Ingenieros del alma (16 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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—¡Ajá! La Unión Soviética.

Como si hubiera estado esperando esta pregunta, Den Ouden dibujó una vía muerta en dirección este, que recordaba un callejón sin salida. No tuvo inconveniente en situar a la URSS dentro de la categoría de «alto desarrollo industrial».

—Y sin embargo —se apresuró a aclararnos el profesor— la estructura social soviética se ha mantenido siempre en un estado de subdesarrollo.

—¿Subdesarrollo?

—En la Unión Soviética no existen más que dos clases sociales —replicó Den Ouden—:
the rulers and the ruled,
los gobernantes y los gobernados.

En los pupitres de la facultad de Leeuwenborch estalló una revuelta; se escucharon pitidos y silbidos. Nuestro profesor, aparentemente impertérrito, hizo oídos sordos al alboroto mientras borraba con calma las flechas de la pizarra.

Cuando su audiencia se apaciguó, el profesor se volvió hacia la clase:

—¿Hay entre ustedes futuros ingenieros hidráulicos?

Yo fui el único que levanté una mano vacilante, tras lo cual Den Ouden nos aconsejó a todos, y a mí en particular, una lectura a fondo de los textos de Marx.

—Busquen ustedes lo que nos dice Marx acerca de sociedades como la asiática u oriental —nos ordenó el profesor inclinándose como un cura desde el púlpito.

Recuerdo todavía que se agarró con tal fuerza al borde de la mesa que los huesos de la mano se le tornaron blancos.

—Y si les interesa Marx, lean también
Despotismo oriental
de Karl Wittfogel.

En esta obra, así nos aseguró nuestro catedrático de antropología, se expone la tesis de que la irrigación conduce a la tiranía.

—Es una opinión de Marx —añadió Den Ouden—. Cuanto más colosales son las obras hidráulicas que emprende un poder estatal, más despóticos son sus gobernantes.

Debió de ser por esa misma época cuando leí por primera vez los relatos de Andrei Platonov. No fue casualidad: Platonov, nacido en 1899 en una pequeña ciudad a orillas del Don, había ejercido en su día de ingeniero en irrigación. «Las esclusas de Epifano» y otros relatos recogen sus experiencias profesionales, y de una manera tan reconocible, que nosotros, estudiantes de irrigación, nos regalábamos en los cumpleaños sus libros de relatos con la dedicatoria: «Tu destino. Lee, tiembla y disfruta».

Imaginábamos que viviríamos las mismas peripecias que el narrador y protagonista del relato «La patria de la electricidad». En esta historia, Platonov se presenta a sí mismo como «un trabajador práctico» que durante el caluroso verano de 1921 presta su ayuda en una aldea campesina de veinte chozas. Según cuenta el autor, en los campos no asoman sino unos cuantos miserables tallos de mijo; las hojas se han marchitado y tienen un aspecto penoso. Pasa un pope agitando su incensario sobre las plantas silenciosas, seguido por unas mujeres vestidas de negro que rezan en tono lastimero para que caiga agua del cielo. El joven ingeniero en irrigación —no tiene más de veintitrés años— encuentra en la aldea una motocicleta rota «de dos cilindros, de la marca Indian» y combustible a base de vodka. Ignorando el plañido de las mujeres, el joven transforma el motor de la motocicleta en un pequeño molino rudimentario que funciona con vodka. Entre rugidos y sacudidas, el armatoste propulsa a través de una correa una rueda hidráulica enjaretada, consiguiendo que el agua del arroyo fluya por «la tierra de las viudas y del Ejército Rojo»: un «huerto proletario» labrado con caballos comunitarios.

Platonov comenta que con su acción, aun considerándola humilde, «se cumplió uno de los objetivos de su vida», y eso era precisamente lo que perseguía nuestro corazón idealista. El relato concluía con la frase: «Caminaba solo por el campo oscuro; joven, pobre y en paz».

Al leer el epílogo del traductor, comprendí que Andrei Platonov había tenido una fe sincera en la razón y en la técnica. El amor por las máquinas le fue inculcado desde pequeño (es más, con trece años creyó haber descubierto el movimiento perpetuo). Su padre había sido maquinista de una locomotora de vapor en Voronezh, una ciudad de provincias de la Rusia Central ubicada en un punto nodal de tres vías férreas. Durante la guerra civil, Andrei sirvió al incipiente poder soviético haciendo de asistente de su padre en un tren blindado al servicio del Ejército Rojo, cuya función era quitar la nieve de las vías de aprovisionamiento.

En cuanto se le brindó la oportunidad, Andrei siguió un curso de electrotecnia. Al mismo tiempo empezó a publicar ensayos en el periódico regional de Voronezh acerca del hombre racional capaz de someter la naturaleza mediante sus artimañas técnicas. Platonov tenía ambiciones literarias, pero consideró que, mientras imperaran el hambre y la miseria, éstas podían esperar. «Las grandes palabras no conmueven a los famélicos», escribió en 1921, después de lo cual se internó en el país para sentirse útil como ingeniero agrónomo, especialista en regadíos. Como racionalista extremo que era llegó incluso a abogar por la represión de la lascivia y de los instintos sexuales, dado que éstos no eran, al fin y al cabo, más que un desperdicio de energía.

Al releer la obra de Platonov, he percibido su melancolía y amargura. La primera vez que la leí apenas me percaté del desprecio con que hablaba de los funcionarios soviéticos. Así por ejemplo, en
La ciudad de Gradov,
Platonov presenta al burócrata Shimakov, el jefe de una subdelegación de la Administración Provincial de Tierras, que dedica sus noches a escribir una obra filosófica de referencia obligada, un análisis de la esencia de la burocracia. «Los funcionarios y otros altos cargos de la Administración son las traviesas vivientes bajo las vías que conducen al socialismo», observa el filósofo. «Como ideal, mi fatigada mente evoca el surgimiento de una sociedad en la que los documentos oficiales presionen y controlen a las personas hasta tal extremo que éstas, aunque en esencia corrompidas, acaben volviéndose virtuosas».

Platonov se burla de otros individuos tanto como de sí mismo: en la vida real, él ejerce el oficio de Shimakov. Según se desprende de un certificado de la Administración Provincial de Tierras de 1926, su departamento cavó 331 pozos en la región del Don, construyó 763 pequeños pantanos para la irrigación y drenó 970 hectáreas de tierra pantanosa. «Soy capaz de mucho», concluye el especialista en regadíos sin mostrarse satisfecho. «Pero lo que más hago y a lo que consagro la mayor parte de mi tiempo es a escribir y a pensar, pues eso constituye una parte esencial de mi ser».

Como escritor ingeniero (literato y físico a la vez), Platonov se mueve entre el trabajo intelectual y el manual. Contempla con dolor la forma en que el profesional, el que realmente es capaz de crear, resulta desbancado por personajes como Shimakov. El entusiasmo de Platonov choca contra un muro de incomprensión e ignorancia. Los peces gordos del Partido están desplazando a los idealistas. «El proletario ha luchado, el funcionario ha vencido. ¿Lo sentís, ciudadanos?», le hace exclamar triunfante a Shimakov, el burócrata ejemplar.

El dilema «pensamiento versus acción» le provoca al escritor serios quebraderos de cabeza, impidiéndole conciliar el sueño por las noches. A veces todo se le antoja absurdo y triste, y así en el verano de 1926 le escribe una carta a su mujer, que reside en Moscú, describiéndole una pesadilla: completamente despierto, tumbado en la cama, se ve a sí mismo sentado a la mesa. Ese otro «yo» sonríe débilmente mientras escribe a toda prisa. Platonov quiere gritarle a su «yo escribiente», pero su cuerpo no le obedece. «Esto que me sucede es algo más que ansiedad, Masha. Me tortura un terrible presentimiento».

En un arrebato, ese mismo año presenta su dimisión. Se consagra a la escritura, y, en 1927, la editorial La Joven Guardia le publica una colección de relatos con el título
Las esclusas de Epifano.
El libro llama la atención nada menos que de Gorki, que está a punto de abandonar su exilio italiano para regresar a Moscú. Este acoge sin reservas al «prometedor talento de nuestro autor soviético Andrei Platonov».

En 1984, cuando leí
Las esclusas de Epifano,
sentí que se quebraba algo en mi interior. Una sensación que a buen seguro tuvo que ver tanto con el propio libro como con el momento en que lo leí: al poco tiempo de haberme imbuido de la tesis hidráulica de Wittfogel.

Como estudiante de ingeniería agrónoma en busca de algo útil que hacer en la vida,
Despotismo oriental
me produjo una cierta confusión mental. Antes de leer esta obra, que pedí prestada en la biblioteca de Leeuwenborch, yo creía que no había nada malo en suministrar agua a territorios afectados por la sequía. Se trataba de una actividad objetivamente útil (que a lo sumo provocaría algún comentario de los sociólogos). Pero Wittfogel me demostró a lo largo de las 556 páginas de su libro que los sistemas de irrigación engendran regímenes dictatoriales. ¿Cómo debía yo interpretar eso? Su libro me había desconcertado, provocándome una mezcla de indignación y entusiasmo.

Karl August Wittfogel, un sinólogo huido de la Alemania nazi en los años treinta, presentó en 1957 en Nueva York su obra magna como «un estudio comparativo de regímenes dictatoriales». El título,
Despotismo oriental,
se inspiraba en un artículo de Marx publicado el 25 de junio de 1853 en
The New York Tribune.
En este trabajo, Marx había señalado que los regímenes tiránicos suelen surgir en territorios en los que el clima y la tierra invitan a la construcción de grandes obras de irrigación. «La irrigación artificial mediante canales y otras construcciones hidráulicas constituye el fundamento de la agricultura oriental», escribió Marx. El solo hecho de mantener operativos los sistemas de irrigación requería a sus ojos «la intervención de un poder central». Los gobernantes en esas sociedades orientales o asiáticas debían poder disponer en cada momento de los trabajadores (o presidiarios) que esa labor requería y eso explicaba por qué actuaban como déspotas. Mucho más no dijo Marx sobre el tema; el caso es que Wittfogel tomó de él la idea y la desarrolló.

Como estudiante de irrigación, me fascinaba la visión de Wittfogel acerca de las sociedades hidráulicas. Me convenció su idea de que el agua de río (por ser móvil y manipulable) es esencialmente diferente de todos los demás recursos naturales. El empleo de grandes concentraciones de agua requería un aparato administrativo capaz de dirigir equipos masivos de trabajadores. El arquetipo de sociedad hidráulica presentada por Wittfogel poseía una estructura rigurosamente jerárquica, con un pueblo de esclavos en la base y un potentado solitario en la cúpula. Este faraón o emperador o dios del sol vive rodeado de una corte aduladora, paralizada por el miedo (a veces, con un eunuco como única persona de confianza), y reside preferentemente en las Ciudades Prohibidas. El gobernante dispone de un ejército, un servicio secreto y un aparato de vigilantes y controladores, carceleros y verdugos, agentes judiciales y registradores del censo. Bien mirado, sólo la antigua Mesopotamia y el Egipto de los faraones respondían estrictamente a los «criterios hidrológicos» de Wittfogel. Pero ello no socavaba su teoría, argüía el autor, habida cuenta de que la mayoría de los autócratas habían aprendido su arte de gobernar de modelos estatales dictatoriales. El estudio comparativo de Wittfogel demostraba que éstos no hacían sino copiar el modelo faraónico, ya fuera de manera directa o de una forma más refinada o adaptada a la propia realidad.

Con todo,
Despotismo oriental
contenía algún que otro elemento grotesco. En todas las sociedades dirigidas por un tirano, el erudito alemán buscaba sistemas de irrigación, y, si éstos no existían, encontraba una muralla china o un templo maya erigidos gracias a los trabajos forzados de los siervos no emancipados. Me pregunté por qué los canales de irrigación y otras grandes construcciones (hidráulicas) no podían llevarse a cabo sin el empleo del látigo. ¿Cuál era el mecanismo que hacía que la irrigación de los campos generara un Estado totalitario? ¿Y si fuera a la inversa? Tal vez eran los regímenes autoritarios los únicos capaces de levantar construcciones hidráulicas colosales.

Wittfogel evitaba pronunciarse sobre estos temas, él hablaba de interacción. Le importaban los hechos empíricos: la historia demostraba que la irrigación generaba trabajos forzados y mecanismos de control. Como ejemplo ponía los Estados comunistas de partido único. Wittfogel afirmaba categóricamente que el pueblo ruso había tenido una oportunidad de oro de librarse «del yugo asiático»: cuando cayó el régimen zarista, en 1917. Y sin embargo, ¿qué hicieron Lenin y sus bolcheviques? Reconstruir una variante de la sociedad asiática bajo una nueva apariencia. Stalin perfeccionó ese proceso sosteniéndose sobre el clásico fundamento de las construcciones hidráulicas, y de esta manera la Unión Soviética adoptó la forma primaria del despotismo oriental.

En su epílogo, Wittfogel se mostraba conmocionado por el alcance de su propio descubrimiento. «¿Son mis lectores conscientes de la enorme carga de responsabilidad que el hombre libre se echa sobre los hombros con todo esto?». Esa conclusión tendenciosa me irritó. Demagogia, pensé en 1984. Retórica de Guerra Fría.

Pero entonces leí
Las esclusas de Epifano
. Su relación con la tesis hidráulica de Wittfogel fue para mí una revelación. Platonov me dio el pequeño empujón que me faltaba para empezar a dudar de los estudios que yo había elegido. Su relato me proporcionó una parábola literaria de aquello que un teórico alemán plasmaría treinta años después en un tratado de más de quinientas páginas.

Las esclusas de Epifano
es la historia de un proyecto hidráulico demencial que concluye con una decapitación en el Kremlin. El proyecto es idea de Pedro el Grande, y la acción empieza cuando un tal Bertrand Perry, ingeniero de Newcastle, se presenta en el Instituto para Canales y Obras Hidráulicas de San Petersburgo. El zar Pedro quiere que el Volga y el Don «se comuniquen» mediante una conexión fluvial permanente: «Es nuestro propósito unir para siempre los principales ríos del Imperio en un sistema hidráulico único». El dirigente anuncia la inauguración de la era de las Grandes Construcciones. «El guerrero manchado de sangre o el explorador fatigado será desplazado por el ingeniero inteligente». Para hacerse cargo de esta ofensiva de progreso y de civilización (más concretamente, para la construcción y el trazado del sistema de canales) «nos llega de Inglaterra el ingeniero Bertrand».

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