Al ingeniero extranjero se le conceden los poderes de un general; se le permite organizar todo un ejército de trabajadores para las obras de excavación. Así y todo, Bertrand se enfrentará en la Rusia profunda con «una sucesión de desgracias». Sus mejores colaboradores mueren de paludismo. Personas de su confianza desertan. Todo lo que han logrado construir el primer verano amenaza con desaparecer bajo las lluvias de primavera. Sin embargo, una vez eliminada el agua del deshielo, el nivel del Don desciende alarmantemente. Debido a la primavera seca, el nivel es demasiado bajo para llenar de agua el canal de enlace. Para colmo de males, Bertrand recibe una carta de su amada desde Newcastle: está embarazada de otro. En un intento por olvidarse de sus desdichas personales, Bertrand se consagra en cuerpo y alma a su trabajo. Con la esperanza de facilitar el suministro de agua al Don, ordena excavar un pozo en el lago Ivan que sirva de manantial, pero mientras sus hombres taladran la tierra desde una balsa, el agua del manantial desciende hacia capas terrestres más profundas e inalcanzables.
Al realizar la inspección de las construcciones hidráulicas encomendadas, resulta que ni un barquito de remo puede navegar del Don al Volga. El ingeniero británico es conducido a Moscú, esposado, donde se le notificará la sentencia del zar: muerte por decapitación.
Un agente de policía entrega al prisionero a un «tipo siniestro de gran estatura» en la mazmorra de la torre del Kremlin.
—¿Dónde tienes el hacha? —alcanza aún a preguntarle Bertrand.
—¿El hacha? —responde el verdugo—. Contigo me las apañaré perfectamente sin hacha.
Las esclusas de Epifano,
que Platonov publicó en 1927, se convertirá en un texto profético. Tanto en sentido figurado como en sentido literal: a los siete años de su aparición, el Kremlin empieza de nuevo a reclutar ingenieros extranjeros para la construcción del canal Volga-Don.
Stalin quiere emular a Pedro el Grande en dinamismo. Si el zar, que había regalado a Rusia su flota, no pudo sino soñar con una conexión entre la nueva capital y el mar Blanco, Stalin construiría el canal Belomor en veinte meses. Con el propósito además de triunfar allí donde fracasó la empresa Volga-Don en 1711: en el pueblo de Petrov Val (el histórico fracaso que inspiró el relato de Platonov).
Esta vez se recluta a gente no sólo en Inglaterra y Norteamérica, sino también en los Países Bajos. El 12 de enero de 1934 se publica un anuncio en
El Ingeniero,
una revista de Delft: «Se requieren ingenieros hidráulicos para la canalización del Volga-Don en la URSS». «Nadie está obligado a abrazar el bolchevismo», aclara un comerciante que ha viajado al lugar para analizar las condiciones contractuales.
Se presentan catorce candidatos, de los que son seleccionados cuatro. Pero el viaje a la URSS de estos ingenieros se aplaza una y otra vez, hasta que finalmente queda cancelado debido al estallido de la Segunda Guerra Mundial.
La decisión de Platonov de abandonar el trabajo de campo para consagrarse enteramente a la literatura no significa que renunciara a sus inquietudes sociales. Al contrario, lo que hace es traer a colación su «yo literario» con el objeto de librar al socialismo de un fatal extravío. Con textos cargados de sátira e ironía ataca al cada vez más poderoso
apparachik.
En 1928, el escritor apuntará contra la redistribución administrativa de su lugar de nacimiento, Voronezh. La pequeña ciudad situada en el nudo ferroviario ha sido proclamada recientemente centro administrativo de una superprovincia: la región central de las Tierras Negras, cuya abreviación fonética es Tse-Che-O.
Platonov, funcionario soviético él mismo hasta hacía poco tiempo, va a tantear el terreno en compañía de su amigo escritor Boris Pilniak. Este alemán del Volga (su verdadero nombre es Vogau), hijo de veterinario, conoce la Rusia pastoril al menos tan bien como Platonov. Pilniak había adquirido ya fama literaria en 1920, con una excéntrica novela acerca de la Revolución
(El año desnudo)
en la que atribuía a la violencia de los bolcheviques («figuras de cuero en chaquetas de cuero») un efecto purificador. Pilniak describió ese año desnudo como un clímax orgiástico (la Revolución «olía a órganos sexuales») con el que la Rusia «asiática» espiritual se sacudía de encima la moral occidental impuesta. Siguiendo la teoría de Spengler acerca del desplazamiento de los centros mundiales de civilización, el escritor anunció que la humanidad no alcanzaría su desarrollo social más elevado en los Estados Unidos ni en Japón, sino en la Rusia soviética.
En cuanto a carácter, los dos escritores son polos opuestos: el fornido Pilniak es un personaje famoso, extrovertido, que se mueve con soltura en las altas esferas del poder soviético; Platonov —con sus ojos amables, muy hundidos en las cuencas— es un hombre discreto tirando a taciturno, un «pensador» retraído que evita las recepciones oficiales y los banquetes. Las diferencias externas e internas no impiden que cada uno sienta un gran aprecio por la obra del otro y que ambos detesten profundamente la burocracia.
Al término de la triste excursión a Voronezh, ambos redactan un panfleto contra la unión de las cuatro provincias en la superregión Tse-Che-O. «En el andén ya se sentía una tensión de una fuerza más que provincial», observó el dúo, despectivo. «Donde antes crecían dos espigas, no crecían tres, pero la gente consumía su energía por adelantado, con la esperanza de incrementar la cosecha gracias a la unión de las cuatro provincias». Platonov y Pilniak acusan a los funcionarios del Partido de «aplicar la violencia administrativa» con malicioso placer.
Cuando el relato «Tse-Che-O» recibe reseñas negativas, Platonov replica con un puñado de citas de Lenin bien seleccionadas. ¿Acaso el fundador de la Unión Soviética no había calificado la burocratización como «la mayor amenaza para la Revolución»? Los autores de «Tse-Che-O» se libran de las reprimendas de los enojados
apparachiki,
pero sus nombres serán fichados de una manera invisible para el mundo exterior.
Platonov será lo suficientemente sensato como para no entregar su novela
La excavación a
una editorial para su publicación. Las autoridades no sabrían valorar esa parodia de los rígidos planes estatales. Además, ¿qué editor se atrevería a publicar un libro en el que, en una cacofonía de jerga soviética, los personajes no hacen más que excavar un profundo pozo?
Los problemas no le llegan a Platonov hasta 1929, cuando la censura le prohíbe en el último momento la publicación de su novela
Chevengur
—el texto ya estaba impreso—. Un atento redactor de GlavLit opina que los personajes principales de
Chevengur
guardan cierto parecido con Don Quijote y Sancho Panza. Kopionkin, el intrépido, monta un caballo que responde al nombre de «Fuerza Proletaria»; acompañado por Dvanov, su escudero, un ingenuo huérfano, vaga sin rumbo por la estepa rusa en busca del «verdadero socialismo».
Platonov le jura a Máximo Gorki que su novela no es contrarrevolucionaria. Pero el descubridor de su talento no puede darle la razón. Gorki alaba el estilo de Platonov, pero califica a sus protagonistas de «tipos raros, medio lelos», indignos de la literatura soviética.
Chevengur
no se publicará. Para Platonov será una decepción, aunque los enfrentamientos graves con el poder soviético comienzan realmente en 1931, cuando la revista
Tierra Nueva Roja
le publica un relato sobre el delicado tema de la colectivización de la agricultura.
A Platonov le preocupa mucho el futuro del campo, y desearía poder librar de su situación de semiesclavitud al modesto campesino ruso, que se mata a trabajar. Si bien la servidumbre se abolió oficialmente en 1861, en la práctica los campesinos no son libres. Lenin se ha encargado de mantenerlos sujetos a tributos. Como sus reformas, bajo la consigna «la tierra para quien la trabaja», no han servido para incrementar la productividad agrícola, Stalin opta por una solución más radical: la expropiación del campesinado. Para quebrar la resistencia contra esta medida, divide a la población rural en pobres
(bedniak),
medios
(seredniak) y
ricos
(kulak).
Es sobre todo esta última categoría, que con gran esfuerzo ha amasado una cierta fortuna, la que más se opone a que se le prive de sus bienes; estos campesinos prefieren sacrificar su ganado antes que entregarlo a los koljoses. Descontento con el ritmo de la colectivización, el 27 de mayo de 1929 Stalin promete «la liquidación de
los kulaks
como clase».
Andrei Platonov visita media docena de koljoses en la región superior del Don. Su relato «A favor» permanecerá durante nueve meses en los despachos de GlavLit y al final se publicará sin modificaciones en
Tierra Nueva Roja.
En este relato no hay narrador en primera persona; la voz narrativa es la de un inspector seleccionado especialmente para esta misión al poseer una cualidad muy particular: «Podía equivocarse pero nunca mentir».
¿Qué se encontrará el protagonista en la tierra de los koljoses?
Un taller de tractores que marcha como una seda en la explotación agrícola colectiva La Granja Independiente. Braceros que trabajan duramente para los
kulaks. Y los
fanáticos habitantes de una colonia empeñados en instalar un «sol eléctrico» para poder trabajar también de noche.
Aunque Platonov no habla de los fusilamientos y las detenciones de cientos de miles de personas, porque no le queda más remedio que silenciarlo, logra que el lector perciba la arbitrariedad con que actúan las autoridades. Como siempre, los personajes de Platonov confunden ciertos conceptos. Así, en la «deskulakización» a veces se confunde un
bedniak
(campesino pobre) o un
seredniak
(un campesino medio) con un
subkulak,
con todas las consecuencias que ello implica.
«A favor» es una historia tan confusa como lo era la vida rural de aquella época. El autor le da la vuelta al adjetivo de moda «planificado» y lo aplica, en el sentido de «sin plan», al mundo, la naturaleza, la mente humana. Su relato contrasta en todos los sentidos con el editorial de
Pravda
del 2 de marzo de 1930, en el que Stalin, bajo el titular «El vértigo del éxito», se felicita a sí mismo por haber destruido a los
kulaks.
Es precisamente con este diario, enrollado en la mano como un cilindro —con el artículo «El vértigo del éxito» visible en la portada—, que un presidente de un koljós le propina una bofetada a un oponente en el relato de Platonov. De haber tachado este pasaje, su autor se habría ahorrado problemas.
Stalin, autoridad suprema en materia de gustos, tras leer «A favor» hace venir al escritor Alexandr Fadeiev, a quien ordena «darle una lección a Platonov para que entienda lo que significa "A favor"». Según cuentan, en la contraportada del dichoso número de
Tierra Nueva Roja,
anotó la palabra
svoloch
(canalla).
Fadeiev obedece y acusa a Platonov en
Pravda
de ser un
kulak:
la peor ignominia. Eso constituirá el pistoletazo de salida para que un tropel de críticos se arroje sobre la obra de Platonov. Estos condenan también, con efectos retroactivos,
Las esclusas de Epifano,
obra en la que observan la intención encubierta de «ridiculizar» la construcción del socialismo.
No hay periódico ni revista que se atreva a imprimir una sola letra de Platonov, de modo que éste no tendrá la oportunidad de defenderse públicamente. La redacción de
Tierra Nueva Roja
manifiesta su arrepentimiento por haber publicado anteriormente artículos de ese «agente del enemigo».
Platonov acude de nuevo a Gorki, esta vez con una súplica desesperada. Pero su protector literario le niega toda ayuda. Aunque se mantiene firme en su juicio de que Platonov posee talento, cree que su mente está «corrompida». En su correspondencia privada culpa de ello a Pilniak: «La colaboración con Pilniak ha sido la ruina de Platonov».
El año anterior la prensa había tratado a Pilniak con más crudeza y saña aún. El asunto Pilniak fue más sonado todavía, debido a que tenía un público más amplio. Sus enemigos (en especial ciertos escritores movidos por la envidia) dieron con el argumento ideal para someterlo al escarnio público. Pilniak había publicado
Caoba,
su primera novela breve, a principios de 1929 en Berlín, en una editorial rusa dirigida por emigrados, sin el permiso de GlavLit.
«Alta traición literaria», rezaba la acusación.
Los exégetas se arrojaron sobre sus primeros textos y hallaron un sinfín de faltas ideológicas. Repasaron todas sus obras, desde la primera hasta «Tse-Che-O», su colaboración con Platonov, y no dejaron títere con cabeza.
En 1929, la situación de Pilniak como escritor no parece ofrecer perspectivas de futuro. Durante todo el verano circula en la prensa soviética el término «pilniakismo», convertido en un insulto de moda, para referirse a cualquier forma de traición al socialismo. El punto álgido de esta campaña de difamación se produce cuando cae sobre Pilniak la acusación de ser un agente de Trotski, el dirigente que había sido expulsado del país por Stalin. El autor debe renunciar a su cargo directivo en la Asociación Rusa de Escritores Proletarios y se queda cada vez más aislado. Hasta que, de improviso, Gorki anuncia en el periódico
Izvestiya
que ya basta. El árbitro opina que la campaña de acoso al escritor es un «desperdicio de energía»; la nación es joven y debe aplicarse a labores constructivas, también los escritores.
«Que el asunto Pilniak sirva de lección a todos los escritores soviéticos», con estas palabras cierra la campaña difamatoria un diario vespertino moscovita.
A diferencia de Platonov, Pilniak tendrá ocasión de rehabilitarse medio año después. Lo hará mostrando su lado más sumiso, apresurándose a escribir una novela de inspiración socialista-realista:
El Volga desemboca en el mar Caspio.
El libro describe una larga marcha a Canossa. En este relato épico, Pilniak no se desvía ni un milímetro de la línea oficial del Partido, y en lo referente a la temática apuesta por lo seguro: la construcción de diques, la navegación, la irrigación, la lucha titánica de un ingeniero soviético contra un saboteador; la novela lo tiene todo.
Según el redactor jefe de
Izvestiya,
al escritor le rondaban por la cabeza ideas de suicidio, pero su desesperación se torna en euforia al desarrollar la trama de
El Volga desemboca en el mar Caspio.
Basada en el plan hidrológico del camarada Krzhizhanovski, el «electrificador» del país, que se ha propuesto modificar el curso de los ríos, Pilniak da vida a un profesor bolchevique de firmes convicciones, llamado Poletika, que dirige un proyecto hidrológico de las mismas características que el de Krzhizhanovski. En
El Volga desemboca en el mar Caspio,
este científico ejemplar va a parar a la pequeña ciudad de Kolomna seguido por miles de agrimensores, excavadores, albañiles. El profesor Poletika tiene en mente una construcción «que transformará tanto la historia como la geología»: en el lugar donde confluyen los ríos Oka y Moscova erige un «coloso», un dique que elevará la superficie del agua veinticinco metros, de modo que el curso natural de la corriente del Moscova (dirección este) se invertirá (dirección oeste). Y es que «los ríos soviéticos van / hacia donde los bolcheviques sueñan».