¿Bien? ¿Bien, pedazo de idiota? ¿Cuándo demonios crees que fue la última vez que estuve bien?
—¡No, maldita sea! ¡He manchado la cama!
—Ya he calentado el agua para el baño, señor. ¿Puede levantarse?
En una ocasión anterior, Frost había tenido que derribar la puerta.
Tal vez debería dejarla abierta durante la noche. Pero, entonces, ¿cómo iba a poder dormir?
—Creo que sí —masculló Glokta. Apretó la lengua contra sus encías desnudas y, entre temblores, se levantó de la cama y se dejó caer en la silla que había al lado.
Su pierna izquierda, una grotesca masa de carne sin un solo dedo, daba pequeñas sacudidas sin que pudiera controlarla aún. Glokta le clavó una mirada llena de odio.
Maldita hija de puta. Trozo de carne repulsivo e inútil. ¿Por qué no te amputaron sin más? ¿Y por qué no lo he hecho yo todavía?
Pero sabía muy bien la razón. Mientras siguiera teniendo la pierna podía pretender que era a medias un hombre. Lanzó un puñetazo a su muslo atrofiado e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho.
Estúpido, estúpido
. El dolor le subió por la espalda con una intensidad algo superior a la de antes, pero iba creciendo por momentos.
Venga, venga. No nos peleemos
. Empezó a frotarse suavemente su carne inerte.
No ves que estamos condenados a estar juntos, ¿por qué me torturas así?
—¿Puede llegar hasta la puerta, señor? —Glokta, asqueado por el olor, arrugó la nariz y, agarrando su bastón, se puso de pie lenta y dolorosamente. Se dirigió renqueando hacia la puerta y estuvo a punto de resbalarse a mitad de camino, aunque en el último momento logró enderezarse con una atroz punzada de dolor. Descorrió el cerrojo, se apoyó en la pared para no perder el equilibrio y tiró de la puerta.
Al otro lado le aguardaba Barnam con los brazos extendidos para poder cogerle.
Qué ignominia. Pensar que Sand dan Glokta, el más grande espadachín que ha dado La Unión, necesita que un anciano le conduzca al baño para que pueda limpiarse su propia mierda. Todos esos idiotas a los que vencí deben de estar partiéndose de risa, eso si es que se acuerdan de mí. Yo mismo me reiría, si no doliera tanto
. De todos modos, liberó del peso a su pierna izquierda y pasó un brazo alrededor de los hombros de Barnam sin rechistar.
¿Qué ganaría con ello? Más vale que me ponga las cosas fáciles. Todo lo fáciles que pueda
.
Glokta respiró hondo.
—Ve con calma, la pierna aún no se ha despertado del todo —dando pequeños saltos, avanzaron a trompicones por el pasillo, que apenas era lo bastante ancho para que pudieran pasar los dos. El cuarto de baño parecía encontrarse a un kilómetro de distancia.
O más. Preferiría caminar cien kilómetros en mi anterior estado que ir al cuarto de baño en mi estado actual. En fin, es mi triste sino. Nunca se puede volver atrás. Nunca
.
El vapor produjo una deliciosa sensación de calor a la viscosa piel de Glokta. Ayudado de Barnam, que le sujetaba por debajo de los brazos, levantó lentamente la pierna derecha y la introdujo con cautela en el agua.
Maldita sea, sí que está caliente
. El anciano sirviente le ayudó a meter la otra pierna y, luego, le cogió de las axilas y lo fue bajando como si fuera un niño hasta que el agua le llegó al cuello.
—Ahhh —una sonrisa desdentada rasgó el semblante de Glokta—. Está caliente como la fragua del Creador, Barnam. Justo como a mí me gusta —ahora que el calor le iba penetrando en la pierna, el dolor comenzaba a remitir.
No desaparece. Nunca desaparece. Pero mejor. Mucho mejor
. Glokta casi empezaba a sentirse capaz de afrontar un nuevo día.
Hay que aprender a valorar las pequeñas cosas de la vida, como los baños calientes. Hay que valorar esas pequeñas cosas cuando no se tiene nada más
.
En el minúsculo comedor del piso de abajo le aguardaba el Practicante Frost, que se las había arreglado para embutir su voluminoso cuerpo en una silla baja que había pegada a la pared. Glokta se dejó caer en la otra silla que había y percibió el olorcillo de un humeante cuenco de papilla del que sobresalía inclinada sin apoyarse en los bordes una cuchara de madera. Le sonaron las tripas y la boca se le inundó de saliva.
En otras palabras, todos los síntomas de una náusea incontenible
.
—¡Hurra! ¡Otra vez papilla! —gritó Glokta, volviéndose para mirar la hierática figura del Practicante— ¡Papilla y miel, comida de caballeros, mejor que dinero, papilla y miel!
Los ojos rosáceos de Frost ni siquiera pestañearon.
—Es una canción que solía cantarme mi madre de niño. Pero ni siquiera así consiguió que me comiera esta bazofia. Ahora, en cambio —dijo metiendo la cuchara en el cuenco—, siempre me quedo con ganas de repetir.
Frost le devolvió la mirada.
—Es sana —Glokta se embutió en la boca una cucharada de la dulzona papilla y luego introdujo de nuevo la cuchara en el cuenco—. Deliciosa —añadió, metiéndose otra— y, lo más importante de todo —concluyó, tras atragantarse un poco con el siguiente bocado—, no hay que masticarla —apartó el cuenco, que seguía medio lleno, y tiró la cuchara a la mesa—. Mmmmm —se relamió—. No hay nada como un buen desayuno para empezar el día, ¿no crees?
Era como mirar una pared encalada, aunque bastante menos emocionante.
—De modo que el Archilector quiere verme otra vez, ¿eh?
El albino asintió con la cabeza.
—¿Y qué crees tú que puede querer de gente como nosotros nuestro ilustre jefe?
Un encogimiento de hombros.
—Hummm —Glokta se sacó con la lengua los trozos de papilla que se le habían quedado metidos en las encías—. ¿Te pareció que estaba de buen humor?
Otro encogimiento de hombros.
—Vamos, vamos, Practicante Frost, no me lo digas todo de una vez. No doy abasto.
Silencio. Barnam entró en la sala y retiró el cuenco.
—¿Desea algo más, señor?
—Pues claro. Un buen trozo de carne medio cruda y una manzana crujiente —Glokta miró al Practicante Frost—. De niño me gustaban las manzanas.
¿Cuántas veces he hecho esta gracia?
Frost le miraba impasible; ni asomo de risa. Glokta se volvió hacia Barnam, y el anciano le devolvió una hastiada sonrisa.
—Oh, venga —suspiró Glokta—. Un hombre no puede perder nunca la esperanza, ¿no?
—Desde luego, señor —dijo el sirviente y, acto seguido, se dirigió a la puerta.
¿No puede?
El despacho del Archilector se encontraba en la última planta del Pabellón de los Interrogatorios, y para llegar a él había que subir un buen trecho. Peor aún, a esa hora los pasillos estaban atestados de Practicantes, secretarios e Inquisidores, que pululaban por todas partes como hormigas en un hormiguero a punto de desmoronarse. Cada vez que se sentía observado, Glokta proseguía su renqueante marcha con una sonrisa, manteniendo la cabeza bien alta. Cada vez que se sabía solo, se paraba para tomar aliento, perjuraba, maldecía y se frotaba y se palmeaba la pierna para tratar de devolverle un poco de vida.
¿Por qué tiene que estar tan arriba?
, se preguntaba mientras avanzaba renqueando por los lúgubres salones y las escaleras de caracol del laberíntico edificio. Cuando por fin llegó a la antecámara estaba exhausto, respiraba con suma dificultad y tenía la mano izquierda tan irritada que le costaba sujetar la empuñadura del bastón.
Atrincherado detrás de un oscuro escritorio que ocupaba la mitad de la sala, el secretario del Archilector le examinaba con una mirada suspicaz. Enfrente había unas cuantas sillas para que la gente pudiera ponerse nerviosa mientras esperaba, y dos Practicantes gigantescos, tan inmóviles e inexpresivos que parecían formar parte del mobiliario, flanqueaban las enormes puertas del despacho.
—¿Tiene cita? —inquirió el secretario con voz chillona.
Sabes perfectamente quién soy, engreído de mierda
.
—Por supuesto —le espetó Glokta—. ¿Cree que he venido arrastrándome hasta aquí para admirar su escritorio?
El secretario le lanzó una mirada displicente. Era un joven pálido y bien parecido con una mata de pelo rubio.
¿El hinchado quinto vástago de un noble de segunda dotado de una entrepierna hiperactiva se cree con derecho a tratarme con condescendencia?
—¿Su nombre es...? —preguntó con sorna el secretario.
La ascensión había acabado con la paciencia de Glokta. Estrelló el bastón contra la mesa y el secretario estuvo a punto de saltar de la silla.
—¿Qué es usted, un maldito imbécil? ¿Cuántos Inquisidores tullidos tienen ustedes aquí?
—Er... —dijo el secretario moviendo nervioso la boca.
—¿Er? ¿Er? ¿Qué es eso, un número? ¿Hable claro?
—Bueno, yo...
—¡Soy Glokta, pedazo de asno! ¡El Inquisidor Glokta!
—Sí, señor, yo...
—¡Mueva el culo, cretino! ¡No me haga esperar ni un minuto más! —el secretario se levantó de un salto, corrió hacia la puerta, empujó una de las hojas y se hizo respetuosamente a un lado—. Así está mejor —gruñó Glokta renqueando detrás de él. Al pasar junto a los Practicantes, levantó la vista. Estaba casi seguro de que uno de ellos tenía una leve sonrisa.
La sala apenas había cambiado desde la última vez que había estado allí, hacía ya seis años. Era un amplio espacio circular, cubierto por una cúpula decorada con unos rostros de gárgola, y desde cuya única ventana se podía contemplar una espléndida vista de los chapiteles de la Universidad, un buen tramo del perímetro externo de la muralla de Agriont y, un poco más a lo lejos, la imponente silueta de la Casa del Creador.
La cámara estaba prácticamente forrada de estantes y armarios llenos hasta los topes de archivadores y documentos cuidadosamente ordenados. Unos pocos retratos miraban desde las paredes blancas, entre ellos uno enorme que representaba al actual monarca de la Unión de joven, con aspecto prudente y severo.
Salta a la vista que lo pintaron mucho antes de que se convirtiera en un viejo chocho. En los últimos tiempos tiene bastante menos aire de autoridad y se le caen bastante más las babas
. En el centro de la sala había una mesa redonda, con un mapa de la Unión muy detallado pintado en su superficie. Todas las ciudades en las que había una sección de la Inquisición aparecían señaladas con una piedra preciosa y en el centro se alzaba una diminuta réplica en plata de Adua.
El Archilector se hallaba sentado detrás de la mesa en una silla alta y vetusta, enfrascado en una conversación con otro hombre: un vejestorio enjuto, encalvecido y de semblante avinagrado, que vestía una toga negra. Mientras Glokta se acercaba cojeando hacia ellos, Sult alzó la vista y le sonrió; la expresión del otro hombre apenas experimentó cambio alguno.
—Ah, Inquisidor Glokta, me alegra mucho que haya podido acompañarnos. ¿Conoce al Supervisor General Halleck?
—No he tenido el gusto —dijo Glokta.
Aunque no me da la impresión de que vaya a suponer ningún gusto
. El anciano burócrata se levantó y estrechó la mano de Glokta con escaso entusiasmo.
—Es Sand dan Glokta, uno de mis Inquisidores.
—Sí, claro —susurró Halleck—. Tengo entendido que en tiempos estuvo en el ejército. Si no me equivoco, una vez le vi en un combate de esgrima.
Glokta se dio un golpecito en la pierna con el bastón.
—No debió de ser hace poco.
—No —durante unos instantes reinó el silencio.
—Es probable que dentro de no mucho se conceda al Supervisor General un nombramiento muy importante —dijo Sult—. Un puesto en el Consejo Cerrado, nada menos. —
¿El Consejo Cerrado? ¿Es eso posible? Un nombramiento verdaderamente importante, sin duda
.
Halleck, sin embargo, no parecía demasiado entusiasmado.
—Sólo lo daré por hecho cuando Su Majestad tenga a bien comunicármelo —le espetó—, no antes.
Sult sorteó hábilmente aquel terreno escabroso.
—Estoy convencido de que el Consejo considera que es usted el único candidato que merece su recomendación, sobre todo ahora que Sepp dan Teufel ha quedado descartado. —
¿Nuestro viejo amigo Teufel? ¿Descartado para qué?
Halleck frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Teufel. Estuve diez años trabajando con ese hombre. Nunca me gustó —
ni él ni nadie, a juzgar por tu aspecto
—, pero jamás se me hubiera ocurrido pensar que fuera un traidor.
Sult sacudió apesadumbrado la cabeza.
—A todos nos dejó consternados, pero aquí está su confesión, en negro sobre blanco —y, a continuación, levantó un pliego doblado con gesto compungido—. Me temo que la corrupción está más arraigada de lo que pensábamos. ¿Quién puede saber eso mejor que alguien como yo, cuya ingrata tarea es limpiar el jardín de malas hierbas?
—Cierto, cierto —masculló Halleck asintiendo con gravedad—. Merece usted nuestro máximo reconocimiento. Y usted también, Inquisidor.
—Oh, yo no he hecho nada —dijo humildemente Glokta. Los tres hombres se miraron con fingido respeto.
Halleck echó hacia atrás su silla.
—Bueno, los impuestos no se recaudan solos. Debo regresar al trabajo.
—Disfrute de los pocos días que le quedan en su puesto —dijo Sult—. Le doy mi palabra de que el Rey no tardará en mandarle llamar.
Halleck tan sólo se permitió esbozar una mínima sonrisa y, a continuación, inclinó levemente la cabeza y se fue sin decir palabra. El secretario le acompañó hasta la salida y luego cerró tras de sí las pesadas puertas. Una vez más se hizo el silencio.
Que me aspen si soy yo el que lo rompe
.
—Imagino que se estará preguntando de qué iba todo esto, ¿no es así, Glokta?
—Esa pregunta se me ha pasado por la cabeza, Eminencia.
—Seguro que sí —Sult se levantó majestuosamente de la silla y se dirigió hacia la ventana entrelazando a su espalda sus manos enguantadas de blanco—. El mundo cambia, Glokta, el mundo cambia. El viejo orden se desmorona. Lealtad, deber, orgullo, honor; todos esos conceptos están pasados de moda. ¿Y qué los ha reemplazado? —volvió un instante la cabeza y frunció la boca—. La codicia. Los mercaderes son el nuevo poder de la nación. Los banqueros, los tenderos, los comerciantes. Hombres pequeños con mentes pequeñas y pequeñas ambiciones. Hombres que sólo son leales a sí mismos, cuyo único deber es el que tienen contraído con su propia bolsa, cuyo único orgullo es estafar a sus superiores, cuyo único honor es el que se puede pesar en monedas de plata. —
Sobra que le pregunte cuál es su postura con respecto de la clase de los mercaderes
.