Ingenieros del alma (5 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Era lógico pensar que las actividades creativas de los prisioneros poseían un elevado contenido Potiomkin. Pero resultó que no era el caso. Como si fuese la cosa más normal del mundo, Filipov se puso a enumerar las labores científicas de la población del SLON. Los agrónomos experimentaron nuevos métodos de cultivo en el huerto del monasterio; los meteorólogos estudiaron la aurora boreal; los ornitólogos, los pájaros. Y no sólo eso. Además de los treinta estudios académicos que se realizaron en Solovki, el prisionero Pavel Florenski, teólogo, descubrió cómo extraer yodo del agar-agar, un alga marina roja muy gelatinosa.

—Gracias al padre Florenski existe aún hoy en la isla una pequeña fábrica de tratamiento de agar-agar —nos contó Filipov.

¿Y qué nos decía de las crueldades cometidas en el campo?

—Sí, las hubo —observó el guía—. Pero más tarde. Tal vez les parezca una paradoja: música, teatro, investigaciones científicas, y luego, de repente ¡cataplún!… torturas, ejecuciones. Pero recuerden que en vuestra Alemania sucedió lo mismo. El país de Heine y Goethe también generó un Hitler, ¿o no?

Quise replicar que yo no era alemán, pero justo en ese momento el corro en forma de herradura que había formado el público se desplazó hacia una vitrina dedicada a Gorki. En ella se exponían algunas de sus novelas, hechas pedazos de tan leídas, que pertenecieron a la biblioteca del SLON, y un retrato a plumilla en el que el escritor aparece con gesto adusto.

Nuestro guía leyó en voz alta una cita de Gorki tomada de la revista
Nuestros logros:
«Y ello lleva a la inevitable conclusión: campos como el de Solovki son necesarios».

La frasecita provocó silbidos entre los moscovitas.

Con todo, yo estaba empeñado en averiguar si en junio de 1929 Gorki había sido engañado por las apariencias o no. ¿Era cierta la anécdota aquella de que los prisioneros sostuvieron sus periódicos boca abajo detrás de la iglesia de la Decapitación?

Filipov se subió las gafas.

—Es una historia apócrifa. La escribió Solzhenitsyn.

Le pregunté por las primeras torturas y fusilamientos documentados.

—Paciencia, paciencia —respondió el guía—. Todo a su tiempo. Tres meses después de la visita de Gorki se produjo un intento de fuga por parte de un antiguo coronel del Ejército Blanco. Fracasó. Y como represalia, en octubre de 1929, fueron fusilados treinta y tres prisioneros.

Tras el viaje sin precedentes de Gorki a Solovki, Stalin entabla correspondencia privada con el escritor instalado en Sorrento como última maniobra de seducción. En sus cartas, el dirigente soviético le mantiene al corriente de la colectivización de la agricultura, aunque sin facilitarle detalles acerca de las ejecuciones de los
kulaks
(campesinos que poseen más de dos vacas o una casa con tejado de cinc) ni del hambre que se extiende cada vez más. Envía a Gorki informes periódicos acerca de la industrialización acelerada en el marco del Primer Plan Quinquenal, además de documentos «relativos a saboteadores en las más altas esferas de la ingeniería», incluidas las notas estenográficas de los interrogatorios en que los sospechosos se confiesan culpables.

Yagoda, jefe del servicio secreto, entrega al secretario personal de Gorki cuatro mil dólares para la adquisición de un vehículo.

Para la primavera siguiente a Gorki le espera en Moscú una lujosa residencia en la calle Malaya Nikitskaya. Se trata de la mansión art nouveau de Stepan Riabushinski, el magnate multimillonario que, al huir de las hordas bolcheviques, tuvo que abandonar su casa con todos los enseres. Stalin le hace frecuentes visitas, como un padre solícito. En una de estas ocasiones, Gorki recita su poema «La virgen y la muerte», tras lo cual su huésped le toma el poemario de las manos y garabatea a lo largo de toda la página las siguientes palabras: «Mejor que el
Fausto
de Goethe (El amor triunfa sobre la muerte), J. Stalin».

Las obras clásicas de Gorki, tales como su drama
El asilo nocturno,
se incluyen en el repertorio habitual de los teatros rusos.

Por orden de las autoridades,
La madre
aparece en sesenta y una lenguas, entre ellas la de los yacutos y los calmucos, pueblos soviéticos que antes de la Revolución ignoraban aún la escritura. Stalin impone a Gorki la más alta condecoración civil, la Orden de Lenin, y le hace miembro de la Academia de Ciencias. El Servicio Cinematográfico recibe la orden de realizar la película
Nuestro Gorki
, mientras que una comisión estatal asume la tarea de preparar los homenajes nacionales a Gorki para 1932, en ocasión del cuarenta aniversario de su estreno como escritor. Con motivo de esos festejos, los jardines a orillas del Moscova reciben el nombre de Parque Gorki. También pondrán el nombre del escritor al Instituto Moscovita de Literatura, a un avión de seis motores, un barco de doble cubierta que navega por el Volga y una montaña en Asia Central. La avenida más prestigiosa de Moscú, la Tverskaya, pasará a llamarse Ulitsa Gorkogo y, dado que la participación en el homenaje nacional a Gorki se considera una obligación cívica, centenares de directores de escuelas y fábricas y presidentes de los koljoses de campesinos colocarán retratos de Gorki en las puertas de sus edificios.

El redactor jefe de
Izvestiya,
que se encarga de la política literaria en nombre del gobierno, es la única persona que se atreve a alzar con cautela su voz en protesta por la nueva denominación del Teatro Artístico de la capital.

—Pero, camarada Stalin, el Teatro Artístico está mucho más vinculado a Anton Chejov.

—Eso no importa —replica Stalin—. Gorki es un hombre vanidoso. Debemos atarle al Partido con cadenas.

Para reafirmarse en su postura, el dirigente soviético manda sustituir en las ediciones posteriores de los mapas y atlas del país el nombre de la ciudad Nizhny Novgorod por el de Gorki.

Algo incómodo todavía por el culto a su personalidad, Gorki comenta a un amigo:

—Esta vez he escrito por primera vez «Gorki» en el sobre, en lugar de Nizhny Novgorod. La verdad, me resulta desagradable y embarazoso.

En abril de 1932, justo cuando Gorki ha decidido establecerse permanentemente en Moscú, Stalin ordena la disolución de todas las asociaciones de escritores existentes.

—Hay que acabar con el sectarismo en las letras —se justifica ante el Politburó—. Debemos elevar el contenido social de nuestra literatura a un plano superior.

Encarga a Máximo Gorki la aplicación del decreto «Acerca de la reestructuración de las organizaciones literarias».

Gorki ya había emprendido por su cuenta la busca de un denominador común que definiera el carácter revolucionario de las letras soviéticas. En 1928 había animado a los gremios de escritores de Moscú a trabajar de forma unánime en el espíritu socialista, proponiéndoles que en adelante vincularan el realismo (léase: la realidad soviética en transformación) con la perspectiva de futuro que se perfilaba en el horizonte. Gorki había bautizado este nuevo movimiento como «realismo romántico», pero no triunfó. La joven generación de escritores soviéticos veía a Gorki como un autor algo ajeno a ellos, un escritor para el que el experimentalismo de los años veinte había pasado desapercibido. Quien sí imponía un enorme respetó era Vladimir Mayakovski. Este poeta comunista, a quien Gorki prácticamente doblaba en edad, se sentía llamado a crear un arte socialista que por definición debía orientarse hacia el futuro y que, por consiguiente, tenía que ser radicalmente innovador. Cómo un predicador rebelde (el decimotercer apóstol), el poeta proclamó el evangelio de la Revolución, con una forma y un estiló cien veces más originales e innovadores que los de Gorki.

«En todo lo que me precede estampó el selló
nihil»,
reza un versó del apasionado Mayakovski.

Su poesía gustó al comisario popular de Cultura, pero no a la Asociación de Escritores Proletarios, fieles al Partido. Una discusión con colegas celosos, amén de un amor imposible por una joven de dieciocho años, hija de unos emigrantes afincados en París, aceleraron la caída de Mayakovski. Cuando en 1929 quiso casarse con la joven en Francia se le negó el visado de salida. Medió año después, al poco de haber completado su última oda al Plan Quinquenal, se disparaba una bala en el corazón. «Éste no es un buen remedió», escribió en su carta de despedida. «No se lo aconsejo a nadie».

Al poeta se le dedicó póstumamente una estación de metro y una montaña, el Picó Mayakovski, en la cordillera del Pamir (6.095 metros).

Con su muerte, la Unión Soviética pierde a su pionero literario, lo que facilita a Gorki asumir ese papel. A pesar de su enfermedad pulmonar, desarrolla una intensa actividad en su burguesa residencia de Moscú. Las mañanas las dedica a escribir su novela
La vida de Klim Samguin;
por la tarde recibe a escritores principiantes y, de noche, escribe cartas a Stalin solicitando favores. Favores de toda suerte: desde una suscripción a una revista occidental de biología para la Biblioteca Lenin hasta súplicas de compasión hacia «un talento injustamente criticado».

Al mismo tiempo, el escritor se consagra a la tarea que le ha sido encomendada: dar forma a las letras soviéticas. Se ha propuesto la creación de una nueva estética, fundamentada artísticamente en la sencillez y la claridad, hecha a la medida de la república de trabajadores y campesinos. Su divisa reza: «Cuanto más comprensible sea una obra de arte, más elevada». Reprende a sus colegas escritores cuando éstos emplean vocablos regionales desconocidos:

—Estás limitando de una manera artificiosa el alcance de tu creación.

La literatura debe ser edificante; la Unión Soviética no necesita divertimentos al estiló de Hollywood.

El 26 de octubre de 1932, decenas de escritores presentes en Moscú son de improviso llamados a presentarse por la noche en casa del escritor del pueblo. No se les comunica el motivo de la reunión ni quiénes son los invitados, pero sí se les deja claro que no les conviene faltar a la reunión.

Gorki recibe a sus invitados al pie de la escalera de piedra; Piotr les ayuda a quitarse el abrigó y los acompaña al comedor. Se les pide que tomen asiento en tres hileras de sillas desiguales a la derecha de la larga mesa. Cuando ya todos están sentados, la puerta se abre de nuevo y aparece Stalin. El georgiano calza unas botas que le llegan hasta la rodilla y, como siempre, lleva una túnica verde oscura. Los escritores y poetas se ponen en pie entre murmullos, pero Stalin les advierte con un gesto que no es necesario. A quienes ven por primera vez al generalísimo les llama la atención su autoridad natural. Los miembros del Politburó que le acompañan, Molotov, Vorosilov y Kaganovich, se mueven con gestos envarados, como si fueran lacayos.

—Gorki estuvo sentado ahí detrás —me indicó una vigilante que se había acercado a mí en silencio sobre sus suelas de fieltro.

Con un gesto de la barbilla señaló un lugar junto a la ventana donde había un sencillo plato, una servilleta y una taza. Nuestras rodillas rozaban el cordel, el límite desde el cual podía contemplarse la histórica habitación y suite. El interior no había sido modificado en las últimas décadas; presentaba el mismo elegante enmaderado y el mismo parquet artísticamente dispuesto que en tiempos de Gorki.

Aquella noche de 1932, sobre la mesa hay vino, vodka y
zakuski
(entremeses rusos) en abundancia. El piano Bechstein, que ocupa la mitad del espacio, se ha arrimado a la pared. Las cortinas están corridas, las velas de la lámpara de cristal encendidas. Entre los cuarenta elegidos se encuentran Mijail Sholojov, quien ganaría posteriormente el Premio Nobel
(Campos roturados, El don apacible), y
leales como Fiodor Gladkov
(Cemento)
y Valentin Kataiev
(Tiempo ¡adelante!).
Ausencias llamativas son las de Boris Pasternak, Mijail Bulgakov, Osip Mandelstam, Anna Ajmatova y otros espíritus rebeldes.

Gracias a las memorias de diferentes escritores puede reconstruirse con bastante exactitud el transcurso de aquella velada. En sus palabras de bienvenida, Gorki constata que la literatura de la Unión Soviética forma ya una biblioteca considerable, con «libros buenos y malos». Considera, por tanto, que ha llegado el momento de generar un intercambio de ideas acerca de la creación de la literatura soviética de alto nivel, «una literatura digna de la Revolución, que a punto está de cumplir quince años».

Tras el primer brindis con vodka, Gorki cede la palabra a los escritores. En los discursillos que siguen, formulados con cautela, los presentes insisten en la obligación de no retirarse a sus torres de marfil. Todos los oradores miden sus palabras porque ignoran qué se espera de ellos. Se pronuncian brindis sin improvisar en los que se recurre a las fórmulas seguras y fijas de la tradición, invocando siempre la salud e infinita sabiduría del dirigente, claro está.

Después de ese inicio algo vacilante, Stalin, que hasta ese momento ha escuchado impertérrito fumando su pipa, asume la dirección escénica.

—Nuestros tanques son inútiles —comienza su discurso— cuando quienes los conducen son almas de barro. Por eso afirmo que la producción de almas es más importante que la producción de tanques…

El dirigente hace una breve pausa, probablemente como reacción a los ceños fruncidos de sus oyentes. Éstos no comprenden. ¿Adónde quiere llegar?

Stalin prosigue:

—Alguien acaba de observar que los escritores no deben permanecer inactivos, que deben conocer la vida de su país. La vida transforma al ser humano y vosotros tenéis que colaborar en la transformación de su alma. La producción de almas humanas es de suma importancia. ¡Y por eso alzo mi copa y brindo por vosotros, escritores, ingenieros del alma!

Las copitas de cristal son apuradas de un trago y de golpe la tensión desaparece del ambiente. El escritor Alexandr Fadeiev anima al joven Sholojov a entonar una canción. Tras la primera estrofa estalla un aplauso, y al término de la canción uno de los poetas exclama:

—¡Brindemos por la salud del camarada Stalin!

En ese instante, mientras se llenan las copas, Georgi Nikiforov se levanta de un salto.

—¡Estoy harto! —exclama con la lengua pastosa—. Hemos brindado ya un millón ciento cuarenta y siete mil veces por la salud de Stalin. Seguro que él también está harto.

Las palabras de Nikiforov congelan la escena; la algarabía se transforma en un tenso silencio.

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