Ingenieros del alma (12 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Paustovski había llegado a esta árida costa durante el verano de 1931. Para la última etapa de su viaje a las salinas de Kara Bogaz, el autor dependía de dos barcos cisterna, el
Frunze
y el
Dzerzhinski,
encargados de transportar el agua del Cáucaso al complejo químico. «Holandeses errantes», llamó, indignado, a los barcos. «Ni ellos mismos saben cuándo tienen que zarpar ni en qué dirección». No había horario de servicios ni nadie que informara, ni tan siquiera el armador o el capitán del puerto. Queriendo informarse, Paustovski estuvo marcando números en el aparato de baquelita de la oficina del puerto hasta el agotamiento, sin otro resultado que la reprimenda de una telefonista: «¿Por qué insiste usted de esta manera? ¿Se ha declarado un incendio acaso? ¡Cuelgue el auricular de una vez!».

De forma fragmentaria, a lo largo de diversos capítulos, Paustovski describe en sus memorias
(Historia de una vida,
obra en seis partes que escribió al término de la Segunda Guerra Mundial) el proceso de gestación de
La bahía de Kara Bogaz,
desde su esbozo hasta su ejecución final. El autor constata, con sensatez: «Este es mi primer libro logrado, porque habla de la realidad».

Llama la atención que Paustovski no mencione nunca la bahía de Kara Bogaz en sí (¿Qué aspecto tendría una bahía de azufre? ¿Apestaría a huevos podridos?), ni la «cascada de agua de mar», ni la fábrica experimental de sulfato erigida en la orilla. Estas omisiones contrastan visiblemente con la descripción exhaustiva que el autor hace de su carrera literaria. Descubrí que en sus memorias empleaba una fórmula recurrente: cada vez que estaba a punto de traer a colación la bahía, cambiaba de tema. O se salía por la tangente con recursos tales como: «Lo demás / el desenlace / la continuación (…) puede consultarse en
La bahía de Kara Bogaz».

En ningún momento aclara si el
Frunze o el Dzerzhinski
aparecieron en la rada de Krasnovodsk.

Ahora bien, Paustovski no recurre a vaguedades ni misterios para explicar el origen de su fascinación por Kara Bogaz. Esta se remontaba a su infancia, a una lejana noche en Kiev para ser precisos, en que su padre, un estadista empleado en los ferrocarriles, le llevó de paseo por la colina Vladimir, en la margen del río Dniepr. Apareció entonces un tipo raro con un sombrero deshilachado y un telescopio encima de un trípode, que empezó a recitar de forma monótona:

—Estimados
signori y signorini. Buon giorno!
Por cinco copecks despegará usted de la Tierra y viajará a la Luna y las estrellas. Les recomiendo que observen el ominoso planeta Marte, con su color de sangre humana.

El padre de Konstantin (Kostik) le dio permiso a su hijo para mirar por el telescopio. «Vi un negro abismo y una bola rojiza colgando impasible en el vacío». La bola avanzaba con exasperante lentitud hacia el borde del anillo de cobre. El «astrólogo» ajustó el aparato un par de grados, pero Marte empezó a ocultarse de nuevo detrás del borde.

—Bueno, ¿y qué? —preguntó mi padre—. ¿Ves algo?

—Sí —respondí—. Veo hasta los canales.

Marte, con sus marcianos y sus «canales» descubiertos por el italiano Schiaparelli, le inspiró al niño un vago temor. Su padre comentó que Marte era «un planeta agonizante» cuyos mares y ríos se habían secado hacía mucho tiempo. La vegetación que antaño cubría el planeta se había marchitado y sus cordilleras habían sufrido los efectos de la erosión. No quedaba sino un extenso desierto de arena.

—¿De modo que Marte es una bola de arena?

—Podría decirse así, sí —confirmó mi padre—. Lo que le ha sucedido a Marte le puede suceder a nuestra Tierra.

En casa, Kostik se enteró por Dima, su hermano mayor, de que el desierto había invadido ya la mitad de la superficie terrestre. «Desde entonces», escribe el autor de
La bahía de Kara Bogaz,
«mi temor al desierto (sin haberlo visto nunca) se tornó obsesivo».

La pesadilla de Kostik no tardó en hacerse realidad. Ocurrió mientras su familia veraneaba en la finca familiar, fuera de la ciudad. Los Paustovski descendían de una familia cosaca de Zaporozhe que, como sirvientes del zar, habían defendido en su día el curso inferior del Dniepr. Después de que durante una de las incursiones de los turcos, los cosacos fueran vencidos y tuvieran que huir, el abuelo Paustovski se desplazó más al interior, estableciéndose en una pequeña isla de forma alargada en el Ros, rama lateral del Dniepr, un río de veloces corrientes.

«Sin lugar a dudas, el lugar más misterioso de la tierra», así describía Kostik la finca familiar. Entre los matorrales que había detrás de las colmenas, él y sus dos hermanos jugaban al «Zaporozhe», que consistía en mostrar valor y lealtad a los zares.

Una tarde, mientras pescaba tranquilamente en compañía de su abuelo, éste se incorporó de un salto, asustado, y, protegiéndose los ojos con las manos, oteó los campos.

—Ahí está, el viento del desierto. El viento que viene de Bujara —dijo rabioso, lanzando un escupitajo al suelo—. Maldito calor infernal. Esto es una catástrofe, Kostik. Dentro de poco nos quedaremos sin aire para respirar.

El muchacho echó a correr a casa huyendo del velo gris que se aproximaba a toda velocidad, pero enseguida se le adelantaron las primeras rachas calientes de viento y su camisa se le pegó a la espalda. Durante las veinticuatro horas siguientes todo lo que era verde (desde el hinojo del huerto hasta las hojas de los sauces desmochados) quedó calcinado, reducido, en la inimitable prosa de Paustovski, a un ramo de flores secas.

—La cosecha está perdida —constató su padre—. El desierto avanza hacia Ucrania.

Los conocedores de la obra de Paustovski creen que esta experiencia avivó el interés del escritor por la botánica. No se sabe si el autor se dedicó alguna vez a intercalar aneas y tréboles de cuatro hojas entre los volúmenes de diez copecks de la Biblioteca Universal, para secarlos y componer después un herbario. Pero sí se sabe que, al concluir sus estudios en el Bachillerato Clásico de Kiev, se matriculó en la facultad de Biología. Durante los dos años que tuvo ocasión de asistir a la Universidad, antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, se consagró a la botánica.

«Su conocimiento casi enciclopédico de flores y plantas y la meticulosidad de sus descripciones son un quebradero de cabeza para sus traductores», se lamenta una pareja de traductores —inglés y ruso— en el prólogo de un volumen de cuentos del autor. El lector se ve con frecuencia husmeando entre plantas y hierbas cubiertas de rocío, hundido en la vegetación hasta las rodillas o las caderas. Y cuando la silvicultora Masha Klimova va a coger rosas silvestres en las márgenes del Volga, Paustovski describe cómo se le enganchan al vestido flores de brecina, pitas y espigas de agua, alismas, malvas silvestres, trébol rojo, arándanos y amor de hortelano.

No es de extrañar que el autor favorito de Paustovski fuera Ivan Bunin, escritor laureado con el Nobel, continuador en el siglo
XX
de la tradición paisajística de la literatura rusa, si bien desde su exilio en París. Bunin sabía «infundir a los boscajes pensamientos y estados de ánimo humanos»; así manifestaba Paustovski su admiración por el autor. Éste, por su parte, sentía un apego tan profundo hacia la lengua rusa y hacia los inmensos bosques rusos que la idea de emigrar no se le pasó siquiera por la cabeza. En la lista de «requisitos imprescindibles» para ser un buen escritor, Paustovski incluye (además de «la fuerza lírica y la capacidad de ponerse en la situación de otras personas») «una fuerte unión con la naturaleza». Nada de «conciencia de clase» ni ningún otro compromiso social. No, mediante la atenta observación de la naturaleza, ésta deberá convertirse en «un segundo universo en el corazón del escritor». Al leer esto, comprendí de pronto a qué zonas de tensión había ido a parar Paustovski como escritor soviético novel. Los planes quinquenales fueron una declaración de guerra contra «la selva sin explotar». El propio Gorki manifestó en cierta ocasión que, una vez concluida la lucha de clases, el hombre soviético tendría las manos libres para emprender la batalla contra su postrer enemigo: la naturaleza.

La bahía de Kara Bogaz
enlazaba con esa ideología dominante, que no dejaba espacio al sentimentalismo. «En la naturaleza que nos envuelve no existe apenas mal alguno que no pueda emplearse en provecho y beneficio de la humanidad», declara Paustovski. A lo largo de todo el libro su autor no deja de celebrar la construcción de fábricas químicas como «la conquista industrial del desierto»; argumento al que debía su reconocimiento.

Pero yo no estaba muy seguro de la sinceridad de Paustovski. ¿Y si se había visto obligado a traicionar sus convicciones?

—Que nosotros sepamos, Konstantin Paustovski no estuvo jamás en la bahía de Kara Bogaz.

Pendiente de mi reacción, el profesor Ilia Ilich mantenía la cabeza ladeada, con lo que las mejillas carnosas le pendían ligeramente hacia un lado y se distinguía la cola de caballo a la altura de la nuca. Nunca he llegado a saber de qué era profesor este hombre afable; así que prefiero dejarlo en «especialista en Paustovski». Rondaría los sesenta años. El cabello, todo gris y estirado hacia atrás, recogido en un artístico penacho que le llegaba a los hombros, le quitaba diez años.

Ilia Ilich era el director del Instituto Paustovski de Moscú. Yo ya había pasado un par de veces por delante del edificio, una casita tipo Hansel y Gretel —mientras patinaba en el parque Kuzminki, una propiedad nobiliaria que los comunistas habían abierto al público trazando en sus tierras pistas de asfalto—, sin saber que allí había vivido en su día el jardinero del conde Kuzminki y que en el desván de la casa se estaban realizando estudios sobre la vida y obra de Konstantin Georgievich Paustovski. La fachada de madera de la casa, de dos plantas, lucía una efigie del escritor en bajorrelieve.

Un día de primavera llamé a la puerta y apareció una señora de aspecto frágil y tez de pergamino.

—¡Ilia Ilich! —voceó en dirección al desván—. Tienes una visita de Holanda.

Subí tras ella las escaleras y nos encontramos al director, muy ajetreado, despejando su mesa llena de papeles. Él y su colaboradora —a pesar de su edad, la señora me autorizó a llamarla Monika— eran los únicos empleados remunerados del Instituto Paustovski.

—Probemos la tarta de Pascua —propuso Ilia Ilich—. Monika preparará el café. ¿No le importa que sea café instantáneo?

Se oyó un ruido de loza; el director limpió el cuchillo del pan con un trapo, lo cual le valió de inmediato una regañina, como si fuera un niño: su colaboradora opinaba que había que fregar el cuchillo.

Anda, Monika, cariño, pon agua a hervir, por favor.

Ilia mandó a su colaboradora a la cocinita con un chasquido. Me preguntó en qué podía servirme.

Le conté, por cortesía y porque así lo pensaba, lo mucho que me había sorprendido el respeto de los rusos hacia sus escritores. Uno se los encontraba por todas partes: Dostoievski, pensativo, en la Biblioteca Lenin; Mayakovski, con su copete altivo, en la boca de metro que llevaba su nombre; toda suerte de imágenes de Gogol, grandes y pequeñas, en los parques municipales. Y que a Paustovski se le honrara con un instituto me parecía realmente increíble.

—Existimos hace ya veintiséis años —dijo el profesor, ufano, y añadió que, por desgracia, no había tenido ocasión de conocer personalmente a su estimado escritor. Monika tampoco—. Monika y yo nos conocimos en 1968, en el funeral de Paustovski. Fue entonces cuando nació la idea de fundar un instituto.

—Que no, eso fue más tarde —le interrumpió Monika agitando su melena, indignada.

La mujer se unió a nosotros con el recipiente de hervir el agua en la mano. Ilia la calmó diciendo que eso daba lo mismo, que lo importante eran las actividades literarias que organizaban y, en especial, la publicación bianual de la revista
El mundo de Paustovski.
Me entregaron los últimos cuatro números, que tenían el grosor de un dedo pulgar. Además de esta crónica, el instituto organizaba encuentros culturales y realizaba ediciones para bibliófilos, con la colaboración de unos pocos voluntarios. A modo de ejemplo, Monika me pasó un pequeño diccionario ruso en el que cada entrada venía ilustrada con una cita de Paustovski.

—En la región lingüística rusa, sólo Pushkin goza de semejante privilegio —observó la señora con voz quebradiza.

Antes de que me diera tiempo a hacer algún comentario sobre esa pequeña biblia de Paustovski, ya me la habían regalado. Lamenté haberme presentado en el instituto con las manos vacías, sobre todo porque acababa de publicarse una nueva traducción al neerlandés de
Kara Bogaz
que desgraciadamente no había traído conmigo.

No importaba. Ilia Ilich tomó en sus manos un cuaderno muy manoseado que había sobre el alféizar, se caló las gafas de leer y repasó una lista, escrita a mano, de traducciones de Paustovski.

—Kara Bogaz está aquí, vamos a ver… en danés, alemán, griego, japonés y… ajá… en neerlandés. Editorial Pegasus. Ámsterdam, 1935. Traducido por «Ban het Reve». ¿Lo pronuncio bien? —preguntó el profesor lanzándome una mirada triunfal por encima de sus medias gafas.

Me quedé perplejo. Sabía que Gerard van het Reve sénior, por aquel entonces presidente de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, había traducido en los años treinta dos obras de Paustovski en colaboración con su hijo adolescente Karel
(Kara Bogaz y
La Cólquida
, el país de los nuevos argonautas).

Pero nunca me habría ni atrevido a imaginar que ese dato hubiese penetrado en un desván-trastero de Moscú.

Ilia Ilich tomó nota de la traducción neerlandesa más reciente —al oír el nombre de la editorial «Arbeiderspers» arqueó una ceja— y prometió mencionarla en el siguiente número de
El mundo de Paustovski. Yo,
por mi parte, prometí hacerle llegar lo antes posible un ejemplar de la nueva edición.

—Si me permite la pregunta —continuó el profesor—, ¿a qué se debe su interés por
Kara Bogaz?

Le expliqué que estaba realizando los preparativos para un viaje a Turkmenistán, a la bahía de Kara Bogaz.

—Quiero seguir los pasos de Paustovski, siete décadas después de su viaje.

Fue entonces cuando Ilia Ilich me hizo su revelación, observándome durante unos segundos con la cabeza ladeada. Paustovski nunca había visto la bahía con sus propios ojos, esa bahía que había sido el tema de su primer libro logrado «que habla de la realidad».

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