—Bebe y posee su vida. —Bajo la capucha, unos ojos totalmente negros brillaban con un sobrecogedor halo sensual y maligno—. A partir de este momento, observa y permanece atento a cualquier señal. La fuerza del odio es intensa, nútrela y el universo se retorcerá ante tu deseo hasta que se produzca el encuentro necesario, el cruce que te conducirá al sendero correcto.
—Iniciaré la búsqueda en Liébana —anunció Vlad con firmeza—. Allí es donde todo empezó…
—¡Así debe ser! —concluyó el que le ofrecía la sangre. Un relámpago mostró parte de su rostro, andrógino y mortalmente pálido bajo la capucha. Sonreía extasiado mientras extendía las manos cubiertas de sangre.
Vlad se inclinó ávido sobre ellas.
Un nuevo destello iluminó el cementerio profanado y las siete sombras elevaron los brazos al unísono justo cuando la terrible tempestad se desataba sobre ellos.
Dana se despertó con el trino de los pájaros. Entumecida tras pasar la noche a la intemperie, se levantó con movimientos lentos y notó con desagrado la túnica húmeda por el rocío. Delgados haces de luz se filtraban entre las copas de los robles milenarios y disipaban las volutas de bruma. Caminó sobre una mullida alfombra de hojas hasta el cercano arroyo que discurría entre rocas cubiertas de musgo. Se salpicó la cara y el frescor del agua eliminó al instante el sopor. A salvo, en el corazón del bosque, los recuerdos parecían una febril pesadilla.
Entonces le pareció ver en el agua el rostro afable de Brian, conmovido por su relato, y un impulso repentino le hizo pasar los dedos por la superficie para eliminar el reflejo. La vergüenza regresó con virulencia. Se levantó. Estaba en el bosque, su hogar hasta que emprendiera el viaje para encontrar a Calhan. Había sido fácil burlar a la guardia, pero las secuelas de las fiebres la habían obligado a refugiarse cerca de la linde del bosque. Tenía hambre, así que, siguiendo senderos hollados por las bestias, conocidos sólo por unos pocos humanos, se dirigió hacia el corazón del robledal.
El reencuentro con el bosque la serenó; su belleza natural, inmaculada, la colmó de paz. Los susurros entre las sombras, el crepitar de las hojas secas bajo pasos erráticos, el seco chasquido de una rama al quebrarse tras un sibilante gemido… ¿Era todo ello fruto de la imaginación avivada por aquel sugerente paisaje o eran tal vez rastros del poder de los antiguos seres del bosque? Dana no conocía la respuesta. Para los habitantes de los pueblos y las ciudades, eran leyendas que causaban pavor y la necesidad imperiosa de huir de allí. En cambio, para los druidas, era el canto primordial de la naturaleza, el susurro de otra existencia que ya era vieja antes de que los celtas desembarcaran en Irlanda; el día que ese canto cesara, el bosque habría muerto, y ellos, los dueños del «conocimiento del roble», con él…
Dana sólo poseía una ínfima parte de ese saber, había vivido dos años en el robledal, pero la energía vibrante de aquel reducto druídico la había cautivado. La habían bautizado en la fe cristiana, pero, como la mayoría de los druidas, grababa en la cruz signos rúnicos y letras en Ogham. Esta simbiosis de creencias no convencía a la Iglesia de Roma, que veía con recelo lo que algunos presbíteros del continente describían como «introducir vino viejo en odres nuevos».
Se detuvo, cerró los ojos y aspiró profundamente el aire limpio. Luego siguió adelante sorteando con agilidad los accidentes del terreno. Estaba agotada, pero sólo se detuvo para recoger bayas comestibles. Cuando el sol ya se mostraba por encima de las copas de los robles, sonrió satisfecha al ver la intensa luz más allá de la espesura de helechos.
Salió al claro, y una vez más, como siempre, se quedó sin aliento. El bosque se abría en un círculo de cincuenta pasos cubierto de hierba. En el centro se levantaba un pozo con un anillo de losas a ras de suelo. Detrás se hallaba el altar sacrificial, una gran ara de cuarzo con pequeñas ranuras en los bordes para que la sangre fluyera hasta las raíces del roble más grande de la isla. Cinco hombres cogidos de la mano no bastaban para rodear el tronco. Su sombra había acogido a los Tuatha Dé Danann. Su rugosa corteza estaba cubierta de inscripciones y símbolos que ni los más ancianos druidas lograban comprender pero que respetaban profundamente. Su majestuosa presencia en medio del claro encogía el alma. Dana se acercó a él con los pies descalzos.
Bebió agua fresca del pozal y siguió hasta el altar. Con actitud reverente, apoyó la mejilla en la piedra, limpia de musgo y liquen. El calor penetró en ella y alivió las llagas de su alma. Sabía que la estaban observando desde el borde de la espesura, pero no le importó; su ritual, íntimo y personal, se prolongaría hasta que ellos decidieran interrumpirla.
Oyó pasos pero siguió inmóvil; ansiaba prolongar ese contacto con la losa.
—Dana, hija de Goibniu, el Forjador… Has regresado.
La aludida cerró los ojos y un instante después se irguió. Como sabía qué iba a suceder, le acometió una sensación de vacío en cuanto su mejilla perdió el calor de la piedra.
Dana estaba rodeada por un grupo de hombres y mujeres ataviados con túnica. Lucían la tonsura frontal. Entre todos ellos destacaba una mujer encorvada a la que acompañaban dos muchachas de edad aproximada a la de Dana. Las druidesas eran escasas, pero siempre habían existido. El «conocimiento del roble» unido a la intuición innata, las hacía formidables adivinas y consejeras, y en algunos casos su prestigio era incluso mayor que el de los druidas. Se contaba que en la Antigüedad sus vaticinios y maldiciones hicieron encogerse hasta llorar como niños a los más poderosos reyes de Irlanda.
En aquel tiempo de decadencia no existía en la isla una druidesa más respetada que Eithne, descendiente del poderoso clan O’Brien, pariente lejano de Cormac y Patrick. Su belleza se había extinguido hacía décadas. Su cuerpo era escuálido y torcido como un viejo tronco. Su rostro, sometido a la dureza de la intemperie, semejaba al cuero viejo y estaba surcado por profundas arrugas. Toda su fuerza residía en sus ojos: dos ventanas de un azul tan claro que parecían irradiar luz propia. Se decía que aquellos ojos habían arrebatado el corazón de nobles reyes irlandeses y britanos. Aún se recordaba su tórrido romance con Ivar, rey de Limerick, caído en desgracia por su rivalidad con Brian Boru. Se le conocían hijos, pero jamás había tomado esposo; había consagrado toda su vitalidad al conocimiento.
Dana esperaba ver en sus resecos labios una sonrisa de bienvenida, pero no fue así y comenzó a inquietarse.
Los druidas permanecían en silencio. Compartían el bosque y aquel claro, pero cada uno vivía aislado, retirado en algún sombrío rincón del robledal o en las cuevas de la rocosa región de El Burren, al norte, enfrascado en sus estudios o dedicado a la formación de los aprendices que tuviera a su cargo. En los días señalados según el calendario astral se reunían bajo la sombra del viejo roble para celebrar arcanos rituales y compartir experiencias. En ese momento se habían congregado una docena de druidas y casi el doble de jóvenes iniciados. Representaban más de la mitad de la comunidad. Dana no percibía hostilidad en sus rostros, pero sí gran expectación. Al poco surgió del bosque otro miembro destacado. Los presentes saludaron a Finn con leves reverencias.
En cuanto el druida ocupó su lugar preferente junto a Eithne, Dana no pudo contenerse.
—¡Cuando supe que iba a celebrarse un banquete en honor del monje extranjero vi la oportunidad de colarme en el castillo de Cormac! Podría haber escogido otro día, ¡cualquier día! —Dana se había ruborizado y acompañaba sus palabras con gestos aparatosos—. ¡Fue una locura, lo sé, pero mi mente estaba nublada por el dolor!
—Come —dijo Eithne; no le agradaba su agitación.
Una de las jóvenes se acercó con una sonrisa y le ofreció nueces maceradas con hierbas y miel.
—Bienvenida de nuevo, Dana —le susurró.
Comió con fruición y notó que aquel alimento le hacía bien, incluso su mente se iba despejando.
—He reflexionado mucho sobre lo ocurrido —comentó la anciana, reflexiva—. Es posible que todos hayamos iniciado un camino trazado hace mucho tiempo.
Dana levantó la cabeza, la miró y vio en Eithne un atisbo de comprensión. Por el contrario, Finn y el resto de los druidas mostraban una expresión reprobatoria.
—Tu acción ha ocasionado un grave conflicto que pone en peligro la misión del hermano Brian…
—¡Vamos, Finn! —exclamó Eithne—. ¡Has estado en todas las consultas! Sabías que el destino de Dana se cruzaba con el de Brian. ¡Eso es lo importante! ¡Ahí está la clave que debemos interpretar!
Ambos ancianos se observaron en silencio; cada uno entendía el juego de los inquietos ojos. Nada era producto del azar.
Finn asintió y Eithne, satisfecha, se acercó a Dana y tomó sus manos. Durante un instante permaneció ensimismada, como si comparara la tersura de la blanca piel de la joven con sus nudosas manos, morenas y resecas.
—Los dioses te han permitido vivir y debes aprovechar esta segunda oportunidad.
—¡Buscaré a mi hijo, sé que vive y recorreré el orbe entero hasta encontrarle!
Eithne no quería enzarzarse en una discusión sino intentar que Dana se sosegara lo suficiente para que comprendiera su mensaje.
—Tengo el presentimiento de que algún día podrás abrazarle, pero antes de que eso ocurra tu espíritu deberá crecer y transformarse. Créeme, si desoyes la voluntad de los dioses, sólo el fracaso te espera.
Dana se separó como si la ajada piel de la anciana le quemara las manos. La contempló desolada, con los ojos anegados en lágrimas. No podía creer que los druidas le dieran ese consejo, pero la anciana se mantuvo firme.
—Entre ese monje y tú existe un vínculo intangible. Queremos que permanezcas junto a él, que hagas de intermediaria entre los druidas y su monasterio. Él ha prometido buscar y conservar algo muy importante para nosotros, en las ruinas. Debes permanecer cerca de él porque, aunque se crea fuerte por su condición de hombre y de cristiano, va a necesitar nuestra ayuda y nuestra protección. Vientos de odio y venganza soplan desde lejanos lugares del continente… —La anciana sacudió la cabeza para apartar aquellos lúgubres presagios que se habían colado entre sus palabras—. Lo que ha ocurrido te señala como la escogida, y el destino no se equivoca, fue trazado por los dioses.
Aquellas palabras fueron como una bofetada para la joven, que incluso trastabilló. Después de todo lo que había sufrido, convivir con un hombre parecía una cruel burla, y ellos debían saberlo; sin duda recordaban cómo llegó al bosque, con el ánimo tan destrozado como su piel.
—Eithne…, sé que queréis mi bien y que os debo gratitud por cómo habéis cuidado de mí durante todo este tiempo, pero… ¡sabes que no puedo hacer eso!
La anciana se acercó, la agarró por los hombros y la obligó a mirarla.
—¡Ésa es la primera prueba! —le susurró—. ¿No te das cuenta? ¡Debes salir del pozo en el que estás hundida! Recuperar la confianza, amar. —Su gesto se torció con una mueca—. ¿Cómo pretendes salir a buscar a tu hijo por el mundo si el olor de un hombre te produce náuseas? ¿Acaso tienes idea de por dónde empezar?
Dana, dolida por el mordaz comentario, se revolvió y trató de resistirse al influjo de Eithne. Estaba furiosa y triste.
Finn se aproximó a ellas con gesto dulce y animoso.
—Dana, llegaste al bosque como un animal herido y aterrado; los robles vibraron y los helechos se abrieron para permitirte el paso. —Las metáforas del anciano siempre hipnotizaban a la joven, quien notó inmediatamente cómo los latidos de su corazón se acompasaban a la cadencia de su voz—. Ninguno de nosotros rechazó la propuesta de acogerte, a pesar de que ya eres demasiado mayor para iniciarte en el «conocimiento del roble», porque eres especial. Quisimos tenerte cerca porque había algo… —Finn se frotaba los dedos mientras sonreía enigmáticamente.
Eithne, por su parte, asentía a cada palabra del anciano.
—¡Nada ha sido azaroso! —exclamó; ella siempre era mucho más directa—. Ni el resultado de tu consulta, ni el banquete de Cormac, ni la audaz reacción de Brian… ¡El secreto de ese hombre hunde sus raíces en esta tierra tan profundamente como las del viejo roble!
Los presentes comenzaron a hablar entre ellos con un entusiasmo que desconcertó a Dana.
—Tú, igual que nosotros —prosiguió Eithne—, percibes que la presencia de los dioses es ya muy tenue, incluso aquí. El gran roble apenas ha echado nuevos brotes en las últimas décadas… Muchos nos han abandonado y ejercen como artesanos en Dyflin y Cork, otros recitan poemas ante los nobles, como los bardos, o se han convertido en jueces Brehon… Todo parecía perdido y, sin embargo, ha ocurrido…
—¡Los Tuatha Dé Danann se han manifestado de nuevo! —exclamó un druida al que acompañaban tres jóvenes imberbes que observaban la escena impresionados.
—Sólo es un chispazo en la oscuridad —reconoció Eithne—, pero ahora sabemos que nuestra herencia puede salvarse. Dentro de un siglo o dos no quedará ningún druida verdadero, pero los escritos conservados en el monasterio de San Columbano contendrán nuestra tradición…
—¡Son monjes cristianos! —replicó Dana.
La anciana sonrió con cierta picardía.
—Sabes que muchos monjes poseen esposas y que hay comunidades mixtas que comparten comida y oración en armonía. Somos celtas, y Roma está muy lejos, recuérdalo.
—Brian te abrió las puertas y volverá a abrírtelas —prosiguió Finn—. Nos necesita cerca porque su sangre no le permite escapar a los designios de nuestros dioses… —Una mirada de advertencia de Eithne le hizo contenerse—, pero ésa es otra historia…
Dana se sentía vivamente intrigada pero no tuvo fuerzas para preguntar. Un cúmulo de sentimientos en contienda ofuscaba su mente. Debía gratitud a Brian, pero al imaginarse conviviendo con él sentía un rechazo visceral, ¡al fin y al cabo era un hombre!
—Su corazón no alberga lo que tanto temes —musitó Eithne en el intento de reconfortarla.
—Sus convicciones son fuertes como los cimientos de las ruinas que habita —añadió Finn con gravedad—. Lo vi en las verdes ventanas de sus ojos. Lo insufla lo que él llama el Espíritu de Casiodoro, y sus pasos siguen la senda trazada hace décadas por el abad Patrick O’Brien.
Todo aquello resultaba incomprensible para Dana, pero tuvo que admitir que la voz del anciano destilaba un convencimiento absoluto.