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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (37 page)

BOOK: Las horas oscuras
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El soldado volvió a levantar la lanza, receloso, denotando que algo en aquella excusa no encajaba.

—¿Acaso no sabe el rey de sobra cómo se encuentra Donovan? —le espetó con acritud—. ¿Quién sois?

Brian comprendió que su excusa había sido un error y, esquivando con agilidad la lanza, se abalanzó sobre el soldado. Ambos rodaron por el suelo. La hierba le impedía verlos, y Dana, angustiada, tomó una gruesa piedra y corrió hacia ellos. Aún no había llegado cuando vio que Brian se ponía en pie trabajosamente y que bajo su capucha lucía una sonrisa. A sus pies, el soldado permanecía inconsciente, con una hinchazón en la mandíbula.

Ella suspiró, admirada por la habilidad del monje, y ambos corrieron hacia la puerta de la torre. Obedeciendo la muda orden de Brian, Dana apoyó la espalda en el muro y aguardó.

La vieja madera cedió con un chirrido. El monje se disponía a cruzar el dintel espada en ristre cuando la hoja del arma se topó con un escudo redondo de madera y cuero tachonado de clavos. El segundo soldado había advertido el ataque y lo empujó con fuerza. Brian salió despedido hacia atrás y, aunque logró mantener asida la empuñadura, la capucha se desplazó y reveló su semblante.

—¡Sois Brian de Liébana!

Dana se estremeció. Si aquel soldado sobrevivía al combate, la desgracia se abatiría sobre los
frates
. Apretó con fuerza la piedra que aún sostenía.

Brian se levantó a tiempo de parar el golpe de un hacha de guerra manejada con destreza, y monje y soldado se enfrentaron con saña. Dana avanzó lentamente. Brian manejaba la espada con precisión, pero el soldado paraba las estocadas con el escudo y se defendía con el frenesí que había hecho famosos a los guerreros celtas. Sin embargo, parecía cojear de una pierna. Dana se situó a su espalda y levantó la piedra. En ese momento Brian fintó la gruesa hoja del hacha y con un seco golpe derribó al hombre. Al caer, perdió el escudo. El monje apartó su arma con el pie y, enardecido por la lucha, le apoyó la espada en el cuello. Mientras el soldado se resignaba a la muerte afrontando con valor su destino, una expresión de terrible amargura tiznó el rostro sudoroso del monje. La misión del Espíritu de Casiodoro y la vida de un hombre oscilaban en la balanza. Su promesa y sus votos cristianos giraban como un vendaval y no había alternativa que le librara de la condenación.

—¡Espera! —gritó Dana situándose a su lado. La presión de su mano se aflojó y la piedra cayó sobre la hierba—. Esa cojera…

—¿Dana? —dijo el soldado.

—¡Odran! —exclamó ella reconociendo al viejo que tanto la había ayudado en el pasado, cuando estaba cautiva en su propia casa—. ¡Odran el Cojo! ¡Por Dios!

El hombre esbozó una sonrisa que duró un instante. El pétreo rostro del monje no auguraba un desenlace feliz. Dana se acercó a Brian y le rozó el brazo.

—Ten piedad de él… —le suplicó mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro.

Brian recordaba bien la terrible historia de la joven y la generosidad de aquel soldado. De nuevo valoró la disyuntiva: aquello no sería un combate a vida o muerte sino una ejecución, y él sabía que sería incapaz de llevar sobre su alma el peso de esa vida sesgada. Apartó la espada y sintió el filo cortante de la culpa al defraudar a tantos hermanos del Espíritu.

Dana, compasiva, se inclinó sobre el soldado y lo ayudó a levantarse. Odran entonces tuvo la oportunidad de atacar al monje usando a la joven como escudo, pero se limitó a acercarse cojeando hasta él. Sus miradas se enfrentaron. Brian vio honestidad en la del soldado.

—Oí rumores en el castillo —dijo Odran—, y ahora veo que son ciertos. Lucháis bien, hermano Brian de Liébana, pero ni temo a la muerte ni soy un traidor.

—Sin duda ambas cosas son ciertas —reconoció el abad viendo su expresión firme.

—¡Sabed que no os delataré! —exclamó entonces Odran—. Soñaba con algo así, pero me faltaba el valor. Vos, además de respetar mi vida, me habéis brindado una oportunidad de enderezar esta injusticia.

Brian comenzó a sentir un leve calor en el pecho.

—Te debes al monarca, soldado.

—¡Me debo al clan de los O’Brien! —replicó el otro con vehemencia. Rozaba la ancianidad, pero se irguió orgulloso—. ¡Soy un guerrero celta! ¡Un irlandés! ¡Derramo mi sangre para defender a los míos con el mismo arrojo con que desprecio las injusticias y los crueles caprichos del hombre que fue elegido rey sin merecerlo! Con vuestro hallazgo se ha honrado por fin la memoria de mi verdadero señor, Patrick O’Brien, y su alma descansa en terreno sagrado. Si os ofrezco mi silencio no es por satisfacer a unos monjes extranjeros, no os equivoquéis; lo hago porque Donovan ha sido una víctima más de las intrigas del despreciable Cormac.

—¡Necesitamos que Donovan nos dé alguna pista sobre el paradero de Calhan! —intervino Dana mirando con anhelo la entrada de la torre.

Odran sonrió con tristeza.

—Estáis muy hermosa, Dana. Celebro veros tan saludable —dijo, pero a continuación su faz se contrajo y añadió—: Por desgracia, habéis llegado tarde.

—¿Ha muerto? —preguntó ella, atribulada.

El viejo soldado chasqueó la lengua.

—Será mejor que entréis y comprobéis por qué vuestra incursión quedará en secreto. Ese hombre no saldrá de aquí.

Brian y Dana se precipitaron al interior del torreón. Era un espacio lóbrego y estrecho, bastaban cinco pasos para cruzarlo; por una escalera de mano accedieron a la planta superior: una única cámara con aspilleras cegadas con piedras y grandes agujeros en el techo. El ambiente era gélido y húmedo, pero las corrientes de aire no lograban alejar el hedor a heces y podredumbre. En un rincón, un hombre yacía tendido sobre una estera. Estaba inconsciente y su aspecto exangüe era la imagen de la muerte.

—Es Donovan —musitó la joven inclinándose sobre él. Le palpó el cuello con cuidado y se inclinó sobre su rostro—. ¡Está vivo! La fiebre es muy alta, pero respira.

Mientras Brian, esperanzado, buscaba algo de agua para reanimarle, Dana notó aquella sutil sensación que le advertía que algo no iba bien: Cormac no podía ser tan imprudente. Inquieta, se fijó en el rostro del tesorero. La luz mortecina que se filtraba a través de los agujeros del techo le permitió advertir feas deformidades en su rostro. Cuando intuyó la causa, sintió un nudo en el estómago.

Brian se había agachado a su lado con un pequeño cuenco lleno de agua turbia.

—Creo que no podremos averiguar nada de este hombre —musitó ella con la voz quebrada. Le abrió la boca y un terrible hedor les obligó a apartar el rostro—. Le han cortado la lengua. La infección se ha extendido por el paladar y la garganta. No puede tragar y apenas respira. En realidad, ya está muerto.

La reacción de Brian pilló por sorpresa a Dana. Sus atractivas facciones se contrajeron en una expresión de profunda amargura al tiempo que comenzaba a golpear el pecho de Donovan en el intento de reanimarlo. Dana nunca lo había visto así. Se asustó. Tomándole del brazo, lo apartó del moribundo. Sus miradas se encontraron y vio lágrimas en los ojos del monje. Siguiendo un impulso repentino, le tomó el rostro entre las manos.

—¿Sufres por Calhan? —preguntó Dana.

Se miraron durante una eternidad. El contacto de las manos de la muchacha pareció suavizar el repentino desconsuelo del abad.

—No, no es sólo por él —respondió Brian con voz ahogada—. También yo necesito una respuesta…

Dana quedó cautiva en el verde de sus ojos. Las barreras que contenían los secretos de Brian estaban a punto de romperse y lo vio desvalido como jamás habría imaginado. Una intensa ternura la arrasó con fuerza.

Sus rostros se acercaron. Brian necesitaba más que nunca refugiarse en ella para no sucumbir. Sus labios temblaban tanto por el deseo de revelar su herida más profunda como de rozar los de ella. Las lágrimas de ambos estaban casi en contacto, podían sentir el aliento del otro, ambos temblaban de deseo, cuando de pronto un sonido lejano los arrastró de nuevo a la realidad. Brian se apartó, como si despertara de un sueño turbador, y levantó la cabeza, atento.

El sonido se repitió. Era un toque metálico, insistente, en la lejanía.

—¡Santa Brígida! —gritó Dana.

La campana era tañida con desesperación.

—Algo ha ocurrido… —musitó Brian mientras su rostro se ensombrecía. Conocía el lenguaje del bronce—. ¡Un accidente!

En ese momento el viejo soldado apareció por el hueco de la escalera con expresión funesta.

—¿Lo habéis oído? ¡Es la campana de vuestro monasterio!

Brian ya se había puesto en pie. Sin decir nada, alzó el cuerpo de Donovan y pensó que era demasiado liviano. Estaba dispuesto a llevárselo. Dana lo miró con tristeza; el monje actuaba por piedad, pero ella sabía que el traslado mataría al tesorero. Miró al soldado.

—Odran, busca refugio en el bosque —le recomendó temiendo las represalias del monarca—. Los druidas podrán ocultarte y llevarte lejos de Clare.

—Este infortunado lleva cinco días agonizando —dijo el soldado—. No le queda mucho, y sufrirá menos si no lo movemos. —Al ver que ella asentía, prosiguió—: Cuando expire, se lo comunicaremos al rey y nadie sabrá que el abad de San Columbano estuvo aquí.

—Pero ¿qué ocurrirá cuando despierte el otro soldado? —preguntó Dana mientras se acercaban a la escalera.

—No me costará convencerle de que calle y se avenga a mi versión —respondió Odran encogiéndose de hombros—. Todos los soldados recordamos el castigo que Cormac nos infligió por haberos dejado escapar de la fortaleza.

Brian asintió.

—Enviaré a Finn —indicó entonces Dana, mirando compasiva al moribundo—. Tiene remedios para aliviar el dolor antes del tránsito.

—Está bien —convino Odran—. Sé que los druidas llevan semanas merodeando por aquí.

Brian no quiso replicar, confiaba en el buen juicio de Dana. Volvió a depositar el cuerpo maltrecho del tesorero sobre la estera y rezó una oración por su alma. Allí quedaba sellada otra incógnita, pero ya no podía demorarse más, algo grave había ocurrido en el monasterio y el regreso sería largo.

Brian tomó la mano del viejo soldado y puso en ella una bolsa repleta de peniques.

—Nunca olvidaré tu gesto, honorable Odran. Las puertas de San Columbano están abiertas para ti. Trata a este hombre con misericordia, acoge discretamente a Finn el druida y, cuando llegue el momento, dale una digna sepultura.

Brian y Dana abandonaron el torreón del acantilado con una terrible sensación de fracaso y corrieron por la pradera hacia el sendero que se internaba en el bosque, rumbo al monasterio. Brian iba a la cabeza, casi deseaba dejarla atrás. Una voz perversa, fruto de los remordimientos, le increpaba que el tañido de Santa Brígida aireaba su pecado: deseos mundanos e inquietudes personales habían obnubilado su mente y quebrantado la paz de San Columbano que él debía preservar. Era el abad electo y debía velar por su comunidad: cualquier otro camino, por irresistible que fuera el sentimiento, sólo conducía a la perdición.

Dana apretaba los dientes y se esforzaba por seguir su ritmo. Una amarga impresión se había esparcido por su interior como frío aceite. De algún modo supo que jamás regresaría al
rath
del bosque.

Un denso hedor a brea flotaba en el ambiente. Dana sintió que le escocían los ojos y la algarabía de lamentos la paralizó a escasos pasos de la muralla del monasterio. Brian no se detuvo a esperarla y salió corriendo. Por encima de la grisácea línea defensiva veía los humeantes restos carbonizados del andamio de la fachada oriental de la biblioteca. El fuego se había extinguido, pero entre el amasijo de escombros aún brillaban ardientes ascuas y una columna de humo negro se elevaba hacia el cielo.

—¡El andamio ha ardido! —le explicó entre sollozos una muchacha de unos trece o catorce años con el cabello color azabache.

Dana le acarició el pelo, y la chiquilla ocultó en su regazo el rostro manchado de hollín. La túnica de Dana se humedeció con lágrimas de desesperación.

—¡No paran de gritar! —sollozaba la muchacha—. Los muertos… Mi padre está con ellos…

La situación era caótica pero ya intuía que no encontrarían vivo a su padre.

—Ven conmigo —dijo Dana.

Por el pórtico, abierto de par en par, entraban y salían hombres y mujeres que hablaban a gritos, e imploraban al cielo. El panorama en la cima del promontorio le encogió el alma: los estragos del incendio eran mayores de lo que había supuesto. El firme andamio que cubría la fachada exterior de las tres plantas de la biblioteca había sucumbido y de la montaña de troncos quemados brotaban los terribles alaridos de los que se habían quedado atrapados y ardían sin remedio. La muchedumbre congregada, con el rostro enrojecido por el esfuerzo y el calor, y protegiéndose las manos y el rostro con trapos húmedos, se afanaba en retirar piedras y troncos. Enfrente del desastre, junto al herbolario, el hermano Roger y algunas mujeres trataban de aliviar los males de una decena de hombres con las ropas quemadas y sangrando por múltiples heridas y llagas. El olor a carne chamuscada revolvió el estómago de Dana, que apenas pudo contener el vómito.

Vio al hermano Eber saliendo del herbolario, sudoroso. Más allá, Michel apartaba piedras y vigas con una fortaleza impropia de su edad. Brian había saltado sin vacilar sobre la montaña de escombros ardientes y trataba de localizar algún superviviente bajo la estructura. Adelmo se hallaba a su lado, y juntos lograron sacar a un hombre cuyas piernas describían un ángulo imposible y que tenía terribles quemaduras en todo el cuerpo; estaba inconsciente. Lo bajaron con cuidado hasta que Roger y Berenguer pudieron asirlo y llevarlo junto a la muralla, con el resto de los heridos. Sin cruzar palabra, cada monje ocupaba una posición precisa y realizaba una función que se reveló extraordinariamente eficaz en aquellos momentos de pánico.

Eber la llamó. Dana rogó a la muchacha que esperara fuera del cenobio y se dispuso a prestar ayuda. Sus manos temblaban mientras asía torpemente los tarros que el monje le señalaba y se estremecía cada vez que un lamento rasgaba el aire por encima de los quejidos y el llanto.

Iba a ser un día muy largo.

Capítulo 40

El sol descendía ya sobre el mar cuando la calma regresó a San Columbano; la brisa invernal comenzó a arrastrar la espesa humareda hacia el sur. Los rescoldos del andamio se habían extinguido; los heridos estaban atendidos y se hallaban en las manos de Dios. Los hermanos Roger y Eber, ayudados por Dana y media docena de mujeres, consiguieron salvar muchas vidas, aunque al menos cuatro hombres quedarían tullidos para siempre. Mientras, el resto de los monjes y algunos artesanos habían llevado los cadáveres al cementerio junto a la iglesia, lejos de la muchedumbre que se arremolinaba entre los heridos y comentaba en susurros lo ocurrido.

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