Le prometí que lo haría.
Andrei Platonov escribió
Dzhan
en 1934. Paustovski era ya por aquel entonces un autor admirado; su
Kara Bogaz
había emprendido una marcha triunfal entre los lectores proletarios. Se reeditaba cada dos o tres meses y alcanzó tiradas de cientos de miles de ejemplares.
Por el contrario, Platonov tenía pocos lectores; su relación con las autoridades no era nada fluida. Fue Máximo Gorki quien allanó el camino al autor, cuando éste tenía treinta y cinco años, al incluirle en una «brigada de viaje» de escritores moscovitas con destino a Turkmenistán. Lo que se pretendía era que, durante el viaje, los escritores fueran cambiando impresiones con el propósito de hallar nuevos temas socialistas para sus libros.
Turkmenistán, que en 1934 celebraba su décimo aniversario como república socialista, apenas poseía por aquel entonces una literatura soviética, mientras que la «campaña de abolición de la incultura» progresaba a buen ritmo, de oasis en oasis, dejando a su paso un rastro de pequeñas escuelas.
La docena de escritores enviados por Gorki viajó en tren por la vía transcaspia (la «ruta de la seda de hierro», concluida en 1939), con escalas en el Karakum. Platonov, en lugar de participar en las juergas nocturnas, se aislaba. Se tumbaba en las cálidas colinas que bordean el Amu Daria, un serpenteante río que a la altura de Jiva se abre en varios brazos.
A su mujer, Masha, que se había quedado en Moscú, le escribió: «El desierto bajo el cielo estrellado me ha causado una profunda impresión. He comprendido algo que antes no entendía».
Con ocasión de una visita a un koljós dedicado a la producción de algodón, Platonov manifestó su deseo de ver el cauce seco del Amu Daria. El escritor había leído que la arteria principal de este río, en otros tiempos conocido como el Oxus, había cruzado unos cinco o seis siglos atrás todo el desierto de Karakum, para desembocar en el mar Caspio. Con el tiempo, debido a la acumulación de arena —o a las obras de irrigación en las inmediaciones de Jiva, lo que era motivo de discusión entre los arqueólogos—, el río había cambiado su curso original dirigiéndose hacia el mar de Aral. Los anfitriones de Platonov asintieron con la cabeza y lo llevaron a visitar el valle del río muerto, donde se habían hallado restos de tuberías de agua de cerámica y cultivos en terrazas. En la profunda garganta aún había vida. Junto a charcas de aguas estancadas, el escritor se topó con súbditos soviéticos que desconocían la existencia de la Revolución, y, más aún, la del décimo aniversario del Turkmenistán socialista. Ese séquito de almas errantes fue lo que el autor llamó «dzhan», «un pueblo soviético que anhela la felicidad más que cualquier otro». En palabras de Platonov, estas gentes eran nómadas que no poseían sino «un corazón y sus latidos». En otros tiempos habían trabajado en los campos de Jiva. «Sustituyeron a los asnos en los molinos de riego. Su tarea consistía en empujar una palanca de madera para que el agua entrara en los canales de riego». Pero desde que el agua se retirara, esas gentes vegetaban en una «honda garganta que descendía vertical como una fosa».
En las descripciones que hace Platonov de los paisajes reconocí el territorio del que me había hablado Amansoltan: ella, con su familia, había recorrido esa misma cuenca. Lo que la distinguía a ella de la población
dzhan
era que su abuelo había sido un importante
bai:
propietario de corderos, camellos y una manada de valiosos caballos Akhal-Teké.
Su madre le había contado toda suerte de historias acerca del hondo barranco, popularmente llamado Ushboi. El fondo de barro agrietado, seco por completo salvo en un par de ciénagas, había sido antaño el lecho del Oxus. En palabras de la abuela de Amansoltan, ese río era «una mujer caprichosa que llora la pérdida de su juventud y de las ciudades que conoció». El Oxus, actualmente llamado Amu Daria, seguía empeñado en alcanzar el mar Caspio, al que tanto amaba. «Pero el mar de Aral lo había seducido y raptado». Como consecuencia de ese adulterio, la población que quedó fue condenada a vagar eternamente por el Karakum.
A ese escenario colmado de leyendas envía Platonov, en nombre del régimen soviético, a Nazar, el héroe de su historia, con la misión de salvar a ese pueblo del desierto. El enviado («desde joven detestaba la tristeza»), que, como niño
dzhan,
anduvo en su día detrás de un cardo corredor y que, tras muchos avatares, había ido a parar al Instituto Económico de Moscú, regresa como hombre cultivado para «fundar un mundo feliz en su tierra natal».
Durante el viaje, cada vez que se detiene en una de las pequeñas estaciones de la estepa, le llaman la atención los retratos de Lenin, en los que se transmite una imagen tierna, «como si fuera un anciano, una especie de padre solícito de todos los desamparados del mundo».
Nazar se persona en la oficina del Partido en Tashkent, donde recibe instrucciones del secretario general:
—Ve allí. Trata de encontrar a ese pueblo perdido.
—Bien —respondió Nazar—. Pero ¿qué les ofrezco? ¿El socialismo?
—¿Qué si no? —preguntó el secretario—. Tu pueblo ya ha pasado por el infierno, así que es hora de que disfrute un tiempo del paraíso. Nosotros le ayudaremos a conseguirlo. Tú serás nuestro delegado oficial.
Nazar tiene el firme propósito de «no permitir por más tiempo el infortunio». Mientras va en busca de su pueblo, en el valle del Ushboi se encuentra con un camello sentado en una postura humana, las patas delanteras apoyadas sobre un banco de arena.
«Las jorobas le colgaban flácidas y sus ojos negros reflejaban la mirada tímida de una persona juiciosa y triste. Arrastrado por el viento, un cardo corredor venía hacia él desde lejos; el camello miró la bola de hojas espinosas con un resplandor de esperanza en los
ojos,
pero la planta continuó rodando y el animal cerró los
ojos,
porque no sabía cómo llorar».
Los
dzhan
se hallan en un similar estado de tristeza y abatimiento. El «pueblo» resulta ser un miserable residuo humano que sacia su sed sorbiendo la humedad de la arena. «Afortunados aquellos que han muerto en el vientre de su madre», es todo lo que la madre de Nazar alcanza a expresar cuando vuelve a ver a su hijo después de muchos años. Dado que sus almas están «agotadas», no les queda sino un «mecánico seguir vegetando».
Además de Nazar; ha llegado al pueblo otro enviado de las autoridades soviéticas, un tal Nur-Mohammed. Este personaje siniestro incita a los habitantes a que abandonen la zona, aún un poco húmeda, para que acaben muriendo en las colinas de arena. El individuo ha planeado huir a Afganistán con Aidim, una niña de doce años, con la idea de venderla como esclava. Nazar da alcance a la caravana de sedientos, se expone a las penurias más terribles, pero al final, con la ayuda de Aidim, logra liquidar al maligno Nur-Mohammed.
Como Moisés, Nazar conduce a los supervivientes fuera del desierto. Cuando a altas horas de la noche se acercan a rastras a las inmediaciones del mundo habitado, ven venir hacia ellos una columna de camiones soviéticos con los faros bamboleando. Van cargados de arroz, galletas, harina, latas de carne, medicamentos, petróleo, lámparas, hachas y azadas, ropa y libros.
Los
dzhan
fundan sobre el terreno una comuna. «A propuesta de Nazar, el pueblo eligió un Consejo de Trabajadores del que todos formaban parte (…). Y Nazar se alegraba en su fuero interno de que la linda huerfanita Aidim estuviera protegida por una barrera de hierro de bolcheviques». Así y todo, al parecer el experimento socialista no dura ni cuarenta y ocho horas. Nada más despertarse, los
dzhan,
una vez saciada el hambre y recuperadas las fuerzas, introducen sus escasos pertrechos en cestitas de mimbre y se alejan cada uno por su lado. Nazar y Aidim observan desde un altozano cómo sus compatriotas se dispersan en todas las direcciones. Cuando desaparecen de su vista, Nazar lanza un suspiro de alivio. «En este lugar (…) en las puertas del infierno, Nazar había querido asentarse por primera vez. Pero la gente había entendido mejor que él cómo había que vivir. Bastaba con haberles ayudado a sobrevivir; ahora cada uno de ellos debía seguir su propio destino más allá del horizonte».
El creador de este acorde final debió de ser consciente de que esto sonaría disonante a oídos de los censores. Como todos los escritores, Platonov estaba obligado a presentar primero el texto a GlavLit, la Dirección General de Literatura. Los funcionarios de esta institución poseían la potestad de conceder o negar el permiso para la publicación de un manuscrito. El
nihil obstat
se concedía asignándole al manuscrito un número de cinco cifras y una letra. Aquel que cuestionara la ideología soviética o se burlase de ella veía cómo le era negado el número de GlavLit.
Al paquete de folios escritos a máquina, Platonov adjuntó una nota en la que se comprometía por anticipado a reescribir el final. «Ruego al lector que tenga en cuenta lo siguiente: el autor realizará otra versión (…) en la que el pueblo
dzhan
alcance un estado de felicidad que sea verosímil para los hombres de hoy».
Como era de esperar, el manuscrito le fue remitido al autor a vuelta de correo. Tampoco la nueva versión de la obra, en la que se presentaba a la población
dzhan
llevando una vida comunitaria socialista, logró la bendición de las autoridades. A pesar de todos sus intentos, Platonov no consiguió jamás ver publicado su libro
Dzhan.
Paustovski entendió que con la censura no se jugaba. Con franqueza o sin ella, al final de
La bahía de Kara Bogaz
hace sonar los toques de clarines y timbales que se esperaban de él: «Pondremos en práctica los eslóganes del Partido y llevaremos a cabo la industrialización de los territorios periféricos». Los ingenieros soviéticos que Paustovski ha hecho llegar a la costa del mar Caspio para explotar la bahía «acabarán con las crueles leyendas sobre el desierto, convirtiéndolo en uno de los pilares de la industria socialista».
En la bahía aparece una extraña máquina que desprende la capa de sal aliviando de este modo el insalubre trabajo de los picadores. Moscú envía «casas plegables» a los turcomanos, «donde no volverán a atacarles las pulgas». Los nómadas son esquivos y desconfiados, pero su escepticismo desaparece en cuanto se cumple «una promesa de Lenin realizada diez años atrás»: «Hacia el otoño se divulgó en las
kibitkas
el rumor de que habían llegado numerosos ingenieros y unas máquinas que semejaban camellos de hierro; se decía también que se descargaba cemento de los barcos y que los bolcheviques querían reconducir el agua del Amu Daria hacia su lecho original».
Los ancianos del pueblo «se ríen de la ingenuidad de los bolcheviques», pues éstos ignoran al parecer que el fondo del Ushboi está formado por una arena que absorbe el agua «como una manada de búfalos sedientos». Pero los ingenieros soviéticos abordan el asunto con seriedad. Cavan un canal, construyen una presa y arrojan cemento en los lugares en los que el lecho del río es de arena gruesa.
«Llegó el gran día. El agua clara del Amu Daria se dirigió a raudales hacia el Ushboi sin que la arena le robase un solo balde».
Impresionados por el milagro, los viejos
bai
se convierten uno a uno al socialismo, y lo hacen renunciando ostentosamente a su turbante verde —signo de haber realizado el peregrinaje a La Meca—, que regalan «a los niños como juguete».
Pasé la última página de mi edición rusa de
Kara Bogaz,
una segunda edición, de 1932, adquirida en una librería de viejo. En el dorso figuraban en letra minúscula ciertos datos técnicos, tales como la tirada
(20.000
ejemplares) y el precio de venta al público (2 rublos). Entre la letra menuda descubrí un número
(B-24290),
asignado por GlavLit.
El día 17 de agosto de 1933, cuatro convoyes del Flecha Roja han sido reservados para una brigada muy especial. En el andén, al lado de cada escalón de acceso al tren, hay una supervisora de vagón, una solícita madrecita con una cinta roja alrededor del brazo. A la llegada de los viajeros, ya de noche, las supervisoras muestran la misma curiosidad que los mozos de equipaje y que el resto de los pasajeros que pululan por la estación Leningradski. Todo el mundo intenta captar alguna imagen de los 120 escritores soviéticos seleccionados por Máximo Gorki. Éstos van llegando con sus maletas y, en palabras del reportero de la
Literaturnaya Gazeta,
parecen «muy animados».
«Los escritores se precipitaron hacia el tren; se instalaron en los compartimientos reservados hora y media antes de la salida». Según refiere el periódico, el servicio secreto, el GPU («tal y como se espera de los guardianes de la Revolución»), ha preparado la expedición hasta el último detalle.
Destino del viaje: el Gulag. Por mediación de Gorki, a la delegación de escritores se le ha brindado la oportunidad de conocer más de cerca ese nuevo sistema penitenciario basado en la idea de «la reeducación mediante el trabajo físico». Para ello visitarán los campos de trabajo levantados a lo largo del canal Belomor, cuyas obras están prácticamente concluidas. Este canal de navegación, que establece una comunicación marítima directa entre Leningrado y el mar Blanco (Belomor), es excavado a mano por presidiarios («soldados del canal») y se presenta como la joya del Primer Plan Quinquenal.
Gorki lleva ya un año hablando del asunto: «Tomen, por ejemplo, el canal Belomor. Su construcción implica la efectiva modificación de nuestra geografía. ¿No es éste el tema por excelencia que debe inspirarnos a nosotros, los escritores soviéticos?».
Al más veterano del gremio de escritores soviéticos, con su tos tuberculosa y sus torpes movimientos, se le ha ocurrido la idea de someter a una gran prueba a los discípulos que tiene a su cargo. Esta prueba («¡Llámenlo nuestra aportación al Plan Quinquenal!») consiste en que un colectivo de literatos registre la construcción del canal Belomor como «historiografía instantánea del socialismo».
Stalin da su consentimiento y en el verano de 1933 Gorki elabora una lista de 120 escritores a los que invita a participar en la expedición al Gulag.
Entre ellos se encuentran el dúo de escritores satíricos Ilf y Petrov, la encantadora Vera Inbre, con su inseparable boina, Marietta Shaginian (una armenia que escribe novelas policíacas antiamericanas bajo el seudónimo de Jim Dollar), Alexei Tolstoi (quien ve en el zar Pedro el Grande al primer bolchevique) y Boris Pilniak, con su aire de dandi (incapaz de comprender por qué los socialistas no llevan pajarita).