El benjamín del grupo, Sasha Avdeienko, un obrero, no acaba de creerse que haya sido seleccionado por Gorki. «De golpe y porrazo fui acogido por el círculo de los escritores más respetados. Un trabajador llamado a la literatura», escribiría más adelante. «Apenas podía esperar la llegada de la noche. ¡Estaba preocupadísimo! Temía que me tacharan de la lista en el último momento o que llegara tarde».
Sasha Avdeienko acaba de publicar
Yo amo,
la historia de su vida, en la que habla de su infancia como niño abandonado y de cómo al final llega a conductor de grúa en la ciudad socialista del metal. La participación en la expedición a Belomor es la mejor recompensa honorífica que pudiera haber imaginado. Para él era como si los anfitriones del servicio secreto les ofrecieran una muestra del «comunismo total» con su invitación. «Comimos y bebimos a nuestro antojo. Salchicha ahumada. Queso. Caviar. Fruta. Chocolate. Vino. Coñac. Y sin tener que pagar nada».
El Flecha Roja les lleva de Moscú a Leningrado, donde el satírico Mijail Zhoshenko (autor del volumen
¡No me vengas con cuentos, camarada!)
se une al grupo. Pasada otra noche, el tren llega a un lugar remoto, donde está la Medvezhaya Gora (Colina de los Osos), el edificio de la administración forestal, sede de los directivos del campo de Belomor.
Para el prestigio personal de Gorki, el éxito de la expedición es de suma importancia. Después de la cálida acogida dispensada por Stalin, el escritor se ha curado de sus incertidumbres crónicas. Su temor anterior de que las hordas rojas de campesinos aniquilaran la cultura urbana ha sido reemplazado por un profundo respeto hacia el trabajador. «El hombre es hombre en la medida en que es trabajador», afirma categóricamente, con un convencimiento cuasi religioso.
La misión de Gorki consistía en crear una literatura soviética específica, con voz y estilo propios. En la
Literaturnaya Gazeta
se dice: «Las masas exigen del artista soviético que aplique un realismo socialista». Pero ¿qué significaba eso? ¿En qué se distinguían las letras soviéticas de las del viejo mundo?
Gorki obró sistemáticamente en su respuesta a estas preguntas. Para empezar escuchó lo que tenían que decir los trabajadores y campesinos, a quienes correspondía el monopolio de la estética —en línea con la dictadura del proletariado—. El escritor del pueblo pudo así, echando mano de sondeos de opinión ya existentes, conocer las preferencias de las masas: en los años veinte ya se habían realizado encuestas, vinculadas a las campañas de alfabetización, entre la multitud cada vez más extensa de lectores. En cuanto esos principiantes entre el público letrado eran capaces de deletrear su nombre, se les daba a leer poemas de Mayakovski y Blok, los clásicos de Gorki, o
La Caballería Roja
de Babel, y se les pedía su opinión.
—Es un libro práctico —fue la opinión que le mereció
La madre a
una muchacha de dieciocho años, hija de campesinos—. Te enseña cómo vivir como mujer.
—Sólo Gorki sabe escribir de esa manera tan sabrosa —manifestó un obrero de cuarenta y ocho años—. Y se entiende todo muy bien.
Se pidió a ganaderos y cultivadores de patata, con las uñas todavía sucias de tierra, que escribieran reseñas críticas de ópera y ballet. Así eran los tiempos. Éstos se presentaron tímidamente en la representación del
Lago de los cisnes
de Chaikovski, en el Teatro Bolshoi.
«Trata de un príncipe que se enamora de una princesa y, como consecuencia de la traición de éste, muere un cisne. Y eso en cuatro actos», anotaron al término del espectáculo en un formulario de encuesta. «De entre todas las historias aburridas, ésta es la que más. La verdad, esto no le interesa a nadie».
Acababan de librarse de la nobleza, y ahora esa escoria volvía a colarse en la sociedad a través de los teatros.
«Tres de nosotros —éramos siete— se durmieron. La gente de atrás les daba de vez en cuando un empujón: "¡Eh, chicos! No ronquéis". ¿Y nosotros? No veas lo que sufrimos».
Esta reseña de arte apareció publicada en
Trabajadores hablando de literatura, teatro y música,
un libro de 1926 en el que el proletariado ajusta cuentas con Pushkin, Chejov, Tolstoi y «todo lo que pertenece al pasado y ha muerto».
Tampoco el nuevo teatro experimental de los años 20 consiguió la aprobación de los trabajadores. Un crítico teatral obrero, que asistió en representación de su fábrica a una obra del vanguardista estudio Vajtangov, no se sintió nada cómodo. Entre el público no distinguió a más de tres, a lo sumo cuatro, trabajadores. «El resto del público estaba compuesto por caballeros, señoras emperifolladas y señoritas empolvadas, cargadas de anillos y pulseras».
Los vecinos de un municipio, a quienes se les propuso hacer la crítica de un poema de Boris Pasternak, fueron unánimes en su juicio:
«Esto no tiene ni pies ni cabeza. El poema cacarea como una gallina desplumada. Horrible».
«Lo que dice aquí es basura, mierda».
«No tengo nada en contra de ese Pasternak. Pero su poema me pareció tan repugnante que me entraron náuseas».
«Las palabras son rusas, sí, pero no dicen nada».
«Las palabras vuelan a tu alrededor como mosquitos, ¡bzzzbzzz-bzzz!».
Gorki se tomaba muy a pecho las críticas de esos tribunos populares. Hacía ya tiempo que reprochaba a la generación postrevolucionaria de escritores que no se preocuparan por la inteligibilidad de su obra y que no tuvieran en cuenta la capacidad de comprensión de los trabajadores. «No, ¡estos escritores prefieren consagrarse al arte por el arte!». A juicio de Gorki, la forma siempre debía estar subordinada al contenido. Estaba harto de esos «truquillos» típicos de los formalistas y artistas experimentales.
¿Cómo había que hacerlo entonces?
En 1927 aparece, auspiciado por la Dirección General de Literatura, un manual para escritores con el título de
¿Qué libro necesita el campesino?
«Los campesinos prefieren las tramas bien estructuradas. Quieren una sucesión lógica de acontecimientos. Al lector campesino le disgustan los libros que le desalientan. Cualquier forma de retórica, de exagerado manierismo o de efectos estilísticos atenta contra su gusto estético y le genera rechazo».
En su lujosa mansión, Máximo Gorki reflexiona sobre éstas y otras experiencias semejantes. Su tarea consiste en aportar a todo ello una base teórica que remita a Marx y Lenin.
Con Vladimir Ilich acaba pronto. Gorki cree que Lenin poseía un talento especial para contemplar el cenagoso presente «desde las alturas que el pueblo alcanzará en el futuro». Los escritores soviéticos necesitan apropiarse de esta visión de Lenin e indicar el camino de salida del cenagal, como unos buenos guías.
A su vez, Marx le brinda al escritor su tema principal: la realidad tangible que le envuelve, «la infraestructura materialista», que en la Unión Soviética está sufriendo una transformación revolucionaria.
Esto significa que se acabaron los cuentos y las historias de amor. Los escritores existen para documentar la construcción del país; que hagan oír su lírica en los túneles del metro, en los pozos de las minas y en las fundiciones metalúrgicas. Gorki habla de «un movimiento de crucial importancia, para nosotros nuevo, el realismo socialista, que no puede nacer sino del conjunto de hechos de la experiencia socialista».
El realismo del término «realismo socialista» son las construcciones que se levantan en tierra soviética: fábricas de cemento, casas del pueblo, granjas colectivas. Lo social se refiere a la promesa implícita de un brillante futuro, de una sociedad sin clases, de la amistad entre los pueblos y los desfiles del primero de mayo aderezados con acrobacias y ejercicios gimnásticos.
En resumidas cuentas, de lo que se trata es de que el Partido, que dirige a las masas trabajadoras, sea asistido por los
fiziki y los liriki.
Los primeros son los ingenieros y arquitectos, los hidrólogos e ingenieros electrónicos, en suma, los encargados de poner la realidad física a la altura socialista. Los
liriki
son los cineastas y compositores, escultores y pintores, en una palabra, los artistas, con los escritores en primer plano, responsables de llevar a cabo la metamorfosis simultánea del hombre y la sociedad.
—Veo pocas risas en la cara de la gente —dice Gorki, el Amargo, en 1933 en una exposición de pintura—. Muy poca alegría espontánea.
A partir de entonces el buen humor será obligatorio. Gorki exige que los personajes novelísticos se manifiesten como buenos o malos. Ya no es tiempo de indecisos y caviladores (tampoco de los «Oblomov» incapaces de salir de la cama). A su juicio, los rusos decimonónicos, con Dostoievski y sus discípulos al frente, han creado una obra insustancial «plagada de héroes inútiles». Los héroes han de ser tipos de una sola pieza: personajes planos, preferentemente enfundados en un largo abrigo bajo el que no se manifieste ningún deseo sexual. Este personaje asceta, miembro del Partido comunista, es un ser voluntarioso al tiempo que un matador de dragones, pero, eso sí: sin la ayuda del «colectivo» no es capaz de arreglárselas.
Gorki declara el individualismo «consumido» y «en bancarrota». En el hemisferio capitalista éste sigue haciendo estragos, por desgracia, pero eso es porque quienes ambicionan la propiedad privada no han superado todavía «la fase zoológica». Llevado a sus últimos extremos, cosa que Gorki hace consecuentemente, este razonamiento convierte al escritor como individuo en un anacronismo. Bajo el comunismo, el arte es la creación del pueblo; un paso más y el nombre del artista pierde toda su importancia.
Gorki: «Si los trabajadores son capaces de verter cemento en brigadas, ¿por qué unas brigadas de escritores no iban a ser capaces de producir un libro común?».
En el otoño de 2000, tras los pasos de la delegación de escritores, compuesta por 120 personas, me dejé llevar por los ferrocarriles rusos a la Medvezhaya Gora o Colina de los Osos. Tomé el Flecha Roja con destino a San Petersburgo y allí cogí el tren expreso hacia Murmansk. El viaje duró más de veinticuatro horas. Al norte de San Petersburgo no se veía otra cosa que la tenebrosa
taiga o
selva siberiana y de vez en cuando una estación de maniobras. En los vagones de carga abiertos se veían pilas de abedules talados, los mismos que flanqueaban la vía férrea en posición vertical.
Pedí un té a la encargada del vagón e inicié la lectura de
Belomor,
el libro que la brigada de escritores había compuesto tras su visita al Gulag. Redactado por un colectivo de treinta y seis literatos, con Máximo Gorki como redactor jefe, se presentaba no como un volumen de textos independientes de diferentes autores sino como «literatura de grupo». Unos traductores anónimos de Moscú habían elaborado una versión inglesa destinada a nosotros, los lectores capitalistas. La edición extranjera de
Belomor fue
publicada en 1935 por Harrison Smith & Robert Haas, una editorial neoyorquina que había lanzado asimismo al mercado a autores como Faulkner, Antoine de Saint-Éxupery y André Malraux.
En casa, en Moscú, me bastaron unos cuantos clics de ratón para dar con un ejemplar de la obra en una librería de viejo
on-line
en Burbank, California. Hacer el pedido y abonarlo no me llevó más de un minuto, pero el paquete postal se hizo esperar tres semanas.
El libro incluía fotografías. Olí la cubierta de papel, pasé unas hojas y me encontré cara a cara con J. V. Stalin. Tenía buen aspecto y un aire juvenil, la piel lisa, sin arrugas. Al examinar la foto con más detenimiento descubrí que había sido cuidadosamente retocada con un pincelito.
El título completo rezaba:
Belomor, historia de la construcción del canal «J. V. Stalin» entre el mar Blanco y el mar Báltico.
A una velocidad frenética —veinte meses—, esta vía acuática de 227 kilómetros fue excavada a mano por 126.000 penitenciarios.
«Nuestros escritores tienen que hablar de todo esto», dice Máximo Gorki en el prólogo, «porque primero deben producirse los hechos y sólo después pueden ser sometidos a la reflexión artística».
Mientras hojeaba tranquilamente
Belomor al
suave ritmo del traqueteo de un tren expreso ruso, descubrí innumerables hechos, fechas, cifras, detalles de interés. A primera vista, datos irrefutables; duros como la roca en la que fue excavado el canal de navegación (más largo que el canal de Panamá).
El texto estaba precedido por un «calendario de producción»:
13 de agosto de 1933: El equipo de redacción de la editorial Historia de las fábricas y empresas decide incluir en su catálogo un libro sobre la construcción del canal mar Báltico-mar Blanco.
17 de agosto de 1933: Una delegación de 120 escritores emprende una travesía por el canal.
10 de septiembre de 1933: Se determina la estructura del libro y se distribuye el trabajo entre 36 autores.
20 de octubre de 1933: El consejo de autores somete el manuscrito a discusión y crítica.
12 de diciembre de 1933: El manuscrito está listo para la imprenta. 20 de enero de 1934: Publicación del libro.
N. B.: El libro ha sido impreso y encuadernado por un selecto grupo de 122 trabajadores que concluyeron la tarea en treinta y ocho días.
En mi ejemplar de
Belomor
figuraba una dedicatoria escrita a mano:
XMAS 1936. A MERRY CHRISTMAS TO POLLY AND CLAYT. DOROTHY
.
Me pregunté quién sería Dorothy. Y si Polly y Clayt se habrían leído el uno al otro en voz alta fragmentos de
Belomor ba
jo el árbol de Navidad. ¿Les habrían impresionado las obras de las que hacía gala el poder soviético?
Fue justamente en los años de crisis cuando el distanciamiento entre el «aquí» y el «allá» empezó a adoptar dimensiones grotescas. Las bolsas en Occidente habían caído, mientras que los gráficos de la economía dirigida soviética no hacían sino escalar posiciones. «Autarquía» era la palabra clave del Plan Quinquenal de Stalin. La Unión Soviética se aislaba del resto del mundo mediante restricciones de viajes al extranjero, rollos de alambre de púas y vetos a la importación. Las mentes críticas tenían prohibida la entrada; los comerciantes en maderas y otros hombres de negocios de ultramar fueron declarados personas non gratas.
Por otro lado, Occidente le cerraba el paso a los visitantes soviéticos sospechosos. En 1932, el gobierno neerlandés le negó un visado a Máximo Gorki cuando éste pretendió asistir como jefe de una delegación soviética al «Congreso antiguerra» internacional que se celebraba en Ámsterdam.