Marcelo Birmajer sabe que la literatura no busca dar respuesta sino hacer más bellas y terribles las preguntas, y para ello todo escritor está obligado a contar una historia. Estos cuentos que hablan del amor y del matrimonio, de la paternidad y de la muerte, del sexo y la pasión, del engaño y el miedo a la soledad, surgen de aquella convicción. Playas, fiestas, hoteles, aviones, taxis, bares y cajeros automáticos son los escenarios de este libro que puede leerse también como una radiografía social de la época que nos toca vivir.
Con talento, humor y originalidad inusuales, Birmajer consolida su lugar en la narrativa en español y desliza, a través de personajes y situaciones memorables, una única certeza: todas nuestras desdichas provienen de la búsqueda de la felicidad.
Marcelo Birmajer
Historias de hombres casados
ePUB v1.0
Ariblack27.05.12
Título original:
Historias de hombres casados
Marcelo Birmajer, 1999.
Ariblack: (v1.0)
ePub base v2.0
Para José Padín
Cecilia y Julio habitaban una casa armónica. Muebles de caña, cortinas de bambú, un suave olor a sahumerios orientales. Todo lo que odio.
Julio era el escenógrafo de una obra teatral, con libro de mi autoría, estrenada hacía menos de un mes. Nos estaba yendo bien y Julio me invitó a cenar: conocería su casa y a su mujer.
Fui solo. A tono con la casa, Julio ofreció una comida oriental, hindú, para más datos, que me supo tan mal como la casa misma.
Aunque soy un devoto del chutney y de los sabores de las comidas orientales, los platos de Julio padecían de un exceso de colores; y los olores saturaban en lugar de invitar. Los amantes del hinduismo, como los amantes en general, siempre exageran.
Pese a que yo viviría en una obra en construcción antes que en una casa como ésa, debo aceptar que conformaba un estilo. Las cosas estaban en su sitio. Sólo un detalle hacía ruido: una pintura horrible colgada detrás de mí, en la pared posterior del comedor.
La vi ni bien entré y, como intuí que no me gustaría, le quité la vista de inmediato. No sé mentir y no quería iniciar mi visita con una mueca de desagrado. La cena se desarrolló con normalidad y me alegré de estar de espaldas al cuadro. De todos modos, segundo a segundo crecía en mí la alegre certeza de que no regresaría ni una vez más a ese dulce hogar, ni probaría otra vez el falso hinduismo de Julio, ni sentiría ese tufo a Ganges que me hacía difícil hasta respirar. La casa conspiraba contra todos mis sentidos.
Llegó el café, y el whisky. Nos levantamos.
Finalmente, uno es humano y los abismos nos atraen: giré y miré el cuadro. Era detestable.
Tres obreros mal dibujados alzaban sus puños contra un cielo negro. Todo al óleo. Un mazacote de pintura. Los obreros eran musculosos y de caras amargas, el clásico obrero que uno jamás ve por la calle. Sus alardes combativos eran aun más inexistentes, si cabe la expresión. Coincidían en la desafortunada ejecución del cuadro, la impericia y una incapacidad infantil.
Provocaba una mezcla de pena y repulsión.
—Es horrible —dijo Cecilia.
Giré asombrado. Por suerte había hablado antes de ver mi cara. No me gusta ser descortés. Prefiero cientos de veces la hipocresía.
—Lo colgué porque es de mi tío Rafael —agregó.
—Hay un cuento de un gran humorista israelí —dije—, Efraim Kishon, sobre una pareja que debe colgar un cuadro horrible que les ha regalado un tío, por temor a decepcionarlo si alguna vez los visita.
—Mi tío no lo regaló. Murió hace diez años. Lo mataron en Brasil.
Traté de armar un gesto que reflejara consternación.
—Lo mató la dictadura brasileña —agregó Julio.
Julio era de esas pobres personas que nunca han militado y envidian a los infelices que sí lo hicimos. Les atraen las historias de ese mundo al que no tuvieron acceso.
—Mi tío era un revolucionario romántico. Pero muy militante —dijo Cecilia—. En un bar o en una fábrica, no se dejaba pisar. Escribía, actuaba, pintaba. Este cuadro fue todo lo que pude encontrar en la pieza de la casa de mi abuela materna, donde él vivía antes de salir para Brasil. Una vez, cuando yo era chiquita, lo vi pintándolo, y dijo que cuando lo terminara me lo iba a regalar.
—¿Qué edad tenía tu tío? —pregunté.
—Cuando pintó este cuadro, treinta y cinco.
—¿Y vivía con la madre? —dije sin dejar traslucir sorpresa o burla.
—Era un hombre muy extraño.
Abandoné la conversación como un ladrón que deja sigilosamente una casa en la que no ha encontrado nada valioso. Pero Julio insistió aun un tramo más.
—El cuadro es verdaderamente horrible —dijo Julio—. Imagináte que hasta yo, que respeto tanto el pasado de Cecilia y sus afectos, dudé en dejar un cuadro tan feo a la vista. No es agradable entrar a casa y toparte con algo que no te gusta. Pero peor sería borrar el pasado.
El «pasado» y los «afectos» de Cecilia consistían en que había militado en la UES (la unión de estudiantes peronistas), dos meses antes del comienzo de la dictadura militar argentina. En ese entonces Cecilia acababa de cumplir catorce años; el destino había querido verla llegar hasta los treinta y cinco, y que compartiéramos aquella cena.
—¿En qué circunstancias murió tu tío? —pregunté.
—Parece que intentando cruzar la frontera con Uruguay. Ya lo estaban persiguiendo. Las noticias que nos llegaron dicen que le pegaron un balazo en la frente.
—¿Quiénes lo perseguían, y por qué? —intenté armarme el cuadro; otro.
—Nunca quedó claro —dijo Cecilia—. Su práctica social era revulsiva en muchos aspectos.
Debo reconocer que Cecilia, si bien insoportable, tenía un cuerpo muy a contramano de la casa. No era de caña ni olía a sahumerio. Era el clásico físico de yegua desbocada: pechos suntuosos y grupa joven. Sabía caminar y resultaba difícil mirarla con decoro. Por suerte Julio no parecía celoso. Los escenógrafos están acostumbrados a que uno admire lo que ponen en escena.
Vivían a una cuadra de Santa Fe y Canning, y luego de despedirme caminé por Santa Fe pensando en las similitudes entre aquella cena y el cuento de Kishon. Eran cerca de la una y media, y la avenida ya estaba tomada por los homosexuales masculinos que se buscaban unos a otros como luciérnagas. El cuerpo del tío nunca había aparecido, y quizá Cecilia temía que alguna vez se presentara, o su fantasma, y le preguntara a su querida sobrina dónde había puesto el cuadro que él espontáneamente le había dedicado. El cuento humorístico se tornaba una anécdota siniestra. Sin embargo, yo estaba convencido de que tanto Cecilia como Julio gustaban de tener ese cuadro allí, que los comprometía de algún modo con una historia política que nunca habían vivido y los obligaba a narrar un drama atrapante.
Llegué a casa y me sumergí suavemente en la cama, intentando no despertar a Jimena. No lo logré.
—¿Estuvo buena la cena? —me preguntó.
—El clásico «jamás volveré» —dije—. Te salvaste.
Sonrió e inmediatamente regresó al mundo de los sueños. Yo permanecí algunos instantes despierto en el mundo de los muertos, en el de los engaños, en el de las vanidades humanas. Me dormí en todos ellos.
Vi a Julio a menudo mientras duró la obra. Él pasaba todas las noches a revisar cada una de sus creaciones. Yo muy cada tanto me daba una vuelta.
Como la obra fue un éxito y permaneció en cartel a lo largo del año, nos vimos una buena cantidad de veces. Debo reconocer que cada vez que lo veía recordaba las formas de su esposa, pero Julio era una buena persona. Me gustaba su don de gentes, su buen aspecto, su cordialidad.
¿Qué es una buena persona? Simplemente alguien que evita sufrimientos a los demás. Uno de esos escasos seres humanos que prefieren engañarnos antes que decirnos una palabra desagradable sobre nosotros mismos. Fui descubriéndolo de este modo en los sucesivos encuentros posteriores a aquella cena. Cierta noche, por ejemplo, nos encontramos en una pequeña sala al final de los camarines, detrás del escenario. Era el sitio donde se guardaba la utilería.
Julio y su ayudante, Osvaldo, restañaban la pintura de uno de los muebles de la obra, un armario de tergopol, que se había corrido por los golpes.
Julio me encontró en el pasillo. Me invitó a pasar a la salita y charlar con él mientras trabajaban. Había mate y ginebra. Acepté y bebí alternativamente.
—Hay gente más discreta que lo que corresponde —dijo Julio en un tono mesurado, algo distinto del que había utilizado en su casa.
Yo creo que Cecilia lo modificaba, lo obligaba tácitamente a fingir una cierta sofisticación.
—Fijáte acá: Osvaldo.
Me fijé en Osvaldo. Un gordito retacón, con la mirada huidiza y el pelo enrulado. Tenía ese algo de bonachón de todos los trabajadores manuales, especialmente los ayudantes de escenógrafos. Pero no levantaba la vista, como si mirar de frente a otro fuera ya un movimiento agresivo.
—Siempre quiso pintar. Lo conozco desde hace diez años. Y hace diez años que corrige objetos para obras teatrales, o aplica las manos de pintura en mis diseños. Pero no te hace un cuadro ni aunque se lo quieran comprar. No se anima. Tiene adoración por el arte. Fijáte el tío de mi mujer, Rafael. Vos sabés cuánto lo respeto como ser humano… pero ¿cómo se animó a pintar ese cuadro? ¿Por qué una persona pinta si no tiene ni idea de cómo se hace? ¿Por qué no se interrumpe cuando nota que lo que está haciendo es horrible? Quizá soy un esteticista insensible y no entiendo las razones políticas. ¿Quién sabe? Quizás es mejor un cuadro horrible que deja testimonio de un pasado político valioso, que un cuadro maravilloso sin una historia detrás.
Julio decía nuevamente estupideces, como si hablar de su casa ya lo intoxicara. Sin embargo, acabó su perorata con una frase auténtica:
—De todos modos, es una injusticia que cualquier temerario pinte un cuadro horrible; y quien se pasa la vida pintando, como Osvaldo, no se anime siquiera a intentar.
Nos despedimos y vi los rulos del cabizbajo Osvaldo agitándose al ritmo de su incesante trabajo.
La obra finalmente bajó de cartel (se repuso una buena cantidad de veces en sucesivas vacaciones de invierno) y yo cumplí mi promesa de no visitar más la casa de Cecilia y Julio.
No me hubiese desagradado encontrarme por casualidad con Cecilia: sé que ese tipo de mujeres, casadas con hombres como Julio, dan como resultado una esposa infiel, y ésa es una fuente en la que me gusta abrevar. También me alegré de que el destino no me hubiese presentado esa tentación.
Al que sí reencontré fue a Julio. Por casualidad, en el crudo invierno que se desató seis meses después de aquella función en la que nos habíamos visto por última vez.
Yo estaba sentado en un bar de la calle Corrientes, pensando en que por muchos años que pasaran desde que uno dejaba el cigarrillo, las ganas de fumar nunca se agotaban. Había entrado con urgencia para orinar y luego me había dado tanta pereza salir a la calle que, aunque detesto el grueso de los bares de esa avenida, permanecí tomando un café, infundiéndome ánimos antes de retornar a la estepa. Jimena me aguardaba en casa y saberlo me hacía dichoso. Me congratulaba por habernos mantenido juntos todo ese tiempo. Y entonces vi a Julio por la ventana.