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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (31 page)

BOOK: Las horas oscuras
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—¡Aquí hay algo! —exclamaron al unísono Adelmo y Brian con las palas en alto.

El abad apartó los restos de tablas de madera ennegrecidas y hundidas bajo la tierra y dejaron al descubierto el angosto acceso a un corredor que se internaba en las tinieblas.

—Cuando la trampilla cedió, la entrada quedó sepultada —murmuró Brian.

—El
sid
quedó cegado la misma noche en que desapareció el monasterio de San Columbano —razonó Michel.

Brian tomó la antorcha y la inclinó sobre la abertura. Su corazón latía desbocado. Hacía demasiado tiempo que esperaba ese momento. El pasadizo, formado por irregulares losas verticales, se internaba hacia el núcleo del suave promontorio sobre el que descansaba el monasterio, orientado de este a oeste. Parecía en buen estado.

—Toda la colina es artificial —musitó Guibert, sobrecogido.

—¡Una obra portentosa!, ¿verdad? —exclamó Eber, henchido de orgullo.

La superficie de los monolitos que flanqueaban el corredor había sido labrada con esmero; se veían espirales, líneas en zigzag, círculos e indescriptibles formas geométricas. Algunas losas estaban peligrosamente inclinadas debido al formidable peso de las que formaban el techo. El abad se volvió hacia los monjes, encontró la audacia que buscaba y asintió satisfecho. Sólo el irlandés mostraba cierto recelo.

—La gente de la isla cree que este lugar no debe ser perturbado —explicó Eber—, y que sólo los druidas pueden acceder sin peligro tras una compleja purificación. Hace siglos que no se practican ritos en los
sid
susurró intentando contener las voces que llegaban desde lo más remoto de sus recuerdos.

Dana oyó un aleteo y dio un respingo. Un cuervo se había posado en el ventanuco, pero sólo ella parecía verlo. Había algo tétrico en esa presencia allí a esas horas de la noche. De perfil, su ojillo negro reflejaba la luz de la antorcha. Era una advertencia, Dana lo supo al instante, y a la profunda tristeza que parecía irradiar el túmulo se sumó el temor. Pero los monjes seguían absortos en la lóbrega entrada, no prestaban atención a sensaciones ni presagios.

—Recordad que nuestro Dios reside en el cielo, no en las entrañas de la tierra —apuntó Brian con determinación, mostrando su afable sonrisa a Eber, circunspecto—. Vamos.

Sin vacilar, el abad se internó por el pétreo corredor antorcha en mano.

Guibert y Roger ayudaron a Michel, que por nada se habría perdido aquella exploración. Adelmo saltó al foso y tendió la mano a Dana; ella se la tomó tratando de ocultar sus recelos, pero al contacto con la tierra del suelo la fuerza atávica del túmulo la atravesó como un rayo.

—¿Estás bien? —preguntó Adelmo.

Ella asintió sin aliento, incapaz de zafarse de los temores arraigados en su alma. En la cabaña, el cuervo levantó el vuelo con un graznido y desapareció en la oscuridad sin que ninguno de los monjes se apercibiera.

Eber cerró la comitiva e iniciaron la marcha. El interior estaba sorprendentemente seco; llevaba tanto tiempo cegado que el aire era escaso y gélido. Dana sentía escalofríos al rozar las losas ciclópeas. Deseó no haber profanado el
sid
.

No eran bienvenidos.

Irlanda estaba plagada de túmulos; algunos, como aquél, eran auténticas colinas en cuya cúspide se levantaron poblados y fortalezas, pero los subterráneos seguían siendo tan oscuros y silenciosos como en tiempos pretéritos, sólo los druidas se aventuraban a internarse en ellos para acometer ritos funerarios con las cenizas de los muertos mientras la atemorizada población aguardaba en el exterior, junto a la pira funeraria. Eran la entrada a los maravillosos palacios donde residían en feliz retiro los Tuatha Dé Danann, y hollarlos sólo podía acarrear desgracia. Sintió deseos de increpar la necedad de esos extranjeros, ignorantes de las antiguas tradiciones, y reprochar a Eber su inconsciencia. El irlandés, como si pudiera leer sus pensamientos, le rozó una mano y le sonrió. Su poderosa fe le ayudaba a combatir el terror atávico, enraizado en la memoria transmitida por sus ancestros. Ella también era cristiana, pero le sorprendía que el monje pudiera extraer tanto valor de un dios encarnado en una lejana tierra donde la hierba verde no crecía y el agua se extraía de pozos profundos.

Tras un centenar de pasos, el corredor acababa en una cámara. Gigantescas losas dispuestas de manera escalonada formaban una tosca e irregular bóveda cónica. En el vértice superior se atisbaba una abertura cuadrada, abierta a golpe de cincel, de la que colgaban los restos de la oxidada cadena cortada.

El corazón del túmulo tenía forma de cruz, con dos nichos a los lados y uno enfrente adonde no llegaba el resplandor de la antorcha. El conjunto presentaba un aspecto irregular y primitivo, pero Dana estaba convencida de que sólo la magia de los dioses había sido capaz de transportar y colocar aquellas pesadas losas en su posición exacta. Muy pocas construcciones resistirían el paso de los milenios como un
sid
.

Brian acercó la luz al nicho situado a la izquierda. En su mano la antorcha temblaba por la emoción.

—¡Dios, Nuestro Señor!

El hueco estaba atestado de códices y oscuros rollos de pergamino. Las capas de tierra prensada y rocas que formaban la colina habían logrado aislarlo de la humedad y habían preservado los escritos.

Dana veía la emoción en el rostro de los hombres, pero la exploración no había terminado. Brian avanzó hacia el nicho de enfrente e iluminó cientos de finas varitas de avellano y abedul. El cordel que antaño las ataba se había deshecho y yacían esparcidas en el suelo. Estaban cubiertas de símbolos Ogham grabados con punzón. Eber se abalanzó sobre el hallazgo. Brian asintió casi con lágrimas en los ojos.

—¡Son varas de Filí! —exclamó el monje irlandés.

—La
Tech Screpta…

—¡Hemos encontrado el tesoro de Irlanda!

—El viejo Finn tenía razón —musitó el abad—. Patrick O’Brien logró salvarla.

Dana se acercó con cautela.

—¡Es la memoria de tu sangre, Dana! —explicó Brian con una mirada llena de pasión—. ¡Esas fabulosas historias que nos cuentas! Los druidas, temiendo que en el futuro acabaran en el olvido, las plasmaron por escrito hace cientos de años.

—Algunos monasterios, sobre todo los del Ulster, mi tierra, conservan algunas sagas transcritas al gaélico —dijo Eber—, pero es posible que tengamos ante nosotros poemas y relatos que se creían perdidos… ¡Años de estudio y lectura nos aguardan!

Mientras el irlandés, vivamente emocionado, pasaba la mano por las varitas, Dana observaba al resto de los monjes en el otro cubículo, nerviosos como infantes ante la visión de los códices. Podía oír sus elogios y exclamaciones dando gracias al Altísimo. Probablemente sólo era parte de la biblioteca de Patrick, lo que se había salvado, pero para ellos tenía un valor incalculable. Durante un instante compartió el júbilo de la comunidad. No podía dejar de pensar que ella había propiciado el hallazgo; recordó entonces la conversación con los druidas instándola a permanecer en el monasterio… Ellos parecían conocer hechos que iban más allá del tiempo.

Recobrado el ánimo, se acercó a una losa y se preparó para sentir su energía. En cuanto cerró los ojos y controló la respiración, sintió una fuerte sacudida que la obligó a mirar.

Los monjes, ajenos a su estado, permanecían de espaldas, ocultando la luz de la única antorcha encendida. Observó la oscuridad. Una sombra difusa, neblinosa, atravesó la estancia como impulsada por una brisa inexistente. Quiso gritar, pero su garganta no la obedeció. Tenía aspecto humano, e incluso le pareció reconocer la silueta de un hábito. Un intenso frío la acometió y se encogió instintivamente. La brumosa silueta se deslizó hacia el nicho frontal, el único que faltaba por explorar. Con el corazón helado, Dana se acercó hasta allí y, palpando, comprobó que tras un recodo el nicho se internaba más allá del espacio visible. El miedo la atenazaba, pero siguió adelante, avanzando a tientas en la oscuridad. Tras unos pasos, se topó con una losa que cegaba el túnel y su vello se erizó cuando algo crujió bajo sus pies.

En ese momento recuperó la voluntad.

—¡Aquí!

Los monjes se volvieron, sorprendidos. Brian entornó la mirada y, como guiado por un lóbrego presentimiento, corrió a acercarse. El silencio se apoderó del
sid
.

—¡Dios bendito! —musitó Roger cuando la antorcha iluminó el nicho.

Un cuerpo momificado, apoyado en la losa, los observaba con sus cuencas vacías. La sequedad del lugar había preservado la piel apergaminada sobre los huesos y parte del cabello. Lucía la tonsura frontal propia de los monjes irlandeses. El pútrido hábito estaba hecho jirones y manchado. La cruz de oro que colgaba en su pecho denotaba su rango superior. Brian se inclinó, levantó los harapos y dejó al descubierto una brecha en las costillas producida por algún tipo de daga o espada. Abrió la boca pero no dijo nada.

Fue Michel quien habló.

—Creo que hemos hallado por fin a Patrick O’Brien, el abad de San Columbano —musitó con extrema gravedad—. Que Dios lo tenga en su gloria.

—Sin duda es el abad —murmuró Berenguer tocando la pesada cruz.

—Ahora ya sabemos por qué nunca hallaron su cuerpo, murió aquí —concluyó Roger al tiempo que se persignaba.

Dana no podía apartar la mirada del cadáver. La piel pegada sobre el cráneo mostraba la sonrisa sobrecogedora de la muerte. Patrick O’Brien no había sido un simple monje, era el heredero del trono del
tuan
de Clare, elegido por los clanes según las costumbres tribales, pero renunció en favor de su hermano menor, Cormac. Su actitud servicial en el monasterio le había granjeado fama de hombre santo, y sus largas ausencias de la isla habían creado alrededor de él un halo de misterio. A pesar de los años transcurridos desde la noche del ataque vikingo al monasterio, las leyendas seguían vivas y propiciaban todo tipo de elucubraciones y temores supersticiosos. Dana pensó en la vaporosa silueta que había visto pasar y rogó para que el monje descansara finalmente en paz.

Al levantar los ojos le sorprendió la oscura expresión del hermano Michel, vuelto hacia Brian. El abad, pálido y con expresión de profundo abatimiento, observaba el cadáver.

—Estaba malherido —musitó Brian con voz ahogada—, pero logró poner a salvo parte del tesoro antes de romper la cadena y sellar el acceso desde la biblioteca. Probablemente intentó salir por el corredor original, pero el incendio de la cabaña cegó la entrada y lo dejó aquí, atrapado.

Dana reparó en la polvorienta lámpara junto a la reseca mano. Con un nudo en la garganta, imaginó el momento en que la mortecina llama se extinguió y sumió al desvalido monje en una noche eterna.

—Señala algo… —dijo entonces Guibert con la mirada fija en la mano descarnada del difunto, que permanecía extrañamente extendida hacia las losas del fondo del nicho.

El abad siguió la dirección hasta un estrecho hueco entre dos piedras dispuestas verticalmente.

—¡Luz!

Uno de los monjes acercó la antorcha y en el fondo de la oscura oquedad divisaron una superficie lisa y polvorienta.

—¡Parece un cofre!

Las finas manos de Dana lograron arrastrar una pequeña arca. Sentía un cosquilleo en la espalda, pero no tuvo el valor de volverse. Ninguno de sus compañeros parecía percibir nada. A una señal de Brian, Adelmo se acercó y levantó la tapa con cuidado. La madera crujió y los goznes oxidados se partieron.

—Parecen reliquias —señaló el monje veneciano.

En el interior descubrieron tres objetos extraños: la punta de una lanza, una espada y un pequeño caldero o cáliz de obsidiana con remaches metálicos. El hierro de las armas tenía una capa de óxido tan gruesa que se deshacía con sólo rozarla. El borde del cáliz mostraba relieves y símbolos imposibles de descifrar por el desgaste. Dana buscó los ojos de Eber y él la miró con expresión grave y asintió.

—Son reliquias muy antiguas, de tiempos míticos —dijo el monje irlandés haciendo esfuerzos por controlar el temblor de su voz.

—Las leyendas hablan de ellas… —prosiguió Dana—. No imaginé que todavía existieran.

—¿Creéis que son auténticas? —repuso Adelmo, sorprendido.

—Jamás lo sabremos —intervino Brian, pensativo. Su rostro parecía reflejar cierta frustración. Miraba más allá de los objetos, como si buscara algo que sólo él tenía en mente.

—Háblanos de estas reliquias —solicitó Michel mirando fijamente a Dana.

Ella carraspeó e intentó calmarse.

—La historia relata que los Tuatha Dé Danann poseían cuatro talismanes cuya magia los protegía y les permitió derrotar definitivamente a los malignos fomorianos. Cada uno de esos talismanes provenía de una de las míticas ciudades originales, situadas en el vasto mar del oeste, que tuvieron que abandonar antes de hallar refugio en Irlanda. Uno era la piedra Lia Fail, de la ciudad llamada Falias; la roca gemía cuando el rey legítimo de Irlanda la pisaba, pero fue llevada a Scone
[8]
, en la gran isla del este, y allí permanece. La espada es el arma invencible de Nuada, de la urbe de Gorias. La Lanza Infalible pertenece al dios Lug y fue traída de Finlas. Y, por último, el caldero mágico de Dagda, el padre de todos los dioses, procede de Murias; se le llamó el Caldero de la Vida por su capacidad para resucitar a los muertos en batalla.

—Es posible que estos objetos estuvieran aquí mucho antes de que se levantara la fortaleza de los O’Brien y la posterior abadía de Patrick —indicó Eber—. Tras la conversión de Irlanda sólo son viejas reliquias, carentes de los sobrecogedores poderes que los bardos elogiaron, por eso los druidas las dejaron junto a las tumbas de sus dueños. Patrick usó este lugar como biblioteca pero respetó la tradición de sus ancestros. Así debe permanecer, hermanos.

—Pero ¿por qué murió señalando el arca? —preguntó Guibert con el ceño fruncido.

Brian tomó la tapa del cofre y la acercó a la antorcha.

—Por esto —dijo al poco.

El abad señalaba unas finas hendiduras en la vieja madera.

—En sus uñas hay restos de astillas…, probablemente hizo esas marcas en plena oscuridad. Cuando supo que jamás saldría de aquí, guardó el arcón en el lugar donde siempre había estado. Confiaba en que algún día los druidas lograrían encontrarlo. Ahora bien, ¿qué quiso plasmar?

Durante un tiempo todos observaron las marcas. Eran toscas, hechas por una mano vacilante, al borde de la muerte.

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