Luego fue el turno de los agrónomos. Disponían de un defoliante eficaz llamado bishofita que se aplicaba a gran escala en el cultivo del algodón. El producto se dispersaba sobre los algodonales desde una avioneta. De ese modo se conseguía que las hojas cayesen y se resecasen, lo que facilitaba la recogida mecánica con máquinas aspiradoras.
—Estábamos en la era Kruschev. No olvidemos que la única formación que recibió el antiguo minero fue la escuela del Partido. No entendía nada de plantas, pero creía en la química. Promulgó la «quimización de la agricultura».
El biólogo había sacudido la cabeza al ver cómo los prestigiosos agrónomos vertían la bishofita en el canal Lenin. Surtió efecto, en el sentido de que las algas y las lentejas murieron y el agua comenzó a correr. Pero el producto era poco degradable y las concentraciones de la sustancia que llegaron a los campos irrigados terminaron por asfixiar también las plantas de algodón.
Aliev propuso una solución desde su especialidad, pero su campo de estudio no estaba muy bien visto. Nadie hacía caso a un biólogo solitario, todavía no. Aún se sucederían muchos años de desaciertos, en los que la quimioterapia se alternaría con los cortes quirúrgicos.
—Y eso que los problemas no habían hecho más que comenzar —advirtió Aliev—. Nadie se había preocupado por el desagüe, así que no había zanjas de drenaje.
—Y no se lavaban los campos irrigados —añadí.
—Las sales se iban acumulando…
—… junto con los restos de los pesticidas.
Tenía la sensación de que me estaba examinando. Sugerí que el mal estado del suelo emblanquecido debió de afectar seriamente a la cosecha.
Aliev levantó los ojos de su espinoso pescado.
—¡Ajá! —dijo alzando un dedo—. ¿Y qué hicieron los señores agrónomos para remediarlo? Trataron de compensar la pérdida de producción administrando una mayor cantidad de fertilizante químico.
—Para eso hace falta un buen drenaje —recordé de mis tiempos de estudiante—. Si no, resulta contraproducente.
—En efecto —contestó Aliev mientras me miraba por primera vez con cierto aire de satisfacción. Pasó su velluda mano por la boca y la barba y observó—: En la mitad de las tierras puestas en cultivo ya no crece nada.
Después del almuerzo, Aliev me acercó de nuevo al centro de la ciudad en su Lada. El asfalto se derretía bajo el sol, como delataba el zumbido de los neumáticos. Extraje una espina de entre mis dientes y, de repente, lo vi todo claro. Pescado fresco en pleno desierto: debía de proceder directamente del canal. No podía ser de otra manera. Y, por supuesto, ese pescado no había llegado allí por iniciativa propia.
—¡A que usted ha introducido una especie de pez que mantiene el canal limpio! —exclamé.
Con mirada triunfal, Aliev esquivó hábilmente un bache en el firme de la carretera.
—Hypophthalmichthys molitrix
—precisó—. También conocido como carpa plateada.
En 1972, después de que todos los demás experimentos hubieran fracasado, Aliev recibió, por fin, luz verde para tratar de desatascar el canal Lenin. Soltó las carpas plateadas en la entrada al canal, en la confluencia con el Amu Daria, allí donde se habían formado las ciénagas.
—Son unos peces robustos y fuertes que pastan en el fondo del canal. Dejan los juncos, pero se encargan de que fluya el agua.
Al final de la excursión, Dzhamar Aliev cogió un documento del asiento trasero. Era una copia del decreto 898, de 29 de diciembre de 1972, firmado de puño y letra por Leonid Brezhnev. Mis
ojos
recorrieron las ampulosas frases con las que el secretario general del Partido Comunista de la URSS había dado orden de introducir carpas plateadas en el canal Lenin «conforme al método biológico del doctor Aliev».
Al día siguiente llamé desde mi habitación en el hotel Nissa (a prueba de terremotos, edificado por un constructor turco) al profesor Babaiev, del Instituto del Desierto, para preguntarle si ya tenía noticias. Le expliqué que el tiempo apremiaba, dado que mi visado sólo tenía una validez de diez días.
Babaiev me contestó con su voz más amable:
—Estamos hundidos bajo el peso de la burocracia, como un camello bajo su carga.
Me dijo que lo lamentaba. Tal vez podría hacer algo por mí, pero sería cuestión de meses, no de días.
¿Que si podía ir a verla para hablar un rato?
Desde su divorcio trece años antes, Katia Paustovski no había vuelto a tener contacto con su ex marido, salvo algunas conversaciones esporádicas sobre asuntos prácticos. Al igual que su hijo Dima, de veinticuatro años, se extrañó sobremanera cuando Paustovski la llamó en el verano de 1949 con ese ruego tan impropio de él. En cuanto hubo colgado, madre e hijo dijeron al unísono:
—¿Pero qué mosca le habrá picado?
Dima recordaba que en aquella ocasión su padre había permanecido medio día en casa. Jamás lo había visto tan nervioso y perdido; incluso le costaba expresarse. Paustovski contó que su matrimonio con Valeria, la actriz, había llegado a un punto muerto.
—Con Valeria a mi lado no consigo escribir ni una letra —confesó—. La única salida que veo es marcharme.
—Pero entonces, ¿en quién te apoyarás? —preguntó Katia, poniendo el dedo en la llaga, ya que estaba claro que el atormentado escritor no lograría trabajar sin la compañía de una mujer solícita.
Paustovski comenzó a hablarles de una amiga suya.
—Ajá, la robusta Tania —atinó Katia, aludiendo a Tatiana Yevteieva, una mujer impulsiva y extrovertida (rubia, con ojos azules) a la que Paustovski había conocido en 1939, en una fiesta de fin de año celebrada en Yalta. Katia adivinó certeramente las intenciones de su ex marido: deseaba divorciarse de la caprichosa Valeria para casarse en terceras nupcias con la también actriz Tatiana.
Paustovski asintió con la cabeza y, manifiestamente exasperado, afirmó con el ceño fruncido que, en efecto, había decidido renunciar a su dacha en la colonia de escritores de Peredelkino a cambio de un porvenir incierto con Tania. La casa de campo le había sido asignada por LitFond después de la guerra, pero no podía poner en la calle a Valeria y a su hijo Sergei.
—Necesito un techo y un escritorio —declaró Paustovski, resumiendo sus necesidades más acuciantes.
Dima describía ese encuentro en su breve crónica de los tres matrimonios de su padre. El hijo defendía la «infidelidad» de su progenitor, explicando que le comenzaba a hervir «la sangre de cosaco amante de la libertad» tan pronto como se sentía oprimido por las ataduras conyugales. En tal caso optaba por «preservar su libertad creativa».
¿Pero cómo había acabado la historia? ¿Cómo le había ido a Paustovski durante su matrimonio con Tatiana?
Quien podía informarme de primera mano sobre ese tema era Galia, la hija de Tatiana. Tenía trece años cuando el escritor entró en su vida.
Entretanto, la pequeña Galia Arbuzova-Paustovskaya se había convertido en una imponente señora sexagenaria. Después de la muerte de Dima, le habían sido conferidos los derechos literarios de Paustovski así como la administración de su herencia.
Cuando la llamé al final del verano de 2001 estaba a punto de partir para su casa de campo ubicada en las afueras de Moscú. El servicio meteorológico había anunciado unos días de sol y era hora de cosechar las zanahorias y los puerros y de recoger las grosellas negras.
Galia hablaba con desenfado, sin pretensiones. Se refería a Paustovski como «mi segundo padre» y no paraba de contarme cosas por teléfono, alzando de vez en cuando la voz con teatralidad.
—¡Cielos! —se interrumpió a sí misma—. Me estoy explayando demasiado.
Si quería, podía ir a verla. Me aseguró que las zanahorias y los puerros aguantarían sin problemas unos días más bajo el sol de septiembre.
Galia y su esposo Volodia vivían en un barrio residencial de mucha clase: poseían un espacioso apartamento en una de las siete «tartas de pisos» con las que Stalin había engalanado la capital del comunismo mundial. Los siete rascacielos seguían dominando el perfil de Moscú cual vestigios de la utopía soviética. La torre de viviendas donde habitaba la hija adoptiva de Paustovski gozaba de especial prestigio por su ubicación: el lugar donde el pequeño río Yauza desembocaba en el Moscova, a menos de un kilómetro de la Plaza Roja.
Su arquitectura era rígida y fastuosa, con líneas verticales que acentuaban la altura de las diferentes torres. En las cornisas se mantenían en equilibrio grupos escultóricos compuestos por soldados y obreros, fuertes y fornidos proletarios, y el punto más elevado lucía como ornamento una estrella roja coronada de laureles. La torre central databa de 1951, en tanto que las alas laterales se terminaron en 1952 (poco antes de la muerte de Stalin) y 1953 (justo después). En la fachada de granito de la planta baja se sucedían una peluquería, una oficina de correos, una tienda de porcelana, un bar-restaurante y un cine llamado Ilusión. Saltaba a la vista que la iniciativa privada aún no había metido mano a los escaparates, dioramas desvaídos de la anodina vida soviética.
La entrada principal del edificio, cuya bóveda interior semejaba la de una catedral, estaba pensada para dejar atónito al visitante. Me sentí diminuto e intimidado. Al lado de la portería colgaba un plano que me indicaba qué pasillo debía tomar. Mientras subía a la quinta planta en el ascensor, el edificio fue recuperando poco a poco las proporciones de un bloque de apartamentos normal, aunque sólo me di cuenta de que ya no contenía la respiración cuando Volodia me abrió la puerta de roble de su casa.
El esposo de Galia, de ojos hundidos y mirada simpática, vestía ropa vaquera de un azul descolorido.
Su mujer se había ataviado como una aristócrata rusa: los bucles recogidos con horquillas y laca, el cuello cargado de oro y las formas demasiado redondeadas de su cuerpo ocultas bajo un traje estampado con mariposas.
Mientras Galia pedía a Volodia que pusiera agua a calentar, yo contemplaba las vistas: el tráfico infernal en la avenida del muelle, los barcos de recreo, con dos cubiertas, navegando a buen ritmo por el Moscova y, al fondo, un parque con una pequeña iglesia pintada de vivos colores. Después me fijé en el interior (estanterías con libros hasta el techo, retratos de Paustovski en las paredes), pero Galia no dejó que me entretuviese mucho rato. Echó dos comprimidos de edulcorante en su Nescafé y comenzó a hablarme con entusiasmo de 1949, cuando su madre y ella vivían en una minúscula habitación en la calle Gorki.
—En el número 22 —precisó—. Donde ahora se encuentra el Hotel Marriott.
Paustovski iba a verlas con cierta frecuencia; siempre llevaba flores y a veces también un cuaderno u otro regalito para Galia.
—Un buen día se vino a vivir con nosotras. Le recuerdo perfectamente, enfundado en su largo abrigo, los hombros caídos, un poco desconcertado. Traía una sola maleta.
Galia me indicó el tamaño del equipaje con las manos, haciendo tintinear sus pulseras:
—Era así de pequeña.
No quedó más remedio que apretarse. La habitación medía tres metros por cinco y daba a un pasillo común con lavabos y retretes a los lados y una cocina compartida al fondo. A fin de crear cierta sensación de intimidad, Tania había girado el ropero noventa grados en un intento por tapar un poco el lecho conyugal.
—Yo dormía debajo de la mesa —me contó Galia.
La llegada de su segundo padre no fue precisamente un motivo de júbilo para ella. Comprendía que Paustovski, en tanto que escritor, necesitaba escribir —lo hacía en el alféizar—, pero le costaba asumir las consecuencias.
—Lamentaba no poder cantar ni escuchar la radio, no me mordía la lengua, era una niña impertinente, y a Paustovski le molestaban esas cosas.
De hecho, el traslado a la calle Gorki no logró sacar al escritor de su estancamiento. Para colmo, el clima literario del momento mermaba todavía más su productividad. La esperanza de una mayor libertad artística, alimentada durante los años de guerra, parecía haberse esfumado por completo después de 1946. A los escritores soviéticos se les exigía un «patriotismo barato»: relatos y poemas rebosantes de chovinismo.
—A Konstantin Georgievich le horrorizaba todo aquello —prosiguió Galia—. Ya sólo escribía sobre Pushkin y los bosques rusos.
Como todos los habitantes de aquel país reducido a cenizas aún calientes, pero liberado de los nazis, Paustovski había confiado en que la censura se relajaría. A fin de cuentas, la derrota del fascismo había dado lugar a un hermanamiento sin precedentes entre los aliados. Embriagados por la victoria, los norteamericanos y los rusos se habían abrazado efusivamente junto al Elba en 1945. La campana de cristal que aislaba el territorio soviético del resto del mundo presentaba fisuras y grietas. Sin embargo, Stalin no toleró por mucho tiempo aquellas muestras de apertura: tras las conferencias de Yalta y Potsdam volvió la espalda al Oeste y aumentó el control sobre la desquiciada sociedad soviética.
Al principio de la guerra había aflojado las riendas ideológicas, pero no por voluntad propia. La operación Barbarroja desplegada por Hitler lo cogió tan desprevenido que en tan sólo catorce meses, entre junio de 1941 y agosto de 1942, las divisiones del ejército alemán consiguieron desmantelar el imperio soviético hasta las afueras de Stalingrado. La defensa se hizo esperar. El comandante en jefe Stalin comprendió que si sus súbditos se lanzaban al contraataque era por patriotismo, no porque se sintieran orgullosos de ser socialistas.
En tiempos de guerra, Stalin había hecho gala de una tolerancia extrema. Tanto es así que, en 1943, rehabilitó la Iglesia ortodoxa rusa, instando a los popes a que bendijeran sus llamados «órganos», los temibles lanzacohetes múltiples Katiuska.
Tal era el odio hacia los alemanes que ni siquiera hizo falta alimentar el paternalismo de Estado. Los literatos y demás artistas aceptaron llevar uniforme por puro amor patrio, dispuestos a servir en el frente como corresponsales de guerra, empleando libremente todos sus registros antifascistas.
Además, la guerra había liberado de golpe a Paustovski y sus compañeros escritores de los horrores de los años treinta.
Galia me explicó cuál había sido la postura de su padrastro ante las detenciones, exilios y desapariciones del pasado: los veía como una ruleta rusa. Aunque el terror se expandiera con total arbitrariedad, Paustovski había descubierto un patrón recurrente: los bravucones corrían el mayor peligro.