Paustovski no participó en el proceso. Se negó en redondo a llamar a su hijo Vladilen (contracción de Vladimir Ilich Lenin) o Rem (Revolución-Engels-Marx), como era costumbre entre los verdaderos creyentes o arribistas.
Vadim se llamaba como el hermano mayor de Paustovski, que había perdido la vida siendo alférez en la batalla de Riga.
Cuando llamé al profesor Ilia Ilich, un par de semanas después de nuestro primer encuentro, para preguntarle si podía llevarle la traducción neerlandesa de
La bahía de Kara Bogaz,
tal como le había prometido, percibí en su voz una ligera vacilación. Me pidió unos segundos para pensarlo. Por el ruido que oí al otro lado del teléfono deduje que estaba tapando el auricular con la palma de la mano mientras consultaba con Monika.
—¿Le vendría bien el próximo miércoles? —me propuso el profesor.
Sin saber lo que significaba esa fecha, apunté la cita en mi agenda: 30 de mayo, entre las dos y las tres de la tarde.
Ese día y a esa hora una furgoneta de la televisión estaba aparcada frente a la puerta de la casa del jardinero en el parque Kuzminki. Unos cables se extendían por el sendero de grava y ascendían por la escalera, en dirección al desván. Ilia Ilich, dándose aires de importancia y humedeciéndose la frente con un pañuelo, concedía una entrevista bajo la luz de un foco. Resultó que ese día se conmemoraba el 108 aniversario del nacimiento de Paustovski. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba sucediendo, fui invitado a colocarme debajo de la pantalla de iluminación para hacer entrega al director del Instituto Paustovski de la edición neerlandesa de
Kara Bogaz.
—La fama de Paustovski llega hasta los Países Bajos —así presentó la periodista su crónica para la televisión municipal.
Después de la grabación, se reunieron el equipo de televisión y la docena de especialistas en Paustovski convocados al acto. Monika partió un queso fresco, mientras que Ilia abría una botella de «vino armenio». Aguardiente, según pude comprobar. Se brindó por el éxito internacional de Paustovski y la amistad entre los pueblos. El ejemplar de
Kara Bogaz
que yo había traído fue pasando de mano en mano, pero no todos los miembros del club de fans lo acogieron con el mismo entusiasmo.
—La cubierta del libro está muy recargada —observó un individuo con aspecto de inspector, las gafas sobre la punta de la nariz.
Le indiqué el fragmento del cuadro de Kazimir Malevich que había usado el diseñador gráfico, cosa que no tenía que haber hecho. Acto seguido, estalló una discusión a propósito de este involuntario intento de situar a Paustovski a la sombra del vanguardista Malevich.
Ilia Ilich, que servía otra ronda de vino armenio, me miró, con los labios caídos y un gesto que decía: «Y yo qué culpa tengo».
Los exégetas volvieron a examinar el libro y descubrieron en la cubierta la palabra «novela».
—¿Sabrá usted que
Kara Bogaz
no es una novela?
Sentí que —en nombre del pueblo neerlandés— debía disculparme por esa especie de sacrilegio, así que me puse a hablar del carácter «novelesco» del libro.
—A fin de cuentas, la historia surge de la fuerza creativa y de la imaginación del escritor.
—Usted no lo entiende —me rebatieron los puristas—. La cuestión es que el propio Paustovski calificó su libro de «relato».
Uno de los especialistas cogió del armario las
Obras completas
del autor, rigurosamente repartidas en nueve tomos. Se puso a hojear el libro con un gesto de reproche y colocó un dedo sobre la palabra
povest.
—¿No pensará usted que esto significa lo mismo que novela?
Me di por vencido; a eso sí que no supe qué responder. Por suerte ya habían sido retirados la cámara y los aparatos de sonido; el equipo de televisión se disponía a marcharse. Ilia Ilich los acompañó a la salida y, a su regreso, me hizo una señal para que le siguiera a su estudio. Cerró la puerta, se disculpó por «la concepción ortodoxa de la literatura» que los amantes de Paustovski solían defender en Rusia, y añadió:
—¿No estaba usted interesado en cómo se hizo
La bahía de Kara Bogaz
? Pues tengo una cosa para usted.
Me entregó una pila de fotocopias de cartas y documentos procedentes del archivo personal de Paustovski.
—Y creo que habrá más —añadió Ilia Ilich.
Ahora que había concluido el período de luto por Vadim Paustovski, me explicó, dedicaría el resto del verano a desalojar el apartamento del hijo del escritor.
—Sus objetos personales han sido legados al Instituto. De modo que miraré si encuentro algo para usted.
Hasta que en 1939 descubriera la sal milagrosa de Turkmenistán, y con ello el tema de su libro «tomado de la vida pura y dura», Paustovski había sentido siempre una cierta frustración como escritor. Sus primeros relatos, tanto los que se quedaron en el cajón como los publicados, se le antojaban «clavos torcidos». Tratar de enderezar el clavo no tenía sentido: no lo conseguiría jamás.
Cuanto más dudaba de su propio talento, más admiraba a Mayakovski (con el que en cierta ocasión jugó una partida de ajedrez) y a otros personajes famosos, como Babel (en quien veía a un maestro) y Bunin (con quien se había topado en cierta ocasión sin atreverse a abordarlo).
Con Isaak Babel trabó amistad en 1921, en Odessa.
«El primer genuino escritor soviético», así lo califica Paustovski en sus memorias. «Todos nosotros vivíamos un poco bajo la aureola de su talento».
Babel se presentó un día en la redacción del
Moriak,
el diario del puerto de Odessa donde Paustovski había trabajado durante la guerra civil, para entregar su manuscrito sobre el mafioso Benia Krik, alias «El Rey», y sobre «Liubka el cosaco», historias que más adelante alcanzarían fama mundial. «Encorvado, víctima de un asma hereditario, con la nariz de pato y la frente arrugada», el escritor le pareció a Paustovski un pobre diablo. Pero, nada más abrir la boca, Babel hizo gala de «un ingenio nato» y «una genial capacidad narrativa».
Llegados a este punto, Vadim completaba las memorias de su padre. Y es que en
Historia de una vida
Katia, su madre, no aparecía, a pesar del papel fundamental que, según Dima, había desempeñado. También su madre había trabajado para el
Moriak,
nada menos que como redactora jefe de la sección internacional. Al igual que Babel, ella hablaba francés con soltura (había cursado sus estudios en La Sorbona antes de la Primera Guerra Mundial) y en París se había instruido en el arte de la quiromancia. Dima había oído comentar en casa en más de una ocasión que su madre había augurado con todo detalle los éxitos literarios de Babel. Cuando más adelante, durante la estancia de Babel en París, Paustovski le remitió una tarjeta anunciando el nacimiento de su hijo, aquél le envió de regalo un paquete con ropita de bebé.
Tres cuartos de siglo después, Dima seguía encantado con el recuerdo de aquella ropa: «Hasta los tres años anduve luciendo ropa de las mejores casas de moda francesas».
Paustovski se limita a narrar sus conversaciones literarias con Babel. Evoca las noches de verano que pasan sentados encima de un pequeño muro en la costa, desde donde lanzan guijarros para que reboten sobre las aguas del mar Negro. Babel le habla de cuestiones de lengua y de estilo: de cómo realizar un comentario de texto profundo, de cómo evitar las frases huecas, de cómo elegir las metáforas. A raíz de estas conversaciones, Paustovski empieza a considerar su propia prosa, empezando por el manuscrito de
Los románticos,
excesivamente artificiosa.
«Pero ¿qué me sucede?», se dice. «¿Por qué no tengo el valor de tachar todo lo que he hecho y arrojarlo a la papelera?».
Paustovski se lanza a la búsqueda de la «autenticidad», de un tema concreto. Confía en que «la musa del peregrinaje» le conceda «un filón de oro», y sin embargo, sus periplos por tierras lejanas no le aportarán más que la malaria tropical en Batumi —cerca de la frontera turca— y el mal de amores en Tbilisi. No será su agotador viaje por la Transcaucasia sino el inesperado encuentro con la artista Valeria Vladimirovna lo que avivará su inspiración. En una carta de 1923 a Katia, citada por su hijo Dima, Paustovski sostiene que su breve romance con Valeria lo vivió de un modo «meramente literario» y que logró liberarse definitivamente de sus sentimientos hacia ella en un relato titulado «El polvo de Farsistan».
Cuando más adelante Paustovski le deje leer su texto a Babel, éste le eliminará tres redundancias de la primera frase a golpe de cincel. «Un relato», pontifica el maestro, «debe poseer el rigor y la precisión de un cheque bancario».
Tras su estancia en Odessa, a mediados de la década de los años veinte, Paustovski y su mujer se instalan de nuevo en Moscú. Katia está entregada al periodismo y la traducción, además de a la crianza de Dima, mientras que Konstantin trabaja como reportero de la agencia de prensa ROSTA, precursora de la TASS. Junto a los textos rápidos que redacta para esta agencia de noticias, elabora reportajes más largos para las revistas
Treinta días y Nuestros logros.
Así y todo, Paustovski no está satisfecho. Se describe a sí mismo como una persona indecisa, alguien que detesta el sarcasmo y que, muy a su pesar, dispensa un trato cortés a todo el mundo, incluso a los carteristas del tranvía. Anda a la búsqueda, casi desesperada, de un tema apropiado para su libro, y en el verano de 1939 cree haberlo hallado. La idea se la proporciona un geólogo soviético completamente loco que ha recorrido toda la costa este del mar Caspio. Paustovski lo conoce por casualidad en una pequeña ciudad del alto Don, donde el geólogo le enseña fotografías de Ustiurt, una meseta que, en palabras de Paustovski, se alza en el desierto «como una lápida con un diámetro de cientos de kilómetros». En un lenguaje incongruente, entre delirios y visiones angustiosas, el geólogo habla al escritor de la extracción de sulfato que se está llevando a cabo en una bahía cercana: la bahía de Kara Bogaz.
Dada su importancia estratégica (la Unión Soviética carecía por aquel entonces de industria química), esta empresa se convierte en una de las prioridades del Primer Plan Quinquenal. El nombre de Kara Bogaz goza desde hace poco de fama nacional. Se menciona cada vez más, junto con Belomor (el canal), Zaporozhe (la presa en el Dniepr) o Magnitogorsk (la nueva ciudad siderúrgica en los Urales).
Paustovski comprende enseguida que la extracción de sal en un lugar tan apartado requiere un heroísmo del que puede surgir un emocionante relato, pero el plan no es fácilmente viable: la bahía de Kara Bogaz está a dos mil kilómetros de Moscú. «La única manera de conseguir dinero era presentando el proyecto del libro a una editorial y pedir un adelanto». En sus memorias habla de sus intentos frustrados por alcanzar este objetivo y de su negativa a incorporarse a una brigada de escritores. «Estaba convencido (y sigo estándolo) de que en ciertos terrenos de la actividad humana el trabajo colectivo carece de sentido (…). De la misma manera en que dos o tres personas no pueden tocar al unísono un mismo violín, tampoco puede escribirse colectivamente un mismo libro».
Era ésta una osada declaración que indicaba que Paustovski no obedecía a ciegas lo que se esperaba de él como escritor soviético. No obstante, al echar un vistazo a los papeles que Ilia Ilich me había entregado, volví a toparme con «una pequeña incoherencia»: la copia de una solicitud de ayuda para realizar un viaje a la bahía de Kara Bogaz. «Un relato sobre la sal», reza el encabezamiento. La solicitud, dirigida a la Unión Panrusa de Escritores Soviéticos, aparece firmada por tres personas: Paustovski y dos de sus colegas. Se presentan a sí mismos explícitamente como «una brigada de escritores» que se propone producir una obra colectiva en prosa. El estilo es formal y conciso. Se refieren incluso a la extensión estimada del libro (270 páginas) y la fecha de entrega (15 de octubre de 1931).
Llamé por teléfono a Ilia Ilich para preguntarle qué sabía de ello.
Me contestó que no me tomara muy en serio esa «carta mendicante».
—De haber sido atendida la solicitud, se habrían repartido el dinero. Pero no fue atendida. En serio, Paustovski nunca vio claro eso de la brigada de escritores ni participó jamás en ninguna.
Pero, entonces ¿cómo logró que le subvencionaran el viaje?
—Fue Gorki quien le ayudó —explicó el profesor.
Por aquel entonces Gorki era jefe de redacción de
Treinta días y Nuestros logros y vio
en Paustovski un competente colaborador. A cambio de un par de reportajes, Gorki le facilitó un anticipo y un documento oficial de viaje (un
propusk).
El visado lo había visto yo entre los demás documentos. Había sido expedido el día posterior a la fiesta del primero de mayo de 1931. El «camarada Paustovski» era recomendado, entre sellos y firmas, a las autoridades del Volga y de la costa del mar Caspio. Según Ilia Ilich, durante su viaje Paustovski había escrito artículos sobre los pescadores de esturión de Astrakán y sobre la extracción de petróleo en la cuenca del río Emba, donde los ingenieros soviéticos habían caído presa de los solífugos, unos mortíferos arácnidos.
En
Historia de una vida
Paustovski describe su viaje al mar Caspio como un «calvario», una batalla de desgaste tanto físico como psicológico. Desde los primeros camellos que ve en el sur de Rusia (animales macilentos de pelo ralo) hasta el mapa de Turkmenistán (del que emana sequedad), el escritor describe su viaje en términos de angustia y terror. Es curioso comprobar que Paustovski, capaz de vislumbrar un poema en casi cualquier remolino de viento y hoja de otoño que revolotea en el aire, no se extasía ante prácticamente ningún elemento paisajístico. El mar apesta a «pescado podrido» y las costas que desfilan ante él se le antojan todas tan idénticas entre sí que involuntariamente desvía la mirada. ¿Qué le sucedía al escritor? Paustovski, el amante de la naturaleza, no ve los flamencos, ni los cangrejos, ni los centollos, ni las focas. Y ello a pesar de que no hay guía turística que no mencione en sus páginas a la foca anillada caspia, a la que con frecuencia se observa dando saltos y volteretas en el puerto de Krasnovodsk.
Paustovski asocia la región que visita con la clásica imagen del «infierno», con «el miedo y la soledad». Al llegar a Krasnovodsk, el escritor se sienta a la sombra, apático, le pican los ojos y tiene la garganta irritada.