Brian rezó un responso por el alma de los diez desdichados que habían perdido la vida. Se les dispensó la extremaunción, a pesar de que sus almas ya estaban rindiendo cuentas a Dios, y los cubrieron con gruesas mantas para ocultar las horribles heridas. Mientras, los familiares de las víctimas lloraban su pena.
—¡De repente el andamio estaba en llamas, como si hubiera prendido solo! —le explicó a Dana uno de los heridos; arrastraba las palabras, pues Eber le había administrado media ampolla de aguardiente macerado con ciertas raíces para enturbiar los sentidos—. ¡Parece obra del diablo! Cuando olí la brea y me asomé, el fuego se había extendido por toda la base y quedamos atrapados… ¡Pudimos salvarnos porque la estructura cedió y se derrumbó antes de que el fuego nos alcanzara!
—Tal vez no fue un accidente… —apuntó un anciano encargado de acarrear cal. El terror brillaba en sus ojos—. Recordad las palabras del obispo Morann. ¡Este lugar pertenece a los antiguos dioses!
Dana cerró los ojos. En realidad, le sorprendía que no hubiera oído algún comentario como aquél en todo el día, pero ya estaba dicho: el temor, alentado por la falta de una explicación convincente, se contagió por el campamento y la siniestra sombra de Satanás tomó forma. El
sid
, lo más parecido que podían imaginar a la entrada del infierno, se hallaba, abierto, bajo sus pies; el final de los mil años profetizado se acercaba… Dana sabía que muchas cosas cambiarían en el monasterio a partir de ese momento. Haría falta algo más que la necesidad o la codicia para que los peniques de Adelmo mantuvieran a raya el pavor supersticioso de los obreros.
Eber se retiró a rezar con sus hermanos. Dana, exhausta, salió fuera de las murallas en busca de un poco de sosiego y aire puro. Se detuvo cerca del acantilado y observó cómo las tinieblas oscurecían el vasto océano. En la serenidad del oleaje buscó el consuelo que le faltaba.
—Debes mantenerte alejada de Brian —susurró una voz a su espalda.
La joven dio un respingo y se volvió. El hermano Michel, con la capucha echada, la observaba a unos pasos de distancia. No lo había oído acercarse, y la pose estática de su cuerpo la inquietó. A pesar de la mortecina luz, pudo ver con claridad aquellos ojos, refulgentes de cólera.
—Lo elegimos para esta misión por la fuerza de su alma y la nobleza de su corazón. Las sombras se acercan… En este tiempo de tribulación, alentar sus sentimientos nos sitúa en una peligrosa encrucijada.
Su manera de hablar le heló el corazón, pero luchó por resistir el extraño influjo.
—Brian es libre —dijo Dana—. Él ha ido a buscarme al robledal para ayudarme a encontrar a mi hijo. ¿Es eso contrario a la piedad cristiana? —Su voz sonaba atiplada por los nervios, pero se mantuvo firme—. He regresado para ayudar a la comunidad en este amargo trance. No pretendo apartarlo de sus hermanos.
—¡Ignoras lo que Brian busca! —La voz de Michel restalló como un látigo; la señalaba con una mano pálida y con feas quemaduras—. Él sostiene una dura batalla, y nosotros debemos procurar que la misión y su responsabilidad de abad prevalezcan… sin brechas.
Dana sintió una oleada de cólera.
—¿Dudáis de él?
Michel la traspasó con la mirada y ella sintió deseos de retroceder.
—Hasta ahora ha sido digno de nuestra confianza —dijo el monje con la voz férrea de un juez severo—. Más allá el futuro se oscurece. No rechazaré tu presencia entre nosotros, pero deberás respetar la función del abad y recordar siempre mis palabras.
Antes de que Dana pudiera replicar, el monje se alejó hacia la puerta de la muralla. Dana observó sobrecogida la negra sombra del hábito mimetizándose con la penumbra del crepúsculo. La visión se le antojó tétrica y un escalofrío le recorrió la espalda. No acertaba a saber si las palabras del oscuro hermano Michel eran una amenaza o un ruego.
Aspiró con fuerza el aire gélido que llegaba desde el fondo del acantilado y trató de tranquilizarse. Entonces se acordó de la bonita muchacha a la que había encontrado al llegar al monasterio. No había vuelto a verla; pensó, esperanzada, que tal vez hubiera encontrado a su padre, aunque al recordar el desconsuelo que emanaba de sus pupilas, temió lo peor. Desde allí vio con pena que varios grupos de personas desmontaban sus
rath
a toda prisa y recogían sus enseres en fardos que cargarían a la espalda; sin duda abandonarían el monasterio antes de que las tinieblas se adueñasen del lugar. Cuando alguno de ellos volvía el rostro hacia la sombría mole del cenobio, se persignaba al instante y abjuraba del mal que emanaba de sus entrañas.
Dana se acercó hasta el borde del acantilado, se recogió con las dos manos el pelo, apelmazado por el sudor, y dejó que el viento helado acariciara su nuca. Con los ojos cerrados, evocó un tiempo pasado en que, mientras el sol se fundía con las aguas, el viento traía la melodía ensoñadora de una flauta en simbiosis con el fragor del oleaje. Sin embargo, lo único que oía en ese momento era el llanto de las viudas y el toque lento y melancólico de Santa Brígida. Las lágrimas brotaron por fin ardientes. Su resistencia se resquebrajó y en soledad, ocultándose el rostro con las manos, dejó que la pena contenida brotara torrencial. Lloró también por su hijo, al que sentía cada vez más lejano.
Un llanto cercano se sumó al suyo y, sorprendida, miró en derredor. Junto a unas rocas cercanas, la muchacha de cabello color azabache permanecía encogida jugueteando nerviosamente con algo. Dana se acercó a ella.
—¿Has encontrado a tu padre? —le preguntó, temerosa de la respuesta.
—Ha muerto.
—¿Y tu madre?
—Está con él —respondió en susurros—. Nos dejó hace mucho tiempo.
—¿Cómo te llamas?
—Brigh.
Dana, incapaz de encontrar palabras de consuelo, se sentó a su lado y la estrechó con fuerza. La muchacha se abrazó a ella y siguió llorando.
—¡Padre ya no volverá!
—Ha sido un accidente terrible…
—¡Dicen que este lugar está maldito! Todos quieren irse, pero ¿y yo? ¡Ahora estoy sola!
—Los monjes rezarán para que Dios nos proteja.
—¿Y si ha sido por su culpa?
—¿Por qué dices eso?
—Algunos afirman que un monje rondaba por debajo del andamio poco antes del incendio.
Dana miró su dulce rostro húmedo por las lágrimas. El miedo brillaba en sus ojos. Dana pensó, azorada, que Brigh parecía ausente y por un momento tuvo miedo de que se desmayara. Sus ojos, de pronto, se habían oscurecido. Instantes después, la mano de la muchacha se abrió y dejó a la vista un arrugado fragmento de pergamino.
—Lo encontré entre los escombros. Sólo es el principio… El mal acude a San Columbano…
La voz extrañamente grave de la muchacha le causó un escalofrío y no tuvo el valor de mirarla a la cara por miedo a ver la locura en sus ojos.
—¡Padre ha muerto!
Brigh comenzó a repetir aquella frase con voz queda y Dana la meció suavemente tratando de calmarla. Ella sabía lo que era estar desamparada… Brigh despertaba sola a la pubertad, sin familia, un futuro de miserias y abusos le aguardaba. De pronto el recuerdo de su hijo la atenazó y notó que el dolor la ahogaba. ¿Qué sería de él? ¿Alguien lo acogería en su seno cuando sintiera el brutal golpe de la soledad?
El sol se ocultó bajo el mar y las sombras conquistaron el helado promontorio. Agotada, Brigh dormitaba en su regazo, abrazada a ella con fuerza, rogándole en susurros que no la abandonara.
—¡No lo haré! —le dijo Dana, aunque en realidad se lo decía a sí misma.
Si los monjes hubieran estado allí habrían asegurado que Dios, en su misericordia, había dispuesto que sus caminos se cruzaran para poner a prueba su generosidad y valor. Pero Brigh parecía envuelta en un halo extraño. Recordó su inquietante advertencia («El mal acude a San Columbano…»), cómo el tono de su voz le heló la sangre, y el súbito oscurecimiento de sus ojos, ocultando el bello azul del iris. Ella había vivido en el bosque, sabía cosas que harían huir despavoridos a la mayoría. Tal vez por eso se habían encontrado.
Aquel pensamiento lo cambió todo.
El ánimo y la voluntad regresaron a Dana con tal fuerza que sintió una auténtica descarga en todo el cuerpo. Hundida en sus propios terrores, no había pensado en nadie más que en su hijo, pero el calor del cuerpo adormecido de Brigh hizo germinar con rapidez su ansia insatisfecha de ofrecer amor materno.
Apretando los dientes, aflojó su abrazo y se levantó. Luego tiró de ella y el movimiento hizo que la muchacha perdiera el trozo de pergamino. Dana estuvo a punto de dejarlo abandonado en la hierba, pero algo la impulsó a agacharse y recogerlo. Extrañada, notó la textura resbaladiza de una vitela de buena calidad. La muchacha apoyó la cabeza en su hombro, Dana le pasó el brazo por la cintura y juntas se dirigieron hacia su cabaña.
El cobertizo llevaba demasiado tiempo abandonado y, contrariada, torció el gesto. Al oler la humedad que flotaba en el interior se planteó pedir cobijo a alguna de las familias conocidas del campamento. Conocía a la mayoría de las mujeres de cuando iban a lavar la ropa al arroyo del bosque, pero hacía semanas que no las veía.
Brian vio que la puerta de la cabaña estaba abierta y, sin pensarlo dos veces, se asomó. Sobre la banqueta dormía una muchacha de cabello oscuro. Dana, al verlo, le regaló una sonrisa desvaída. Brian estaba sucio y agotado, apenas le quedaban fuerzas para tenerse en pie. Tras él reinaba el caos del incendio, y en su interior cargaba con el peso de la culpa.
—Dana… —musitó con añoranza de un pasado en que ambos compartían la intimidad de aquel recóndito lugar.
Sin poder contenerse, se abrazaron con fuerza. Por un momento ella vaciló, recordaba la fría mirada de Michel; pero al percibir la desolación de Brian, lo estrechó con más fuerza. Ambos sentían que la campana de Santa Brígida había interrumpido algo importante, pero ése no era el momento de retomarlo. Se separaron. El abad miró a la muchacha que dormía sobre una estera.
—¿Quién es?
—Se llama Brigh. Su padre ha muerto en el incendio. No tiene a nadie.
Brian asintió, compasivo.
—Por lo visto, por el campamento se dice que vieron a uno de los hermanos bajo el andamio poco antes del accidente.
Él la observó con atención, como si tratara de averiguar si sus palabras encerraban una acusación.
—Hemos terminado el tejado de la biblioteca y estamos trasladando los libros desde los arcones de la iglesia. Cualquiera de nosotros pasa por allí decenas de veces al día…
Ella asintió convencida.
—¿Qué vas a hacer con esta joven? —preguntó Brian.
Dana no halló respuesta, y el abad sonrió.
—Llévala al herbolario. Se puede caldear y está aislado. —Sin esperar su conformidad, se dio la vuelta y alzó a la muchacha en brazos—. Vamos.
Dana le siguió y juntos cruzaron el pórtico. Al momento varios monjes se acercaron con semblante abatido, la rodearon y le agradecieron su ayuda. Ella les explicó las circunstancias de Brigh y rápidamente la acompañaron al herbolario.
Eber ya había llenado varios estantes con ampollas, vasijas y cuencos que despedían un penetrante aroma a hierbas y alcohol. Encendieron un buen fuego en el hogar del fondo, pertrechado con ganchos metálicos para facilitar la cocción en grandes ollas de fango. Prepararon un jergón con paja y un lienzo y acostaron a Brigh sin despertarla. Dana dejó sobre la mesa el fragmento de pergamino que la joven había encontrado y cogió algunas mantas para arroparla con ternura.
Guibert vio el trozo de pergamino y lo abrió distraídamente. Su rostro perdió el color al instante y, ante la extrañeza del resto, se apresuró a salir del herbolario.
—Querrá mostrárselo al hermano Michel, que está velando a los muertos —explicó Adelmo en tono desenfadado. Era el único que aún mantenía cierto ánimo—. ¡Son incapaces de dejar pasar la oportunidad de estudiar una vitela iluminada, aunque haya sido pintarrajeada por una jovencita!
El comentario despertó alguna tímida sonrisa. Al momento apareció Roger con dos cuencos humeantes de caldo y un buen pedazo de pan. Dana agradeció el gesto mientras su estómago rugía; no había comido nada en todo el día.
—¿Estaréis bien? —preguntó el francés tras observar el herbolario con cierto disgusto—. Espero que el hedor de los brebajes de Eber no os nuble la razón…
Dana asintió y el monje irlandés fue empujando a los
frates
hacia la salida. Una vez sola, dio rápida cuenta de su ración y se dispuso a acostarse al lado de Brigh. Las sienes le palpitaban dolorosamente, anhelaba abandonarse al descanso.
Estaba rogando a Dios por las almas de los difuntos cuando unos leves golpecitos sonaron en la puerta.
—Dana, será mejor que vengas.
No podía ver el rostro del hermano Adelmo bajo la capucha, pero el grave tono de su voz la preocupó. Tras comprobar que Brigh seguía profundamente dormida, tomó la gruesa capa colgada junto a la puerta y salió al exterior.
El frío era intenso y una neblina flotaba a ras de suelo. Finos copos de nieve caían mecidos por el viento. Arrebujada en la capa, siguió los pasos del silencioso monje hacia la iglesia, de cuya puerta brotaba un leve resplandor anaranjado.
Con el alma en vilo, Dana penetró en el templo y sintió un escalofrío: toda la comunidad estaba allí reunida, susurrando en voz baja. Entonces tuvo el presentimiento de que Dios estaba sometiendo al monasterio de San Columbano a una dura prueba.
Qué ocurre? —preguntó, tímida.
Los monjes, sentados en las banquetas adosadas a los muros, con las manos ocultas dentro de las mangas, la observaban.
Brian se levantó y fue hacia ella. En su rostro, ahora limpio, eran visibles las quemaduras.
—Necesitamos tu ayuda. ¿De dónde ha salido este pergamino?
Dana se dio cuenta de que el fragmento de pergamino que Brian sostenía era el mismo que Brigh le había enseñado esa tarde. Recordó las palabras de la muchacha y les explicó lo poco que sabía.
—«Sólo es el principio… El mal acude a San Columbano…» Eso fue lo que dijo. —Se encogió de hombros y señaló el fragmento—. No sé si se refería a la vitela.
Los monjes se miraron aún más desconcertados.
—No pertenece a la biblioteca —indicó Guibert con un susurro.
—No es una página arrancada de los códices que guardamos en los arcones —dijo Michel— ni tampoco de la colección de Patrick hallada en el túmulo.