Cormac tenía el sueño ligero, y el estofado de la cena lo mantenía en un irritante duermevela que le hacía gruñir constantemente. No podía evitar revivir una y otra vez la noticia de la humillante derrota sufrida por el vikingo Osgar de Argyll en San Columbano. Aún no se explicaba cómo aquellos avezados guerreros del mar habían sucumbido ante un puñado de monjes… La posibilidad de que hubieran interrogado al cabecilla de la horda incrementaba su desazón. Tarde o temprano debería enfrentarse al fracaso de su treta, pero necesitaba descansar y tener la mente fresca para urdir el modo de solventar aquel problema.
Su malhumor se incrementó cuando el silencio que precisaba para conciliar el sueño se vio interrumpido por el sonido de furtivos pasos y el chirrido de alguna puerta. Aguzó el oído y se dio cuenta de lo absurdo de sus sospechas; ninguno de sus siervos osaría entrar sin permiso. Cuando oyó el crujido de pergaminos, se irguió de golpe. No pudo evitar pensar en el siniestro Vlad. Los gruesos muros y las puertas atrancadas de la fortaleza no lograrían impedir que aquel extranjero penetrara hasta el corazón mismo del edificio si ésa era su voluntad, pero no sentía el hormigueo y el hielo en el alma que infundía su cercanía y, además, nada podía querer de él, salvo tal vez mofarse por el fracaso del ataque de Osgar, ya vaticinado por el
strigoi
.
No era Vlad.
Se levantó con cautela y se acercó lentamente hacia la estrecha puerta del fondo, que daba acceso a la estancia contigua. Nadie penetraba allí jamás. El intruso tenía que haber cruzado por fuerza su propia cámara.
Estaba solo, su esposa dormía en el ala opuesta de la fortaleza. Tomó una gruesa rama de las que aún humeaban entre los rescoldos del hogar y siguió avanzando. Las tablas del suelo crujieron bajo sus pies. La puerta estaba entornada; desde el vano consiguió ver el tenue resplandor de una vela y una sombra, de espaldas, inclinada sobre un viejo arcón.
La inquietud se apoderó de él. Esa vieja arca no se había abierto en muchos años… Su contenido era secreto… su honor de monarca debía preservarse a toda costa. Tomó aire, abrió la puerta y golpeó con fuerza a la desprevenida sombra. La madera crujió y, tras un quedo suspiro, el intruso cayó inerte. Cormac, temblando, dio un paso adelante y rozó su espalda con el pie. Esparcidos por el suelo había viejos pergaminos, de tono amarillento. Tomó la vela y se inclinó.
—¡Brian! —exclamó, sorprendido, al reconocer al abad con el atuendo de los soldados de su guardia.
Su tez perdió el color, tuvo que apoyarse contra la pared para recuperar el aliento. El monje permanecía boca abajo, con los ojos cerrados. El hombre que había sacado a Dana de las mazmorras de su fortaleza, vencido a sus hombres, sobrevivido a un intento de asesinato y derrotado a una horda de vikingos, había caído a sus pies como lo habría hecho un imprudente y curioso sirviente. No podía dar crédito. Imaginaba por dónde había entrado en el castillo y una vez más maldijo a los soldados por su ineptitud. Su presencia allí sólo podía significar que los peores presagios se habían cumplido: Brian había averiguado la verdad o se había acercado tanto a ella que ésta se haría evidente sin remedio.
Tuvo la tentación de matarlo allí mismo, pero se dijo que eso despertaría dudas entre sus súbditos y sobre todo en el astuto Morann. Intentó serenarse. No era necesario mancharse las manos de sangre. La acción del monje era un terrible delito que podía significar su final y el de San Columbano. Pero aún quedaba una cosa por hacer. Algo que diluiría cualquier declaración posterior del monje.
Con manos temblorosas, comenzó a recoger los pergaminos.
No avisó a la guardia hasta que el fuego los hubo consumido totalmente. Mientras los guardias penetraban alterados en sus aposentos, Cormac miraba las cenizas.
Esgrimía una sonrisa triunfal.
La silueta del antiguo dolmen se recortaba sobre una abrupta colina que emergía entre la espesura circundante. Las piedras, húmedas y cubiertas de moho, brillaban bajo la claridad de la luna. Ese lugar, sagrado para los celtas, guardado durante siglos por los druidas, rezumaba malignidad desde que una sacrílega presencia lo había tomado como refugio.
La sombra ascendió por el sendero resbaladizo. Una vez arriba, se apostó junto a los monolitos y observó las copas de los árboles que refulgían grisáceos y se extendían por los cuatro puntos cardinales hasta ser engullidos por las tinieblas. Su cuerpo temblaba tras el encuentro con Brigh. Apenas podía pensar en su misión, y eso le enfureció. El esperado momento había llegado y no podía distraerse. Pero aún sentía la fuerza de aquella muchacha —tan inocente, tan maleable y a la vez tan poderosa— en cada poro de su piel.
Sacó el brasero y, golpeando el pedernal, encendió un poco de yesca seca. Sopló con fuerza y, cuando una llama escuálida iluminó su semblante cadavérico, echó un puñado de hojas desecadas que extrajo de una bolsa de cuero. Un aroma singular se esparció por el aire. Al momento, de entre los recodos y las cornisas del accidentado montículo brotaron susurros y frases quedas.
Poco después, un nutrido grupo de sombras siniestras emergió de distintos puntos con movimientos lentos y renqueantes.
—Mi señor…, habéis vuelto…
Vlad sonrió con desprecio. Sintió deseos de desenvainar su cimitarra y acabar con aquellas almas pútridas, pero los necesitaba.
—Acercaos y escuchad al séptimo
strigoi
.
Ninguna de las sombras entendió sus palabras, pronunciadas con la solemnidad de los clérigos, pero su presencia bastaba para someterlos.
—¿Atacamos ese monasterio, mi señor? —preguntó Llochru—. No son más que un puñado de monjes afeminados… —Se retorcía las manos como si estrangulara un cuello invisible. En su locura se había convertido en el más fiel de sus siervos.
El
strigoi
oteó el oscuro horizonte y ni siquiera se molestó en replicar las palabras de aquel sádico ignorante. Su discreta vigilancia del cenobio había sido fructífera. Por fin había visto a Dana, de la que tantas cosas había logrado averiguar en esos días pero cuyo rostro seguía siendo un misterio. Se recreó en su belleza sensual y delicada que ni el barro había logrado opacar. Recordó las celosas palabras de su esposo, el maltrecho Ultán, al que acababa de matar. De ellas obtuvo la evidencia de que ni siquiera el virtuoso Brian de Liébana había podido resistirse el magnetismo de la irlandesa y sonrió al vislumbrar la brecha que buscaba para violar el santuario de los hermanos del Espíritu. Si Brian había abierto las puertas de su alma a esa mujer, sin duda había hecho lo propio con las de San Columbano. Tuvo ansias de reírse a carcajadas. Después de tantos esfuerzos por preservar el Códice de San Columcille y la biblioteca, no podía entender que el astuto hermano Michel hubiera consentido tal necedad. Eufórico, se dijo que gracias a la debilidad del abad, podría asestarle, a él y a su obra, un golpe definitivo y humillante.
—Esos malditos monjes han repelido un ataque de los vikingos y vigilan atentos cualquier movimiento sospechoso. —Hablaba para sí, no esperaba sugerencias ni aprobación—. Debemos sorprenderlos, y sé cómo lograr que nos franqueen las puertas del monasterio y sufran la mayor de las humillaciones. Después llegará vuestro momento y la liberación…
—¿Cuándo será ese momento, señor? —preguntó uno empujando a los otros para acercarse más al brasero.
—Antes debo hacer algo —musitó el
strigoi
con voz gutural.
A continuación, dio una patada al brasero y, al contacto con la húmeda hierba, el fuego se apagó. Gritos de frustración se elevaron en la colina, pero nadie osó levantar una mano contra Vlad.
—¡Habéis olido el aroma del Paraíso! Permaneced ocultos en el bosque hasta mi regreso —les ordenó—. Evitad a los druidas y matadlos si tratan de alejaros. Cuando vuelva, habrá llegado el momento. Recordad que cuanta más sangre derraméis, mayor será vuestra dicha allá adonde os enviaré…
El aire se llenó de gritos de júbilo y gruñidos ansiosos. Vlad levantó las manos, satisfecho, henchido de vanidad; se sentía como un dios idolatrado. Fijó la mirada más allá del bosque, donde sabía que se elevaba el monasterio junto al acantilado.
—Vigilad la noche, malditos monjes, el heraldo de la muerte ha llegado. Las puertas de San Columbano ya están abiertas para mí, pronto lo comprenderás, Brian de Liébana.
Dejándose llevar por el furor acumulado después de lo ocurrido aquella noche, desenvainó la espada, golpeó con brutalidad al secuaz que tenía más cerca e imaginó que la sangre que manaba de la sien del desdichado era la del abad del monasterio.
La pequeña embarcación de pesca cimbreaba escorada por el fuerte viento. La luz plomiza teñía de negro las aguas y Dana apenas podía contener el pavor que le causaban las ondulantes olas a su alrededor. Jamás había subido a una barca, sólo la esperanza de encontrar a Calhan había podido vencer el terror de poner los pies sobre la inestable cubierta. A su lado, Eber se erguía altanero: asido a la soga que contenía el aleteo de la única vela, aspiraba el húmedo aire sin importarle que las salpicaduras cubrieran de salitre su viejo hábito. Más de un año de reclusión en San Columbano había despertado sus ansias de viajar y no disimulaba su satisfacción.
En la bulliciosa Galway habían pasado la noche y a la mañana siguiente habían contratado la pequeña barca y a sus tres marinos con destino a la isla de Rathlin, cuya distancia, si el tiempo acompañaba, podía cubrirse en apenas tres jornadas de navegación, recalando en la costa durante la noche. Bordeando la agreste costa del reino del Ulster, una favorable brisa del sur los había acompañado hasta su destino, a seis millas mar adentro del puerto de Antrin. Habían pasado cuatro días largos colmados de ansia y tensión pero sin incidentes.
—¡Llegaremos esta misma mañana! —aseguró exultante el irlandés. Sus ojos claros le regalaron una chispa de optimismo—. Es posible que cuando caiga la noche el pequeño Calhan duerma en tu regazo.
Dana asintió e intentó controlar las náuseas que ni el jugo de jengibre había logrado apaciguar. Se asió con más fuerza y aspiró profundamente para serenarse. Eber se acercó hasta el timonel y tomó asiento a su lado. Ella se apartó del borde y corrió a apoyarse en el grueso mástil. Entonces pensó en Brigh, bajo la custodia de los druidas, oculta en el corazón impenetrable del robledal. Desde el encuentro con Vlad había germinado en ella un temor distinto. Algo habían percibido el uno en el otro, y ahora, además de por su vida, Dana temía por su alma. Pero la búsqueda de Calhan no podía posponerse. Confiaba en que fuera un viaje fructífero y rápido. Deseaba regresar con su hijo y, junto a la muchacha, huir lejos del influjo del
strigoi
. Los monjes la habían iniciado en el secreto de la biblioteca, pero también la habían instado a alejarse del peligro. Debía pensar en los pequeños antes que en los libros.
Tal y como había anunciado Eber, el perfil del islote se recortó pronto en el brumoso horizonte. Su aspecto apenas difería del resto de Irlanda: suaves colinas de un intenso verde salpicadas de bosquecillos de robles y castaños que en la distancia sólo eran oscuras manchas en el terreno. Escuchó plegarias a algún olvidado dios marino y se volvió hacia la cubierta. Provenían de los tripulantes: un padre de pelo blanco y piel tan ajada como la madera de su barca, ayudado por sus dos hijos, todos pescadores e hijos de pescadores que manejaban con precisión la pequeña embarcación y habían efectuado aquel trayecto incontables veces. El anciano inclinó su cuerpo sobre el timón, y la quilla enfiló certera hacia el pequeño puerto de Rathlin. Según ellos, apenas un puñado de personas vivían en aquella ínsula, en tradicionales
rath
de mimbre y bálago. La pesca y la cría de unas pocas cabezas de ganado les permitían una precaria subsistencia.
Poco antes de arribar al muelle de tablas y troncos, un funesto presagio se apoderó de Dana. En cuanto amarraron, saltó a la pasarela e intentó avanzar con pasos renqueantes hacia la explanada donde se elevaban las humildes cabañas de los pescadores. La inesperada llegada de una bella joven de cabellera rubia y un fornido monje no pasó desapercibida para los habitantes de la aldea, pero la curiosidad no se impuso a la preocupación: sus miradas se dirigían sombrías hacia un recodo del camino que ascendía y se perdía tras una colina.
Los recién llegados comprendieron al momento la causa de tal expectación. Primero se escuchó el canto de varias voces y luego, tras un monje de hábito gris, con la tonsura de la Iglesia de Iona, que portaba una cruz de madera, seguía una procesión: un puñado de religiosos y casi una docena de hombres y mujeres. Los aldeanos les abrieron paso persignándose con la cabeza inclinada. Viejas oraciones en gaélico, compuestas tal vez por el pío san Columcille o san Patricio, se mezclaban con las volutas amarillentas que esparcía el incensario de latón balanceado por un joven novicio.
—Están exorcizando la aldea —dijo Eber, grave—. Habrá ocurrido algo…
Dana no podía creer que se tratara de una simple casualidad. En su mente se repetían las últimas palabras de Ultán. Había querido advertirle algo sobre su hijo…
Lo que oyó a su alrededor le heló el alma.
—El fuego se desató de pronto… ¡Nadie se lo explica! Oswio era un hombre juicioso y prudente… ¡Un accidente! Tal vez el pequeño estaba jugando en el hogar y… ya se sabe.
—Piensa lo que quieras, pero esta isla es muy pequeña y nada se mueve sin que alguien lo advierta.
—Tienes razón, dicen que vieron una sombra rondar la granja…
—Una barca amarró al anochecer en las rocas…
Dana desfalleció y Eber la sostuvo con cuidado, ajeno a las desconfiadas miradas de los aldeanos. Haciendo valer su condición de monje, el irlandés exigió saber lo ocurrido, pero muy pocos detalles se sumaron a la desgracia musitada.
Ascendieron en silencio por el sendero fangoso por el que había regresado la procesión y, en cuanto coronaron la cima, vislumbraron a lo lejos la columna de humo gris mezclándose con la bruma. El frágil
rath
había ardido hasta los cimientos, y en los corrales los cerdos chillaban y tenían feas quemaduras en la piel. No había sido un saqueo y eso era precisamente lo que había despertado los recelos en la isla. Oswio era un porquerizo huraño que vivía cómodamente, no se le conocían enemigos ni tenía deudas.