

El prisionero continuó agitándose y de repente se irguió. La capucha se deslizó hacia atrás y aquel temblor se convirtió en una siniestra carcajada que les heló la sangre. El pálido rostro del
strigoi
no reflejaba sensación de fracaso sino un júbilo absoluto. Su agitación se debía a la risa que resonaba ya con un eco pavoroso entre los gruesos muros de las mazmorras.

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