—Paustovski llegó hasta Krasnovodsk, ahí se le acabó el dinero que le habían entregado como anticipo. Entonces regresó vía Bakú.
—¿Así que los barcos que estuvo esperando no llegaron nunca?
Ilia Ilich asintió con cautela, temeroso de provocar mi desilusión hacia su admirado escritor.
Pero no fue desilusión lo que sentí. Más bien una sensación de desconcierto por la facilidad con la que Paustovski había manipulado los hechos, hasta en sus memorias. Una cosa es aderezar con invenciones una historia «que habla de la realidad», y otra muy distinta es someter la propia vida a las leyes de la literatura, pues eso la sitúa a medio camino entre la verdad y la ficción. De repente me vino a la memoria una frase de la que en su momento deduje que Paustovski había alcanzado realmente su destino:
—«Vivo en una casa de madera a orillas de la bahía de Kara Bogaz» —cité en voz alta—. Entonces ¿no es cierto eso que dice?
El director del Instituto Paustovski volvió a asentir con la cabeza, esta vez de un modo más formal, como un médico al que le toca dar una mala noticia.
—En nuestra investigación nos topamos a menudo con pequeñas incoherencias de esta naturaleza.
Monika, que retiraba de la mesa una miga del pastel con el dedo, me contó que también ella se había quedado perpleja al enterarse de ciertas cosas. La primera sorpresa se la llevó al leer que Lolia, el gran amor de Paustovski, había muerto en los brazos de éste durante la Primera Guerra Mundial; pero se sorprendió todavía más cuando supo que la Lolia de carne y hueso había sido actriz de una conocida compañía teatral de Moscú durante muchos años después de finalizada la guerra.
—Para que se haga una idea —añadió Ilia Ilich—. En su autobiografía, Paustovski entierra a Lolia con sus propias manos bajo un sauce, en el frente.
Me pregunté si habría alguna manera de determinar cuánto había de invención en las memorias de Paustovski. ¿Cómo diferenciar lo ficticio de lo real en
Historia de una vida?
El profesor y su colaboradora cruzaron una mirada y me llevaron a la estrecha cocinita, sobre cuya encimera, en un rincón, se erigía un pequeño altar. Consistía éste en un icono de plástico, una flor en un vaso de cerveza y un cenicero con res tos de cera de vela. Estos objetos estaban dispuestos formando un medio círculo alrededor de una fotografía enmarcada de un hombre con una barba de greñas grises y unas gafas que le conferían un aspecto adusto.
—Vadim Paustovski —aclaró Ilia Ilich—. El hijo del escritor. Se nos murió la semana pasada. Por eso guardamos ahora cuarenta días de luto.
Me contaron que Vadim («Dima» para los allegados) había alcanzado los setenta y cinco años. Hasta el último momento había sido un divulgador entusiasta de la obra de su padre. Se personaba con regularidad en el estudio del desván, donde se prestaba a hacer de libro de consulta para que Ilia y Monika resolvieran esas «incoherencias» que les preocupaban. La mayoría de las veces, Vadim era capaz de distinguir sin problema lo real de lo imaginario, en algunos casos con la ayuda de fragmentos de cartas escritas por su padre. Pero ahora él ya no estaba: el detector de mentiras viviente había desaparecido. Justo antes de morir, Dima había escrito para
El mundo de Paustovski
un díptico sobre la vida privada de su padre. Ilia Ilich fue a buscarlo para enseñármelo; dijo que se trataba de un texto clave porque hablaba de los tres matrimonios de Paustovski y de la repercusión de éstos en su obra. Empezaba así:
«Mi padre se balanceó toda la vida en el límite entre la realidad y la ficción. A mí me incumbe la tarea de descorrer el velo para que la "realidad" salga a la luz».
Con la exégesis de Dima a mano, la obra de Paustovski resultaba bastante más fácil de desentrañar. Dima demostraba con convicción que Paustovski no consideraba
La bahía de Kara Bogaz
su primer libro, sino
Los románticos.
Aunque esta obra no apareció hasta 1935, tres años después de que se hiciera un nombre como escritor soviético, Paustovski había empezado a escribirla en tiempos de los zares.
«Mi padre cargó durante veinte años con el manuscrito, cuyo volumen no dejaba de aumentar», escribió Dima. «Era como una especie de diario lírico para él, una segunda vida imaginaria a la que no era capaz de renunciar».
El propio Paustovski consideró durante todos esos años —si nos atenemos a lo que dice en sus memorias— que el texto no estaba «maduro para la imprenta». Dima daba una explicación más sencilla: como escritor soviético en ciernes, Paustovski tenía que demostrar su valía con un libro sobre un tema apreciado por el Partido. Lo mejor era estrenarse con una «novela de producción» relacionada con la industria pesada, la construcción de presas de contención y la explotación de riquezas naturales. Es decir: como debutante, Paustovski no podía presentarse en las editoriales con una novela de amor.
Los románticos
es una novela de amor. El protagonista, un joven que desea ser escritor
(alter ego
de Paustovski), se enamora de Jatidze, la «hija de la naturaleza», y al mismo tiempo de Natasha, la actriz urbana. El joven es incapaz de elegir y será la Primera Guerra Mundial la que finalmente decida por él: Natasha muere de tifus cerca de la ciudad de Minsk.
«Jatidze era mi madre», escribe Dima, nacido en 1925. Según consta en su partida de nacimiento, ella se llamaba Yekaterina Stepanovna Zagorskaya; sobrenombre, Katia. «Mis padres se conocieron en 1914 en un tren-hospital en el frente polaco». Katia y su hermana Yelena (abreviado: Lolia) trabajaban en ese tren como «hermanas de la caridad». Konstantin era enfermero y asistió más de una vez, junto con Lolia, a la amputación de piernas o brazos. Su tarea consistía en depositar los miembros amputados en un recipiente de cinc y enterrarlos en la siguiente parada del tren. Una fotografía de esa época atestigua el aspecto «ingenuo» del joven. A pesar de todos los horrores que ya había vivido, no había en su mirada ni un rastro de cinismo. Una cara sin arrugas, un bigotito de pelusa y las patillas recortadas. Bajo los impactos de las bombas y en medio de letales epidemias, Paustovski —al igual que todos los demás soldados del tren-hospital número 226— se enamoró perdidamente de la altiva y provocativa Lolia, «una chica obstinada, con una voz pausada y el rostro siempre pálido, como de emoción contenida». A pesar de que ella también le amaba con locura, él no logró hacerla plenamente suya; era una mujer excesivamente voluble. En un intento de borrarla de sus sueños, Paustovski la hizo morir de tifus, encarnada en Natasha (en
Los románticos
), y más adelante la mató de nuevo, de viruela negra, esta vez sencillamente como Lolia (en
Historia de una vida
). En esta ocasión, el autor cuenta que le quitó del dedo el sencillo anillo de plata y lo guardó en su macuto para llevárselo como recuerdo.
Dima: «Mi padre aplicaba el método de la concentración: todo lo vivido con una persona amada lo concentraba en un breve espacio de tiempo, y luego eliminaba a dicho personaje de la historia, a veces haciéndolo morir». Según su hijo, Paustovski había aprendido este «procedimiento literario» de Ivan Bunin, quien en
La vida de Arseniev
hace morir a su heroína Lika, mientras que la mujer real que inspiró su personaje siguió viviendo muchos años más.
A diferencia de las hermanas Katia y Lolia, los dos hermanos de Konstantin no sobrevivieron a la guerra. En un viejo periódico, que había servido de envoltorio de un trozo de queso, Paustovski se encontró por casualidad con la rúbrica «Caídos en combate». Según relata en su autobiografía, fue así como se enteró de la terrible noticia: sus dos hermanos mayores habían perdido la vida el mismo día en diferentes combates, el uno junto a Riga, el otro en las estribaciones de los Cárpatos. («Casi el mismo día», precisó Dima).
El padre de Konstantin había fallecido ya antes de la guerra de cáncer de laringe; su entierro en la finca familiar, en el río Ros, es el episodio con el que arranca
Historia de una vida.
Paustovski habla prolijamente de asuntos familiares, pero no escribe ni una palabra acerca de su propio matrimonio, contraído en 1916 con Katia, la hermana menor de Lolia, en la iglesia del pueblo natal de ésta. La pareja recién casada regresó ilesa del frente y se instaló en el domicilio de la madre de Paustovski y de Galia, su hermana medio ciega, que se habían mudado a Moscú.
¿Y qué sucedió después? Sentía curiosidad por saber cómo había vivido Paustovski la Revolución. En sus memorias hace una clara distinción entre la caída del zar en febrero de 1917 y el golpe de Estado de los bolcheviques en octubre de ese mismo año. «Personalmente acogí la Revolución de febrero con un entusiasmo pueril, a pesar de que por aquel entonces yo ya tenía veinticinco años», escribió Paustovski. Se alegró de que el régimen autoritario «se hubiera deshilachado como un trozo de tela mohosa» y que Rusia «expresara en un par de meses todo cuanto se había callado durante siglos».
Respecto al porvenir, el escritor muestra menos entusiasmo. Paustovski reconoce que la palabra «proletariado» no se empleaba apenas o nada en su entorno, por lo que, hasta la renuncia al trono de los Romanov, «fui incapaz de decir nada razonable acerca del movimiento revolucionario de los trabajadores». Como descendiente de cosacos, poco tenía él en común con los líderes de las huelgas de los suburbios de Petrogrado o Nizhny Novgorod. Lo que no menciona en su autobiografía es cómo entró en contacto con esos agitadores.
Por suerte, este asunto quedaba aclarado en una de las ediciones bibliófilas de Ilia Ilich, que recogía cartas y artículos del escritor del año 1917.
En ella se entreveía un claro escepticismo por parte del autor: ¿cómo pensaba esa panda de deslenguados, que no hacían sino agitar banderas y ostentar armas, gobernar un imperio? Las «reservas» manifestadas por Paustovski, por decirlo de una manera suave, se transforman de golpe en horror cuando ve a un grupo de bolcheviques pegando carteles «sobre la estatua de Pushkin». Al igual que Gorki en Petrogrado, Paustovski teme que Rusia se precipite en el abismo si las gentes iletradas asumen el gobierno del país. «¡Éste es el fin de la civilización!», advierte unas semanas antes de la Revolución de octubre. A modo de ejemplo, describe una escena que había contemplado frente al muro del Kremlin, en la que un guardia rojo comía pipas de girasol y trataba de escupir las cáscaras dentro de un antiguo cañón. ¡Y sin que nadie se lo impidiera!
Como escritor soviético, Paustovski no podía manifestarse tan críticamente. En sus reflexiones posteriores matiza: «Nos faltaba ánimo y tiempo para entender lo que ocurría, dado el ritmo vertiginoso con que se sucedían los cambios históricos». En eso sin duda no iba desencaminado.
Al igual que su mujer Katia, Paustovski escribió para muchas publicaciones de efímera existencia. Como periodista, escuchaba los discursos de Lenin, unas veces en algún cuartel de Moscú entre soldados desmovilizados, otras veces en el lujoso Hotel Metropol o desde el foso de la orquesta del Teatro Bolshoi. «Lenin no tenía nada de formal ni de solemne, no se mostraba engreído ni grandilocuente ni deseaba predicar verdades sagradas», anotó en su autobiografía. «La palabra "pan", que en otros oradores sugiere un concepto abstracto, puramente económico y estático, adquiría en él, gracias a una determinada entonación apenas perceptible, un carácter visual: se convertía en pan de centeno, ese pan de cada día por el que tanto suspiraba Rusia por aquel entonces».
¿Era ésta la verdadera voz del escritor? Según Dima, cuando su padre estaba rodeado de los suyos, solía tachar a Lenin de «fanático demente» y consideraba su revolución de «dudosa calaña». A ojos de Paustovski, el golpe bolchevique había discurrido según «las clásicas leyes de la selva».
A partir de 1918, este tipo de opiniones dejaron de ser publicables; los periódicos independientes, para los que trabajaban Katia y él, tuvieron que cerrar el verano de aquel año. El café favorito de Paustovski, lugar de reunión de periodistas, cerró también sus puertas. Paustovski escribe que durante los primeros años había estado observando al nuevo régimen desde fuera, pero que en 1929 decidió «pasar de espectador a participante». Su explicación es parca: «Comprendí que no había otro camino posible que el elegido por mi pueblo».
Como escritor bajo la constelación soviética, Paustovski se sometió a las exigencias de su tiempo: elogiar la construcción del socialismo. Nunca en calidad de miembro del Partido Comunista, pero sí con el tono y la dedicación que se esperaban de él. Las dudas de Paustovski duraron diez años menos que las de Gorki. Me pregunté qué habría tenido que tragar ese hombre antes de poner su talento al servicio de la dictadura del proletariado. ¿O acaso empezó a creerse de verdad las promesas de un futuro mejor?
Y sin embargo hubo al menos un terreno en el que Paustovski se negó a hacer concesiones: la lengua rusa. Coincidía con Gorki en que la literatura sólo podía existir por obra y gracia de su inteligibilidad: «Una literatura ininteligible, oscura o intencionadamente críptica le sirve al autor pero no a los lectores». Paustovski se distanció de aquellos compañeros escritores a quienes la Revolución había inspirado toda suerte de experimentos formales: los llamados «futuristas» y «formalistas» que, desde el retorno de Gorki, habían sido condenados por su defensa del «arte por el arte». Su afinidad con las ideas de Gorki ahorró a Paustovski la confrontación y la presión que sufrieron aquellos renovadores. Lo que sí le preocupaba era el proceso de empobrecimiento de la lengua, alentado por los soviets. Nadie se oponía a la alfabetización, tampoco Paustovski, por supuesto. Pero sí tenía reparos hacia la manera de divulgar el instrumento de la lengua entre el pueblo. En ruso esta campaña recibió el nombre de
likvidatsiya bezgramotnosti
(literalmente: abolición del analfabetismo). Dado que el nombre era difícil de pronunciar, sobre todo para los analfabetos, se buscó una abreviatura: «LikBez». Aparecieron escuelas «LikBez» y maestros «LikBez». En esa misma época se pusieron de moda la ProletKult (cultura proletaria) y la AgitPro (agitaciónpropaganda) en apoyo al KomPartiya (Partido Comunista). Paustovski detestaba esas «ridículas abreviaturas» que en pocos años habían adquirido «la dimensión de una catástrofe» y que habían transformado la lengua rusa en un tartamudeo gutural. El Instituto Soviético, encargado de las obras hidráulicas en Asia Central, se llamaba SredAzHidroProyect y la institución hermana dedicada al cultivo del algodón, SredAzHidroVodJlopok. Dentro de los márgenes que le permitía el aparato de censura GlavLit, Paustovski se resistió con toda su fuerza lírica a esa jerga de funcionario. Calificaba las contracciones de las palabras de «vulgarismos que degradan nuestra lengua».